
miércoles, 31 de diciembre de 2008
sábado, 27 de diciembre de 2008
Fin de año
sábado, 22 de noviembre de 2008
viernes, 21 de noviembre de 2008
Leopardos
* (El pedabobo es, con los considerables recursos que proporciona la petulancia, la línea más corta entre la ignorancia y la estupidez.)
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Anoche
Haberlo amado todo antes de amarte,
qué perfección ahora tan inútil.
jueves, 13 de noviembre de 2008
La costilla de Adán (15). Ornitología
-(...) Después de todo, ¿qué razón hay para que un hombre inteligente se enamore de una mujer inteligente? Si se tratase de fundar una industria, un partido político o una escuela científica, se comprende que un espíritu claro intente sumarse otros claros espíritus; pero el menester amoroso -aun dejando de lado la dimensión sexual- no tiene nada que ver con eso; es precisamente lo opuesto a toda ocupación racional. (...) Los hombres se enamoran de las corzas, de lo que hay de corza en la mujer. Yo no diría esto delante de las damas, porque éstas fingirían un grande enojo, aunque en el fondo por nada se sentirían más halagadas.
-Entonces , para usted, el talento de la mujer, su capacidad de sacrificio, su nobleza, son cualidades sin importancia...
-No, no; tienen mucha importancia, son maravillosas, estimabilísimas -las buscamos y enaltecemos en la madre, la esposa, la hermana, la hija; pero ¿qué quiere usted?-; cuando se trata, estrictamente hablando, de enamorarse, se enamora uno de la corza emboscada que hay en la mujer.
-¡Diablo, qué me dice usted!
-El varón, cuanto más lo sea, más lleno está, hasta los bordes, de racionalidad. Todo lo que hace y obtiene lo hace y obtiene por razones, sobre todo por razones utilitarias. El amor de una mujer, esa divina entrega de su persona ultraíntima que ejecuta la mujer apasionada, es tal vez la única cosa que no se logra por razones. El centro del alma femenina, por muy inteligente que sea la mujer, está ocupado por un poder irracional. Si el varón es la persona racional, es la fémina la persona irracional. ¡Y ésta es la suprema delicia que en ella encontramos! El animal es también irracional, pero no es persona; es incapaz de darse cuenta de sí mismo y de respondernos, de darse cuenta de nosotros. No cabe trato, intimidad con él. La mujer ofrece al hombre la mágica ocasión de tratar a otro ser sin razones, de influir en él, de dominarlo, de entregarse a él, sin que ninguna razón intervenga. Créalo usted: si los pájaros tuviesen el mínimo de personalidad necesario para poder respondernos, nos enamoraríamos de los pájaros y no de la mujer. Y, viceversa, si el varón normal no se enamora de otro varón, es porque ve el alma de éste hecha toda de racionalidad, de lógica, de matemática, de poesía, de industria, de economía. Lo que desde el punto de vista varonil llamamos absurdo y capricho de la mujer es precisamente lo que nos atrae. (...)
-¡Es usted estupefaciente, amigo Olmedo!
-La idea, pues, de que el hombre valioso tiene que enamorarse de una mujer valiosa, en sentido racional, es pura geometría. El hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer talentuda, como no sea que en ella se compense el exceso de razón con un exceso de sinrazón. La mujer demasiado racional le huele a hombre, y, en vez de amor, siente hacia ella amistad y admiración. Tan falso es suponer que al varón egregio le atrae la mujer "muy lista" como la otra idea que las mujeres mismas insinceramente propagan, según la cual, ante todo, buscarían en el hombre la belleza. El hombre feo, pero inteligente, sabe muy bien que, a la postre, tiene que curar a las mujeres del aburrimiento contraído en sus "amores con hombres guapos". Las ve refluir, una tras otra, de arribada forzosa, infinitamente hastiadas de su excursión por el paisaje de la belleza masculina.
Amor mío,
"Hugo nos había unido"
-Señor obispo -dijo con una lentitud que acaso provenía de la dignidad del alma, más que del desfallecimiento de las fuerzas-, he pasado mi vida en la meditación, el estudio y la contemplación. Tenía sesenta años cuando mi país me llamó y me ordenó que me mezclara en sus asuntos. Obedecí. Había abusos, los combatí; había tiranías, las destruí; había derechos y principios, yo los proclamé y los confesé. El territorio estaba invadido, yo lo defendí; Francia estaba amenazada, le ofrecí mi pecho. No era rico, soy pobre. He sido uno de los dueños del Estado; las cajas del Banco estaban llenas de plata y oro, hasta tal punto que fue necesario apuntalar las paredes, casi próximas a hundirse con el peso de los metales preciosos; y, entretanto, yo comía en la calle del Árbol Seco, por veintidós sueldos. He socorrido a los oprimidos, he aliviado a los que padecían. He desgarrado la sábana del altar, pero ha sido para vendar las heridas de la patria. He sostenido siempre la marcha progresiva del género humano hacia la luz, y he resistido algunas veces los progresos crueles. En ocasiones, he protegido a mis adversarios, vuestros amigos. Hay en Peteghem, en Flandes, en el sitio mismo en que los reyes merovingios tenían su palacio de verano, un convento de urbanistas, la abadía de Santa Clara en Beaulieu, al cual salvé en 1793. He cumplido con mi deber, según mis fuerzas, y he hecho el bien que he podido. A pesar de esto, he sido llevado y traído, perseguido y calumniado,ridiculizado, escarnecido, maldito y proscrito. Ya, desde hace muchos años, con mis cabellos blancos, siento que muchas personas creen tener sobre mí el derecho de despreciarme; para la pobre turba ignorante, mi cara es la de un condenado, y acepto, sin por ello odiar a nadie, el aislamiento del odio. Ahora tengo ochenta años; voy a morir. ¿Qué venís a pedirme?
-Vuestra bendición -dijo el obispo.
Indómito y hermoso como los caballos, Hugo me blande como estandarte de su vértigo, su rabia, su profecía y de una mentira sobre el corazón del hombre en la que, sin embargo, creo.
viernes, 24 de octubre de 2008
¿Qué tiempo es éste
El hundimiento
miércoles, 15 de octubre de 2008
Dos líneas oblicuas hacia la misma cima
Lloras a Char bajo mi limonero. Tus lágrimas son un ofrecimiento; mi silencio, una gratitud.
En mi país, no se interroga a un hombre conmovido.
Hacia horizontes perpendiculares, nos perseguimos a través de lo que lees. Al cabo de la página, en nuestra encrucijada, nos encontramos, sonriendo.
Amor mío, poco importa que yo haya nacido, te vuelves visible en el lugar en el que yo desaparezco.
La savia enterrada en la página irriga las negras palabras cuando tu voz las desposa con la sangre que palpita en tu garganta. El pájaro que, sediento, se posa sobre la rama acude a beber de la voz que alza el vuelo desde la página.
Tus manos empuñan el libro. El árbol ofrece sus ramas. El libro empuña sus poemas. Las ramas ofrecen sus frutos. El poema empuña tu voz. Los frutos ofrecen su semilla. Tu voz empuña, roturados, tu corazón, mi corazón.
El poema es el amor realizado del deseo que permanece deseo.
La sombra del árbol, la luz de la página, el claroscuro de mi memoria trazan un círculo cuyo abrazo te acoge.
lunes, 6 de octubre de 2008
Destierro
miércoles, 1 de octubre de 2008
Adiós ha muerto
Las ideas de que es capaz la mente humana son avaramente limitadas; los sentimientos que nos agitan caben incluso en el corazón más pequeño. No es, pues, extraño que el tiempo sea un carrusel en el que giran ajadas e incesantes criaturas que ora se esfuman y ora comparecen en un ciclo tras otro, y otro tras otro, haciendo aparecer de nuevo lo que no es ni fue ni será nunca nuevo.
El avatar del carrusel nos hace hoy vivir en el imperio de lo efímero. Las relaciones se han distendido en contactos, los caprichos dilapidan la herencia minuciosa del deseo, el amor eterno dejó de ser el alimento de la lírica para convertirse en pasto del cinismo, el chiste, la ironía. Ya ni siquiera existe esa figura cándida de los comprometidos (tan poca eternidad cobijan las promesas). Pero esto no conlleva que todo lo sintamos como perecedero. Hoy nada pasa nunca totalmente, ni por tanto nada deja de pasar del todo. Las cosas se resignan a su cotidiano acabamiento en el horizonte no de un fin, sino de un continuará en donde lo que ya ha cesado queda cautelosamente abierto. Hasta la muerte y el olvido parecen tener fecha de caducidad: hoy nadie dice ni a nada se le dice adiós, sino tan sólo un tímido hasta luego.
Este terror ante lo terminal, lo radical, lo imperativo se refleja, por supuesto, en el lenguaje. Palabras como compromiso, gloria, ley, destino; y tradición, deber, raíces; verdad, mentira; bien y mal y nunca y siempre y nada y todo afrontan su silenciosa desaparición. No extraña, pues, que lo directo, la expresión tajante y sin matices, también padezca su callado acabamiento. Entre la realidad y las palabras que la designan, la línea recta es hoy el único camino que nos ha sido vedado: navegamos los meandros del circunloquio, como si la luz demasiado violenta de determinadas palabras nos dañara los ojos: ya no hay gente malvada (tan sólo complicada o disruptiva) que deba recibir castigo y escarmiento (porque es que no hay castigo, sino a lo sumo pedagógica sanción); no hay tontos (que nunca son hoy tontos, sino especiales o tal vez idiosincrásicos) que esparzan su irritante e incansable estupidez en torno; ni hay -ni mucho menos- individuos nobles, ejemplares y modélicos (la virtud y la excelencia no son modelos, sino incómodos recordatorios de lo que podemos ser pero no somos). Ya no hay siquiera gordas (hoy son llamadas rellenitas) a las que uno anhele achuchar -no sin lujuria- sus lorzas cimbreantes o de las que tema -no sin sensatez- su precipitación grasienta y sicalíptica sobre nuestro escuálido esqueleto.
Es un desinflamiento semántico (que no dietético; otro fantasma recorre hoy Europa: los obesos) en el que se disuelven y confunden las ideas y los sueños de que estamos hechos. No se tolera ya lo desigual, lo distintivo, lo señero; no hay ya cenit ni hay nadir: todo se abisma en una sorda igualación de mediodía sin orillas. Cada concepto encuentra su fatiga antes que el pensamiento alcance a recorrerlo hasta su extremo. Porque es bien cierto que hoy no hay nada, ni nadie hay que sea malo o bueno; ni Pepe es ya mejor que Juan, ni es la Angustias peor que la Consuelo; tampoco hay especimen que sea macho o hembra. Todo se quiere medianito, ni fu ni fa y, en la alcoba, epiceno.
Así lo dicta el avatar de nuestro tiempo. Ya gira el carrusel y aquello que estaba aquí tan familiar, tan firme, tan a la mano, tan imperecedero -la eternidad, el alma, el ardor que no se apaga, la continuidad de los anhelos- desapareció sin remisión hasta que en otro giro vuelva (aunque ese giro acaso ya no lo veremos). Y sin embargo, aún quedan remanentes de naufragio: escucha a veces uno un jamás inapelable, un sí que resplandece, un para siempre que circula inexorable desde unos labios susurrantes hasta un oído atento: esas palabras que -como aquel miembro que quedó marchito y que sentimos que aún escuece aunque nos fue amputado ya- se arrastran en la noche cual fantasmas por el hogar de una generación que ya no cree en ellos. Porque ¿qué fue lo que decía amar aquél y cómo le correspondieron? ¿Dejaste alguna huella o fue tu paso sólo pasajero? ¿Qué fue lo que nos hizo arder y consumirnos? ¿Ha sido todo aquello realidad o sueño? ¿Qué diferencia hay? ¿Importa acaso? Pasemos página... ¿Qué hay de nuevo (aunque no es nunca nada nuevo)?
"Así vivimos, siempre despidiéndonos", escribió Rilke. Pero eso fue en un tiempo en el que aún era posible decirle a algo adiós y no en el nuestro, en el que no podemos despedirnos ya del todo, ni hay ya siempre, ni aun podríamos convencernos de que eso que una vez llamamos vida ha sido algo más que aquel lejano redoble de campanas que no sabemos si inventamos o si es que aconteció de cierto. La vida aconteció sin duda; pero eso fue en otro azar del carrusel del tiempo.
martes, 30 de septiembre de 2008
Trigales
miércoles, 24 de septiembre de 2008
martes, 23 de septiembre de 2008
Tractatus
domingo, 21 de septiembre de 2008
"¡El otoño ya!" (A. Rimbaud)
sábado, 20 de septiembre de 2008
Un rumor secreto
La supervivencia y la extinción de cada cosa exige una concatenación de azares cuyo rigor ignoramos y cuya fortuna no merecemos ni desmerecemos. El aleteo de una mariposa en Pekín despierta el huracán en Coral Gables. La temeridad de un anciano rescata de la tumba de una cueva las palabras que son la Palabra. Una confidencia susurrada en una alcoba perdida en un siglo remoto precipita tu muerte, en esta esquina íntima.
Nadie sabe qué se pierde en un paso equivocado, una mano que se cierra sobre treinta denarios, un perdón que no acontece, el adelgazamiento de una caricia que calmaba los rigores de la carne. Nadie sabe qué depende de un abrazo sostenido, de la herrumbre de una espada, el retorno de un vencejo, esta flor en la ventana, el valor de veintiún gramos, tu lectura de esta página.
miércoles, 17 de septiembre de 2008
Mercado
martes, 16 de septiembre de 2008
Consejos a un escritor novel (que no Nobel)
Ahora que los treinta años se acercan, amenazantes, he decidido conjurar mi más que probable crisis cultivando tendencias filantrópicas. Mi contribución a la felicidad humana no será, empero, de índole crematística -soy profesor y no me sobran los cuartos-, sino una paritaria redistribución de mi sabiduría.
Dispuesto a evitar que la hipertrofia de la publicación vuelva redundante la aparición de cualquier libro, dejaré aquí a los escritores noveles unos sensatos y contrastados consejos para que su futura novela (o colección de cuentos, que es como suelen estrenarse los novatos) sea todo un éxito:
1) Título (porque una novela, pasado el sarpullido del experimentalismo y la psicodelia setentera, debe tener un título). Amigos, olvidaos de títulos poéticos o rebuscados. Lo primero (Yo he de amar una piedra, Tu rostro mañana) sólo pueden permitírselo escritores de calidad certificada por organismos oficiales o monarcas de reinos imaginarios; lo segundo (Matando dinosaurios con tirachinas), se lo permitió Pedro Maestre, con el éxito esperable (si te has preguntado "¿Quién diablos es Pedro Maestre?", no haces sino confirmar mi hipótesis [1]).
Lo que hoy triunfa es el sintagma clásico: artículo, sustantivo y complemento preposicional. Eso sí, hay que procurar rellenar este juicioso patrón sintáctico con cierta extravagancia u onirismo: La oreja de Van Gogh, El sueño de Morfeo, La pistola de mi hermano..., o -en su versión cultureta- El río de Heráclito (ya veis que predico con el ejemplo).
[1] Justo es reconocer que mezclar un gerundio, un tirachinas y un dinosaurio en el título de una novela es una de las propuestas más audaces y arriesgadas de la historia de la literatura.
2) Contraportada. Aquí los tiros van por el mismo lado: debéis respetarme el patrón sintáctico y retórico. Supongamos una novela amorosa (esto es, sexual); ejemplo de contraportada al canto: "Dos destinos tejidos por el azar, dos náufragos cuya deriva los arrastra a encontrarse en su desencuentro, una última apuesta para burlar el hastío, una pasión que asfixia aquello que ama, una... etc." ¿Lo pilláis? Antítesis a gogó ("destino-azar", "encuentro-desencuentro", "matrimonio-sexo"...) y enumeraciones a espuertas (ojo con que no se os vaya la mano, que el texto tiene que caber en la contraportada). Como veis, la sintaxis lo es todo; el contenido ha de circunscribirse, eso sí, a un campo semántico new age o de místico tronío...
Tras la sinopsis, conviene rematar las reticencias del comprador con un contundente gancho comercial. Nuestro libro debe ser una propuesta arriesgada (porque si el autor no se arriesga: ¿con qué justificación hurtará el lector 20 euros al pago de su hipoteca? [2]). El golpe de gracia ha de ser un breve eslogan que pondere, comparativamente, las virtudes del autor: esto es -descartados negros literarios- vosotros. A modo de ejemplo: "El rompedor debut narrativo de una de las jóvenes novelistas más prometedoras de la cordillera Penibética" o "La opera prima del cuentista más talentoso del último lustro" (ojo: esta última propuesta puede alentar las más vitriólicas réplicas de exnovias malquistadas).
[2] Obsérvese que ya no hay artista contemporáneo -torero, actor, especulador inmobiliario, cocinero- que pueda sustraerse del discurso del riesgo: "Lo arriesgué todo en aquella corrida", dicen. "En aquel papel", dicen. "En aquella concejalía", dicen. "En aquella empanadilla", dicen. Y así sucesivamente. La retórica de la audacia es un irresistible entretenimiento para gentes sencillas como los niños, los televidentes y las folclóricas.
3. Foto. ¿Bigote y barba? A ver, yo no lo recomiendo; mayo del 69 [sic] está siendo recusado hasta por Sarkozy (en el caso de que seas mujer, esta opción es vertiginosamente desaconsejable). La perilla es otra cosa: nos convierte en individuos sofisticados e implacables, cualidades en modo alguno desdeñables en el mundillo literario (en el mundillo, a secas). Se recomienda la barbita de chivo si publicáis en editoriales alternativas. El bigote sólo es (irónicamente) admisible en el caso de que nuestros protagonistas sean guardias civiles (sobre la conveniencia de que comparezca el tricornio no nos pronunciaremos). La mirada ha de ser lánguida y perdida (hombres), o bien coqueta y acaparadora (mujeres). Procura parecer guapo y evita a toda costa ser gordo. El sobrepeso convertirá vuestro libro, inapelablemente, en una simpática novela de gordito. Hacedme caso; importa poco que en ella impugnéis el universo y sus primaveras; si la foto os muestra mórbidamente rollizos, vuestras páginas sólo serán leídas en el contexto de una simpática novela de gordito. En el embarazoso [3] caso de que seais incapaces de moderar la ingestión diaria de bollería industrial y cerveza, extrapolad vuestra gula al título del libro (como hizo, con magro éxito, el gordo Pablo Tusset en Lo mejor que le puede pasar a un cruasán) o incluso a vuestro propio nombre (como ha hecho, con éxito más que cuestionable, el gordo Joan Barril).
[3] Doble sentido.
4. Ambientacion. Es imprescindible que la acción no se desarrolle en España. Cierto es que los últimos éxitos deportivos han redimido parcialmente la catetez congénita del ADN hispánico; pero las cosas de palacio van despacio. Con el pan de los hijos no se juega. No obstante, si os embarga el furor ibérico, podéis ambientar la novela -bajo vuestra cuenta y riesgo- en Barcelona (está por determinar que pertenezca todavía a España) o Ibiza (cuya manifiesta inverosimilitud como lugar real y humanamente habitable la exime de connotaciones cañíes). Queda terminantemente desaconsejado ambientar vuestra obra en la España profunda, salvo que deseéis postularos como legatarios de Cela o Miguel Delibes (un comercial y telúrico suicidio). Pero conviene que escarmentéis con ejemplos. Imaginad el comienzo de una novela, tal que así: "Paseaba yo bajo el eléctrico atardecer de Manhattan..." o bien "Al fin había llegado a Tokio...". Permutad Tokio y Manhattan por Cuenca y Albacete y vuestra odisea cosmopolita se trocará en francachela digna de un electricista andariego y ocioso o de un Paco Martínez Soria redivivo.
5. Personajes. Ante todo, olvidaos de negros, inmigrantes o gitanos. Eso precipitaría vuestra obra en el abismo iconográfico de la novela social (una ruina). No es en absoluto inconveniente que la protagonista sea una jovencita de moral equívoca (lo que viene siendo ligerita de cascos); las infinitas variantes de la prostitución han cotizado siempre al alza. Eso sí: puta, pero letrada. La pava debe tener conocimiento (no carnal) de Nietzsche (¡incluso declararse nihilista!) y soñar con retirarse como empresaria o broker (no cabe duda de que lo conseguirá). Si pertenecéis a autonomías "históricas", amigos, tenéis una bicoca: vuestros personajes pueden (deben) ser -pongamos- andaluces o -pongamos- "ejercer" de vascos (la subvención o premio de vuestra consejería están garantizados). Pero, en el caso de que -ambiciosos o infortunadamente ahistóricos- persigáis un éxito literario no subvencionado, vuestros personajes habrán de ser arrogantemente sexuados, económicamente solventes y blancos (como mucho, mulatos o asiáticos con clase, tipo Obama o el Fary).
6. Estilo y argumento (last and least). Los diálogos serán dinámicos (esto es, breves); las descripciones (si es que os empeñáis en incluirlas), funcionales y/o líricas (esto es, breves); las reflexiones introspectivas y las digresiones, también breves. En suma: vuestra obra debe ser, ante todo, breve; entre las impacientes manos de hoy, el grosor de vuestros volúmenes sería tan operativo como la angostura bajo vuestros calzoncillos. Sólo las escenas sexuales pueden (deben) alargarse. Conviene incluir algún que otro taco, algún que otro anglicismo y algún que otro dato científico sensacionalistamente tergiversado (estos tres últimos extremos pueden mezclarse). Trufaremos aquí y acá nuestra narración con frases sentenciosas: aparentemente profundas y crípticas, mas sustancialmente redundantes ("La memoria es un músico que toca de oído". Traducción: "La memoria es un músico que toca de memoria". Y así sucesivamente.). Picotearemos citas de allá y acullá (llegado el caso de que seáis reconvenidos por ello, lo llamaréis "intertextualidad"; os daréis cierto tonillo de posmodernos y no os perseguirá la SGAE).
Y, ante todo -y esto es imprescindible-, vuestra novela debe transmitir la inequívoca sensación de que sois tediosamente infelices (lo típico: vacío, desorientación, ennui a tope; ¡pero on the rocks!). La obra debe dramatizar vuestra disconformidad y conflicto con la sociedad, con occidente, con el universo, con vuestra suegra. Imaginad que pilláis por banda al lector y le confesáis: "Oiga, mi salud es estupenda, follo mucho y mamá me lava la ropa los fines de semana y me prepara tupperweres". El lector, justificadamente escandalizado y envidioso, no querrá sino replicaros: "Entonces, mamón, ¿para qué coño escribes?"
Lo dejaré, de momento, aquí. Estos consejos son -creedme- el camino más corto hacia el éxito literario (y de los más placenteros para gozar de una jubilación decente).
Y, sin embargo, ¡oh sin embargo!, si todavía tenéis la ingenuidad, el tesón, la desvergüenza, el coraje para sortear en vuestras líneas los cantos de sirena de los pragmáticos y las trampas del cinismo, si aún creéis que una secuencia afortunada de palabras es un azar que merece los trabajos y los días de una vida humana, sumergíos -con la sola guía de vuestra esperanza y vuestra desesperación- en las verdades del corazón y la incandescencia del verbo. Por ese camino, amigos, no puedo ya guiaros.
Sea como fuere, manos a la obra. Os deseo suerte.
lunes, 15 de septiembre de 2008
Bondad
lunes, 8 de septiembre de 2008
Seda y látigo
jueves, 4 de septiembre de 2008
Es dulce mi mirada y de ceniza
Azogue azotado
lunes, 1 de septiembre de 2008
Trípode
domingo, 31 de agosto de 2008
El exilio y el reino
Si Sianes es la respuesta, ¿cuál es tu pregunta?
Alianza de civilizaciones (cuentos chinos)


sábado, 30 de agosto de 2008
Aria da capo
jueves, 28 de agosto de 2008
Traducción simultánea
Se dice él: No digas te quiero o lo sentirás.
martes, 26 de agosto de 2008
martes, 19 de agosto de 2008
En la tormenta
Trueno de ti
Augurios
viernes, 15 de agosto de 2008
El río de Heráclito
Cortejo
Humo
Praga
jueves, 14 de agosto de 2008
Cumpleaños
No es que uno tenga edad para ser padre, es que ya ni tiene edad para ser un padre joven.*
* [29 años, 365.817.600 latidos acompasados al ritmo de palabras, melodías y caricias, desgarramientos; media vida recorrida, todo un universo prodigado... y esta paternal lucubración es la idea alarmante que se impone.]
domingo, 27 de julio de 2008
El gesto que no arde no lo acoge el viento
jueves, 24 de julio de 2008
Work in progress (2)
La lectura es un ámbito propicio a la experiencia, un viaje vertical hacia las vetas más preciosas de la vida. Exige disciplina, atención, energía, temple y respeto al yo ajeno, valor para cuestionar nuestros clichés mentales, esa arrogante pereza de la comprensión. En la lectura, el yo se confronta con espíritus afines, más abarcadores y articulados que el propio. En ese trato sostenido, en el que la grandeza ajena nos conmina a ser humildes y a anhelar la emulación de la excelencia, el lector no sólo escucha otra voz, no sólo mira el mundo con el ojo ajeno, avizora su propio espíritu al pie de la letra; en la lectura se encuentra de improviso con las potencialidades escondidas en su yo, que gracias a la voz del escritor se han hecho acto, vida. Sólo a través de la mirada ajena conseguimos vislumbrarnos. La contemplación es una dádiva que nos ofrece nuestra propia entrega.
Por ello, el lector no busca el aislamiento sublime ni la sublimidad del aislamiento. Animal de trascendencias, persigue, sí, el engrandecimiento y la nobleza de su espíritu. Pero, como todo ser humano, busca, tras el enriquecimiento de su lectura, ofrecerse y compartirse. La soledad es un espejismo; nadie que haya sido socializado podrá sentirse ni quererse ya humanamente solo. Los seres que utilizan el lenguaje sólo pueden padecer las soledades multitudinarias (su mente está habitada inderogablemente por los otros). Las febriles muchedumbres precisan el contacto, pero el temple de sus relaciones es la tibieza. El lector anhela el calor del vínculo; y, sin embargo, el mundo en el que habita es de una indiferencia, de una hostilidad atroz ante su ansia de engrandecimiento y comunión. Con la lectura, pues, no busca aislarse -no alcanzaría la soledad aunque la persiguiera-: la soledad no es tanto su refugio como su estrategia. Busca la socialización por otros medios.
Dice Heath:
Hay el [lector] socialmente aislado, el niño que desde una temprana edad se siente muy diferente de todos los que le rodean. (...) Lo que ocurre es que trasladas a un mundo imaginario ese sentimiento de ser diferente. Pero es un mundo que no puedes compartir con los demás, precisamente porque es imaginario. Y así, el diálogo importante que mantienes en tu vida es con los autores de los libros que lees. Aunque no están presentes, se convierten en tu comunidad.Y apostilla Franzen:
La lectura (...) es un hábito que nutre una sensación de aislamiento y a la vez la agrava. El simple hecho de sufrir "aislamiento social" de niño no te condena, sin embargo, a tener halitosis o a ser un inepto para la vida social de adulto. De hecho, puede volverte hipersocial. Sólo que en un momento dado empezarás a sentir una necesidad acuciante y contrita de estar solo para leer algo; de volver a conectar con esa comunidad. (...) Si leer era el medio de comunicación dentro de la comunidad de la infancia, tiene sentido que cuando los escritores crezcan sigan sintiendo que escribir es vital para su sentido de la conexión. Lo que se ve como la naturaleza antisocial de los escritores (...) proviene en gran medida del aislamiento social que es necesario para habitar en un mundo imaginario. (...) "Eres un individuo socialmente aislado que desesperadamente quieres comunicarte con un mundo imaginario nutritivo".
Acostumbrado a encontrar tan sólo en la lectura la profunda comunidad que no encuentra en el trato con sus semejantes, el lector –espíritu complejo– se entrega, poseído, a la disciplina de sus silenciosos maestros; este hábito adensa de tal forma sus recursos interiores que, a su vuelta a lo mundano, el hiato entre su espíritu y el de sus semejantes resulta cada vez más insalvable. En la desalentadora superficialidad de nuestro tiempo, el hombre de espíritu sobrevive como un exiliado que no halla puentes para sortear el abismo que lo separa de los otros. Su acidia no es sino la tristeza por el conocimiento estéril, aquél al que le está vedado germinar en suelo ajeno y compartirse. En otro tiempo, podíamos conjugar los verbos y las esperanzas del mañana (A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva de futuro); en nuestra época, debo repetirlo, somos huérfanos de toda trascendencia. Sólo poseemos el ahora y los seres con quienes lo compartimos. Cada desencuentro con los otros devuelve al solitario, desterrado, entre sus libros; a cada retorno al mundo, lo encuentran y se encuentra más ajeno.
Leer es una crítica de la vida y de los otros: es enjuiciar. Proclama insuficientes la comprensión y las prioridades que gobiernan la vida ordinaria. Ante el fulgor de un dístico de Hölderlin, ¿no suena a periódico de ayer nuestra conversación con el amigo?; ¿qué son las cacareantes confesiones eróticas de las muchachas ante el sublime amor de Antígona? Las solicitaciones de la realidad mundana son, para el hombre poseído por la fiebre trascendente de las artes, ruido y furia, interpelaciones cenicientas y apagadas.
Frecuentemente se sostiene que leer no es vivir: la literatura es, según el (platónico) lugar común, un resignado y pálido reflejo de la verdadera vida. Wilde, un virtuoso del estereotipo invertido [2], hubiera replicado que es la vida la que imita al arte: vivir sin leer no es vivir. Gracias al arte habitamos en verdad el mundo; sólo aquello que experimentamos estéticamente –un lienzo, un diálogo, una melodía, un verso, un paisaje, un amor- es inteligible y verdadera vida; en la ordinaria, nos limitamos a sobrevivir (Poéticamente habitan los hombres la tierra, certera fórmula). En justicia, vida y arte no se excluyen: se retroalimentan. Las estéticas son las experiencias más poderosas que conoce el hombre (sólo el dolor se permite erigir monumentos más grandiosos al amparo de nuestra memoria). Pero el arte necesita la materia prima de la vida ordinaria. Sin ella, está condenado al bizantismo, la retórica de un cadáver que se quiere vivo. Quien –por temor, por desilusión, por amargura– se retira inapelablemente del ágora para confinarse en sus aposentos, se sustrae del corazón salvaje de la vida. El gallo oscuro ya no canta celebrando el alba; oficia ante sí su propio ocaso.
(Sigue... sólo Dios sabe cuándo.)
[2] Sea entendido sin el estereotipado equívoco.
Work in progress (1)
Cada época encuentra razones justificadas para anunciar el fin del mundo. Cada ser humano sabe –como Borges– que a diario se le ofrece el paraíso. Cambian sólo los senderos que elegimos para hallarlo; pero, sean cuales sean los que tomemos, caminamos siempre en busca de experiencias que apacigüen nuestra fiebre por el otro. El hombre tiene hambre de otredad; Saul Bellow sabía que el reto que plantea la libertad moderna, o la combinación de aislamiento y libertad a la que uno está sujeto, es completarse. Nada nuevo bajo el sol. Pero no todos los caminos nos acercan al lugar de esa experiencia. Acaso lo buscamos hoy por un sendero fatalmente errado.
El ser humano es un animal comunitario; pero nuestra época ha convertido esa necesidad en condena inapelable. Hoy la comunidad es una cárcel que no precisa de barrotes y de la que no hay escapatoria: sus dominios ya coinciden con el mundo. Nuestro tiempo será recordado como aquella época en que fueron sistemáticamente demolidas nuestras fronteras exteriores e interiores. El vacío que dejó la amparadora vigilancia de los dioses ha sido cubierto por la localización total que procuran los medios de comunicación y su invasión totalitaria de nuestra intimidad. La técnica se postula como erradicadora de soledades. Y, sin embargo, la sensación de aislamiento en medio de las multitudes se mantiene. La vida se ha convertido en ese ámbito en el que es imposible estar solo y endémico sentirse solo.
La globalización externa es un reflejo especular de nuestro desalojo interno. Hoy (casi) todo es mundano y público; el adentro es el proscenio del afuera. Los surrealistas soñaban con ciudades constituidas por hogares de cristal. Un sueño de liberación al que hemos sucumbido hasta la servidumbre. La pornografía del amarillismo y del sexo vocea nuestras fatigadas y unánimes intimidades a través de las redes de la comunicación y los medios de formación de masas. Época paradójica la nuestra, donde la reticencia -el pánico- al vínculo particular se traiciona por la entrega incondicional a las "conexiones" colectivas. El grito de Rimbaud resuena más que nunca: "¡Nada es vanidad; a la ciencia, y adelante", grita el Eclesiastés moderno, es decir, Todo el mundo. Es en ese magma de lo colectivo donde nos precipitamos. No hay, empero, sacrificio sin promesa de redención.
La realidad ha sido siempre un alimento insuficiente para la voracidad de los deseos. El deseo, la única tiranía ante la que la libertad se rinde, es un Moloch indestructible que sólo puede y quiere ser apaciguado. Es esa insatisfacción final el terreno donde germinaron el amor, la religión, la gloria, la filosofía, el arte. Antiguos y arrumbados ídolos de un mundo que aún creía en las esencias. Hoy sólo lo cuantitativo nos convoca. Niveladas la excelencia y la vulgaridad, superados el bien y el mal, asesinado Dios, deconstruidos el amor, la religión, el yo, la propia muerte; disuelto, en suma, todo lo cualitativo, el dinero –calderilla de la existencia- ha sobrevivido como el único valor, la última frontera en pie entre un orden en el que aún hay algo que distingue y jerarquiza y el nihilismo de la indiferencia. Sepultada toda trascendencia, el hombre es un desengañado cortejador de sucedáneos inmanentes.
El orden trascendente es un camino cualitativo y vertical; el orden inmanente se despliega en la horizontalidad y en cantidades. Al primero se accede adensando y distinguiendo nuestro yo; al segundo, disolviéndolo. Los media, moderno oráculo de Delfos, nos apremian con su lema Disuélvete a ti mismo (hoy se considera indeseable –o imposible- conocerse). Por miedo a sus abismos, nunca estamos en casa; el hombre del ahora ofrece, sin embargo, un consuelo al lamento de Montaigne: nuestro hogar lo hallamos siempre en un afuera. Para ello precisamos conexiones incesantes y livianas con los otros (el vínculo firme acaba fatalmente abalanzándonos sobre nosotros mismos). Sólo en este contexto se puede vislumbrar la senda que hemos escogido para completarnos. El mercado y sus metáforas son hoy el único acceso general a esa experiencia [1]. Muchedumbres de sujetos y objetos (esencialmente indistinguibles, funcionalmente intercambiables) colman el vacío. Un exégeta de McLuhan lo proclama:
El medio eléctrico ha roto las barreras comunicacionales de tiempo y espacio. Lo que antes se llamaba público (entes aislados, con puntos de vista diferentes), el medio eléctrico lo constituyó como masa (entes relacionados entre sí, obligados al compromiso y a la participación). Ahora, por más que algunos quieran conservar el pensamiento lineal y no participativo, no existen individuos aislados: todos vivimos en una aldea global.
Hoy, nuestro lema es el consejo de McLuhan: Lo que sucede es que debemos vivir con los vivos. Conectados permanentemente con los otros; demandando atención y respondiendo a las demandas de atención inmediata; entregándonos a ese simulacro de comunicación que las tecnologías nos procuran.
El solitario es, pues, un minucioso hedonista de sí mismo, hereje que abomina de la unanimidad febril. Aprender a estar solo es un arte y una rebeldía para el que uno sólo cuenta con el mecenazgo de sí mismo -hoy más que nunca, importa soberanamente que nos atrevamos a ejercerlos-. Y es un arte en el que sólo podemos ser iniciados por maestros ausentes. Sus lecciones son sus libros. Quevedo, incurriendo en un anacronismo que ha sido descubierto a la larga, contesta a McLuhan desde el pozo del pasado:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Lo dice Jonathan Franzen, citando a Bikerts: los libros son los catalizadores de la realización personal y un santuario. “La interioridad, el componente más reflexivo del yo”, exige un “espacio” donde una persona pueda meditar sobre el sentido de las cosas. Acaso, la cuestión de nuestro tiempo sea, en palabras Franzen: el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae. El verdadero lector y el verdadero escritor deben aprender, por encima de todo, a estar solos.
Heath descubrió una "amplia unanimidad" entre lectores serios al respecto de que la literatura "me hace ser mejor persona". Se apresuró a asegurarme que, en vez de resolverles cosas, a modo de una autoayuda, "leer literatura incide en las circunstancias arraigadas de la vida de esas personas de tal modo que tienen que afrontarlas. Y al hacerlo llegan a verse como más profundas y más capaces de sobrellevar su incapacidad de vivir una vida totalmente previsible". (...) De un modo casi unánime, los entrevistados por Heath describieron las obras de ficción sustanciosas como, según ella, "los únicos sitios donde había alguna esperanza cívica y pública de abordar las dimensiones éticas, filosóficas y sociopolíticas de la vida que en otros foros se tratan de una forma muy simplista (...) Y las obra de ficción sólidas son las que se niegan a dar respuestas fáciles al conflicto, a pintar las cosas en blanco y negro, de malos contra buenos. Son todo lo que no es la Psicología popular".
El lector es (una definición plausible para el hábito de cualquier arte) un perseguidor de experiencias. Llamo experiencia a ese momento privilegiado, rompeolas de la existencia, donde la vida acontece mostrándose en su luminosa evidencia, en su verdad. A su luz, asistimos a la radical apertura del mundo y del yo (y el yo siempre es un otro). Alessandro Baricco ha atrapado ese momento, bellamente:
La experiencia es un paso fuerte de la vida cotidiana: un lugar donde la percepción de lo real cuaja en piedra miliar, en recuerdo y en relato. Es el momento en el que el ser humano toma posesión de su reino. Por un momento es dueño y no siervo. Adquirir experiencia significa salvarse. No está dicho que siempre vaya a ser posible.
(Sigue...)
[1] Si es que la experiencia, tal como la ha entendido nuestra civilización, sigue existiendo. La cancerosa proliferación de fotografías testimoniales parece refutarlo. La fotografía es hoy el último testimonio, el único testigo de que aquello que no pudo resguardar nuestra experiencia tuvo sin embargo una existencia.
Respuesta (sin misterios) a una amiga
La costilla de Adán (14). Misterio
* [Semejantes a éstos, émulas de aquéllos, dispares o parejas de los unos y los otros, a cada quien le corresponde elucidar -por la cuenta y riesgo de su experiencia- el cifrado hermanamiento de su sangre]
miércoles, 23 de julio de 2008
Pasamos por la vida una sola vez
Un demorado encuentro. Génesis, 2: 20
Mi nombre susurrado entre tus labios aventura el testamento de mi días.
Condiciones (variación)
martes, 22 de julio de 2008
Gramática
[Hay eco de pisadas en la memoria allá por el pasadizo que no tomamos hacia la puerta que nunca abrimos a la rosaleda. Mis palabras tienen eco así, en vuestra mente. (...) Así vivimos, siempre despidiéndonos (...) Todo algo es un eco de nada.]
Glosa a una sentencia de Anaximandro
Todo amor triunfante se precipita inexorablemente a su derrota.
lunes, 21 de julio de 2008
domingo, 20 de julio de 2008
Ardor
sábado, 19 de julio de 2008
viernes, 18 de julio de 2008
Experiencia (copla)
jueves, 17 de julio de 2008
Memento
Sacramento
Esbozo
Condiciones
jueves, 10 de julio de 2008
lunes, 30 de junio de 2008
Contra la nostalgia (carta a mi hermano)

Me conmovió leer el texto que dedicaste a la muerte de la abuela Conchita y el tío (titi) Manuel. Como tú mismo escribes, con ellos ha desaparecido por completo la generación que precede a la de nuestros padres. Todos mis abuelos paternos y maternos, así como sus hermanos, ya murieron. Es como si se hubieran terminado de podar las ramas más altas de nuestro torcido árbol genealógico. Pero, junto con la emoción, sentí también una desazón que, en un primer momento, fui incapaz de precisar. Es lo que querría hacer ahora. Los hermanos son a veces el espejo que refleja más fielmente nuestro rostro; nos obligan a ver -sin el autoengaño y la esquivez con los que nos miramos siempre- lo que no queremos ser, lo que desearíamos ser y lo que, fatalmente, somos. Me gustaría ser capaz de comprender (de comprenderte y comprenderme) a partir de tu texto. Porque es un malestar que exige -así lo siento- ser comprendido.
Tu artículo me transmite, como casi todo lo que escribes, una profunda impresión de melancolía y de nostalgia. La nostalgia es una emoción, una actitud ética y una postura estética. La primera no depende de la voluntad: cae sobre nosotros. La segunda y la tercera son elecciones; y no siempre es fácil distinguirlas (decía Cervantes que toda estética nace de una ética; a lo que añadiré que las metáforas del sentimiento son, al tiempo, las máscaras y los espejos más elocuentes del engañoso o engañado corazón). Pero no quiero hablar hoy de la estética de la nostalgia: sirve tan diligentemente a la literatura que casi nos invita a que abusemos de ella (no podría lanzar yo mismo la primera piedra). Quiero hablarte del sentimiento nostálgico y de la respuesta ética con que lo afrontamos. No pretendo juzgar tus emociones -nadie más necio y más desorientado que un juez del corazón ajeno-, sino poner en claro y dar espacio a mi propio malestar.
El nostálgico avanza hacia el futuro traspasando cada instante (aquí mi ojo, aquí mi lanza, aquí mi miedo) con mirada fotográfica. Y salí por la puerta absolutamente convencido de que esa sería la última vez que la vería en mi vida. Guardé esa imagen en lo más hondo de mi corazón, como un fotograma que queda prendido de mi retina, y que siempre me acompaña, escribes, hermano. Y ésa es la mirada que arroja el nostálgico sobre los vivos (y aun más sobre los muertos), condenándonos así -según el hábito del tiempo, que amarillea las fotografías hasta entregarlas al polvo- al album sepia en el que también nosotros amarilleamos, a ese lugar de la memoria del que nadie vuelve sin herida -la nostalgia es el dolor por el regreso-. El nostálgico se erige en tumba o mausoleo del pasado, como si él mismo hubiera muerto con aquellos a los que traspasó con la mirada que vuelve sin cesar a lo perdido (uno de sus ojos lanza, el otro miedo).
Te hablé aquel día de Pavese, quien decía algo no del todo parecido a esto: no lloramos tanto por la muerte de un ser querido, como porque esa muerte le revela a uno su desnudez, su miseria, su inermidad, su nada. También C.S. Lewis decía, ante la muerte de su esposa: Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Y así sucede con nuestra nostalgia, la máscara del temor y la impotencia (y no pocas veces del arrepentimiento), la conciencia dolorida de que nuestro amor no pudo detener en el pasado los adioses de quienes amábamos y que por ello sabe que el deseo es incapaz también de retener en el presente lo que amamos, así sea la propia vida. Por eso la nostalgia precipita lo que aún discurre hoy en el pasado; ese pasado que posee la cualidad más consoladora: no puede convertirse en el lugar de una nueva pérdida. En él hemos guardado aquello que no puede ya perderse, aunque sea tan sólo porque ya lo hemos perdido. Ese ayer es el reverso de un presente que el nostálgico jamás habita, pues teme edificar una vida que pueda derrumbarse entre sus manos.
Hice saber a mi madre, entre bromas, más para no preocuparme que para no preocuparla, "mamá, ahora ya sabéis que vosotros sois los próximos", bromeé con ella. Pero lo que me sorprendió fue su respuesta, "sí hijo, así es, los próximos somos nosotros". No sé si lo dijo con tristeza, con resignación, o con consuelo. Lo que me sorprendió fue su naturalidad, lo que me sorprendió fue constatar que ella, aunque sólo fuera inconscientemente, también lo había pensado. No sé, imagino que mis padres deberán sentirse de alguna manera un poco más desolados. Perder el referente generacional, aunque de forma inconsciente, tiene que suponer una carga de responsabilidad nueva. Espero sólo que sepan llevarla hasta el final de sus días con la misma dignidad con que la llevaron aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados.
Así concluyes tu homenaje, hermano. Y yo siento que no quiero mirar a nuestros padres -o a cualquiera- como si fueran la vanguardia que se apuesta ante la sombra. No porque esa forma de mirarlos me entristezca, ni siquiera porque me resulte cómoda o la entienda como cobardía, sino porque es inadecuado que cargue nadie con una responsabilidad que a nadie corresponde ni podría asumir, aunque quisiera. Tenerlos como llamas que resisten en la noche o como pioneros que anticipan nuestros pasos nos conduce a ignorar que son seres tan frágiles y provisorios como nosotros y a convertirlos en símbolo o en parapeto contra nuestro miedo; y no a mirarlos frente a frente, que es la forma en que merece ser mirado todo hombre (los ojos francos que no son ya lanzas y que no se tienen miedo).
Pero es ese final, en el que te despides de "aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados" -unas últimas palabras que me saben a epitafio-, lo que radicalmente me conmueve y me subleva. Me conmueve porque me entristece la constatación de tu pérdida, que es también la mía. Me subleva porque etiquetarlos como antepasados es un gesto que no acepta mi temperamento. Me imagino diciendo esas palabras -o sintiéndolas- y es como si con ellas sepultara en un pasado ajeno al aire de mi vida a aquellos que he querido. Los vivos y los muertos están siempre presentes cuando avanzan codo a codo con nosotros y no a nuestras espaldas. El pasado es la morada que el nostálgico comparte con los muertos y yo deseo sólo que los míos tengan siempre casa en el presente.
La nostalgia es lo contrario del amor, hermano. El amor exige vida, tiene hambre de presente, prevalece. La nostalgia corteja lo perdido, teme el hoy, resguarda y se resguarda. El temor al carácter ingobernable del presente da horizonte a lo perdido y nos cobija en lejanías; pero es un consuelo que pagamos siempre al precio de la vida. Estamos todos en primera línea ante la muerte y, con la conciencia de arrostar en compañía ese peligro, nos sostenemos firmes entre todos. No frente a esa muerte que no es nada o sólo el cese de lo que hemos sido, sino ante la verdadera muerte, que sucede siempre en vida y que no es sino la suma del dolor y los adioses que nos acobardan. Desnudos y desprotegidos ante nuestro miedo, es el deseo de sentirnos vivos, pese al riesgo, y de sentir vivos también a los que aguantan firmes y a los que cayeron, la mano que sostiene en alto nuestro escudo y nos ampara y nos protege a todos, a los vivos y a los muertos. Y, unidos codo a codo, aguardamos esa lanza que al final nos atraviese uno a uno y nos separe (pero no habrá separación al fin, porque -te lo recuerdo- también la lanza quiebra ante el alzado escudo). La muerte nunca roba nada que no podamos recobrar, cuando es más poderoso el agradecimiento y nuestro amor por lo que fue que el miedo.
Te quiere, tu hermano.
sábado, 28 de junio de 2008
viernes, 27 de junio de 2008
Minotauro
Ángeles
jueves, 26 de junio de 2008
miércoles, 25 de junio de 2008
¡Insoportables! ¡Insoportables!
Jean-François Revel. Memorias. El ladrón en la casa vacía.
domingo, 22 de junio de 2008
Eternidad
y nos cobija.
Busco la eternidad bajo tu pecho.
Sólo encuentro un festín
de senos amputados de la gracia.
En la sábana pálida
donde me abres tu vientre,
profano en tus entrañas
la guarida primera.
El choque de los órganos hinchados
ahoga las gargantas.
¿Me gimes te quiero o es un alarido?
Flujos, llanto, sudor y sangre,
nos vaciamos contra el otro
en veneros de ceniza.
Y, al fin, yacen dos cuerpos
jadeando como bestias
o como corazones
que laten bombeando
silencio, adiós, dolor y lejanía.
La noche nos arranca de su vientre.
La eternidad hiede a carne podrida al bostezar.
Algo amanece.
Decadencia
sábado, 21 de junio de 2008
Celebración
viernes, 20 de junio de 2008
Miedo
La costilla de Adán (13). Una y trina
jueves, 19 de junio de 2008
Cita
Cuatro pies,
miércoles, 18 de junio de 2008
Fuente
martes, 17 de junio de 2008
La costilla de Adán (12). Reconversión
lunes, 16 de junio de 2008
Madre de nadie
Lacre (coda)
Claro del bosque (variación)
domingo, 15 de junio de 2008
También te irás
Cicatrices
viernes, 13 de junio de 2008
Motivos
jueves, 12 de junio de 2008
Temperamento
miércoles, 11 de junio de 2008
Guerra y paz
Nomadismo
La seducción
Jano
Olímpico
Eva
martes, 10 de junio de 2008
Ruego
Excusa
(Concedámosle, al menos, ese mérito)
lunes, 9 de junio de 2008
Aliento
Oteadores
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista, debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar, muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde les conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «¿Qué se me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matadero?», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes en colaborar, y luego se negaban escuchar y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero incluso los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla, no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizás cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o de la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada, y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada, y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. «Algunas mujeres de este pueblo se han reunido a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla», decía, por ejemplo, uno de los oteadores más apreciado por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizás así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: «Yo vi a los judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones». Así parecía redimirse una parte del dolor aunque sólo fuera de un modo muy ideal.
En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.
El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.
Mientras el oteador era capaz de mantener la veracidad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas, y nadie podía demostrar el triunfo de la una sobre la otra.
Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie le necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados.
Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movido por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón, era la fuerza que soportaba al vigía, y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
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