lunes, 30 de junio de 2008
Contra la nostalgia (carta a mi hermano)
Me conmovió leer el texto que dedicaste a la muerte de la abuela Conchita y el tío (titi) Manuel. Como tú mismo escribes, con ellos ha desaparecido por completo la generación que precede a la de nuestros padres. Todos mis abuelos paternos y maternos, así como sus hermanos, ya murieron. Es como si se hubieran terminado de podar las ramas más altas de nuestro torcido árbol genealógico. Pero, junto con la emoción, sentí también una desazón que, en un primer momento, fui incapaz de precisar. Es lo que querría hacer ahora. Los hermanos son a veces el espejo que refleja más fielmente nuestro rostro; nos obligan a ver -sin el autoengaño y la esquivez con los que nos miramos siempre- lo que no queremos ser, lo que desearíamos ser y lo que, fatalmente, somos. Me gustaría ser capaz de comprender (de comprenderte y comprenderme) a partir de tu texto. Porque es un malestar que exige -así lo siento- ser comprendido.
Tu artículo me transmite, como casi todo lo que escribes, una profunda impresión de melancolía y de nostalgia. La nostalgia es una emoción, una actitud ética y una postura estética. La primera no depende de la voluntad: cae sobre nosotros. La segunda y la tercera son elecciones; y no siempre es fácil distinguirlas (decía Cervantes que toda estética nace de una ética; a lo que añadiré que las metáforas del sentimiento son, al tiempo, las máscaras y los espejos más elocuentes del engañoso o engañado corazón). Pero no quiero hablar hoy de la estética de la nostalgia: sirve tan diligentemente a la literatura que casi nos invita a que abusemos de ella (no podría lanzar yo mismo la primera piedra). Quiero hablarte del sentimiento nostálgico y de la respuesta ética con que lo afrontamos. No pretendo juzgar tus emociones -nadie más necio y más desorientado que un juez del corazón ajeno-, sino poner en claro y dar espacio a mi propio malestar.
El nostálgico avanza hacia el futuro traspasando cada instante (aquí mi ojo, aquí mi lanza, aquí mi miedo) con mirada fotográfica. Y salí por la puerta absolutamente convencido de que esa sería la última vez que la vería en mi vida. Guardé esa imagen en lo más hondo de mi corazón, como un fotograma que queda prendido de mi retina, y que siempre me acompaña, escribes, hermano. Y ésa es la mirada que arroja el nostálgico sobre los vivos (y aun más sobre los muertos), condenándonos así -según el hábito del tiempo, que amarillea las fotografías hasta entregarlas al polvo- al album sepia en el que también nosotros amarilleamos, a ese lugar de la memoria del que nadie vuelve sin herida -la nostalgia es el dolor por el regreso-. El nostálgico se erige en tumba o mausoleo del pasado, como si él mismo hubiera muerto con aquellos a los que traspasó con la mirada que vuelve sin cesar a lo perdido (uno de sus ojos lanza, el otro miedo).
Te hablé aquel día de Pavese, quien decía algo no del todo parecido a esto: no lloramos tanto por la muerte de un ser querido, como porque esa muerte le revela a uno su desnudez, su miseria, su inermidad, su nada. También C.S. Lewis decía, ante la muerte de su esposa: Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Y así sucede con nuestra nostalgia, la máscara del temor y la impotencia (y no pocas veces del arrepentimiento), la conciencia dolorida de que nuestro amor no pudo detener en el pasado los adioses de quienes amábamos y que por ello sabe que el deseo es incapaz también de retener en el presente lo que amamos, así sea la propia vida. Por eso la nostalgia precipita lo que aún discurre hoy en el pasado; ese pasado que posee la cualidad más consoladora: no puede convertirse en el lugar de una nueva pérdida. En él hemos guardado aquello que no puede ya perderse, aunque sea tan sólo porque ya lo hemos perdido. Ese ayer es el reverso de un presente que el nostálgico jamás habita, pues teme edificar una vida que pueda derrumbarse entre sus manos.
Hice saber a mi madre, entre bromas, más para no preocuparme que para no preocuparla, "mamá, ahora ya sabéis que vosotros sois los próximos", bromeé con ella. Pero lo que me sorprendió fue su respuesta, "sí hijo, así es, los próximos somos nosotros". No sé si lo dijo con tristeza, con resignación, o con consuelo. Lo que me sorprendió fue su naturalidad, lo que me sorprendió fue constatar que ella, aunque sólo fuera inconscientemente, también lo había pensado. No sé, imagino que mis padres deberán sentirse de alguna manera un poco más desolados. Perder el referente generacional, aunque de forma inconsciente, tiene que suponer una carga de responsabilidad nueva. Espero sólo que sepan llevarla hasta el final de sus días con la misma dignidad con que la llevaron aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados.
Así concluyes tu homenaje, hermano. Y yo siento que no quiero mirar a nuestros padres -o a cualquiera- como si fueran la vanguardia que se apuesta ante la sombra. No porque esa forma de mirarlos me entristezca, ni siquiera porque me resulte cómoda o la entienda como cobardía, sino porque es inadecuado que cargue nadie con una responsabilidad que a nadie corresponde ni podría asumir, aunque quisiera. Tenerlos como llamas que resisten en la noche o como pioneros que anticipan nuestros pasos nos conduce a ignorar que son seres tan frágiles y provisorios como nosotros y a convertirlos en símbolo o en parapeto contra nuestro miedo; y no a mirarlos frente a frente, que es la forma en que merece ser mirado todo hombre (los ojos francos que no son ya lanzas y que no se tienen miedo).
Pero es ese final, en el que te despides de "aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados" -unas últimas palabras que me saben a epitafio-, lo que radicalmente me conmueve y me subleva. Me conmueve porque me entristece la constatación de tu pérdida, que es también la mía. Me subleva porque etiquetarlos como antepasados es un gesto que no acepta mi temperamento. Me imagino diciendo esas palabras -o sintiéndolas- y es como si con ellas sepultara en un pasado ajeno al aire de mi vida a aquellos que he querido. Los vivos y los muertos están siempre presentes cuando avanzan codo a codo con nosotros y no a nuestras espaldas. El pasado es la morada que el nostálgico comparte con los muertos y yo deseo sólo que los míos tengan siempre casa en el presente.
La nostalgia es lo contrario del amor, hermano. El amor exige vida, tiene hambre de presente, prevalece. La nostalgia corteja lo perdido, teme el hoy, resguarda y se resguarda. El temor al carácter ingobernable del presente da horizonte a lo perdido y nos cobija en lejanías; pero es un consuelo que pagamos siempre al precio de la vida. Estamos todos en primera línea ante la muerte y, con la conciencia de arrostar en compañía ese peligro, nos sostenemos firmes entre todos. No frente a esa muerte que no es nada o sólo el cese de lo que hemos sido, sino ante la verdadera muerte, que sucede siempre en vida y que no es sino la suma del dolor y los adioses que nos acobardan. Desnudos y desprotegidos ante nuestro miedo, es el deseo de sentirnos vivos, pese al riesgo, y de sentir vivos también a los que aguantan firmes y a los que cayeron, la mano que sostiene en alto nuestro escudo y nos ampara y nos protege a todos, a los vivos y a los muertos. Y, unidos codo a codo, aguardamos esa lanza que al final nos atraviese uno a uno y nos separe (pero no habrá separación al fin, porque -te lo recuerdo- también la lanza quiebra ante el alzado escudo). La muerte nunca roba nada que no podamos recobrar, cuando es más poderoso el agradecimiento y nuestro amor por lo que fue que el miedo.
Te quiere, tu hermano.
sábado, 28 de junio de 2008
viernes, 27 de junio de 2008
Minotauro
Ángeles
jueves, 26 de junio de 2008
miércoles, 25 de junio de 2008
¡Insoportables! ¡Insoportables!
Jean-François Revel. Memorias. El ladrón en la casa vacía.
domingo, 22 de junio de 2008
Eternidad
y nos cobija.
Busco la eternidad bajo tu pecho.
Sólo encuentro un festín
de senos amputados de la gracia.
En la sábana pálida
donde me abres tu vientre,
profano en tus entrañas
la guarida primera.
El choque de los órganos hinchados
ahoga las gargantas.
¿Me gimes te quiero o es un alarido?
Flujos, llanto, sudor y sangre,
nos vaciamos contra el otro
en veneros de ceniza.
Y, al fin, yacen dos cuerpos
jadeando como bestias
o como corazones
que laten bombeando
silencio, adiós, dolor y lejanía.
La noche nos arranca de su vientre.
La eternidad hiede a carne podrida al bostezar.
Algo amanece.
Decadencia
sábado, 21 de junio de 2008
Celebración
viernes, 20 de junio de 2008
Miedo
La costilla de Adán (13). Una y trina
jueves, 19 de junio de 2008
Cita
Cuatro pies,
miércoles, 18 de junio de 2008
Fuente
martes, 17 de junio de 2008
Teoría (sin límites) y praxis (sin piedad)
[Según publica El País -nada sospechoso de divulgar críticas al sistema educativo-, el 25% de los profesores de los centros públicos ha sufrido diferentes formas de agresión por parte de los alumnos o de sus padres. Por respeto a las víctimas, he elegido un vídeo singularmente suave.]
La costilla de Adán (12). Reconversión
lunes, 16 de junio de 2008
Madre de nadie
Lacre (coda)
Claro del bosque (variación)
domingo, 15 de junio de 2008
También te irás
Cicatrices
viernes, 13 de junio de 2008
Motivos
jueves, 12 de junio de 2008
Temperamento
miércoles, 11 de junio de 2008
Guerra y paz
Nomadismo
La seducción
Jano
Olímpico
Eva
martes, 10 de junio de 2008
Ruego
Excusa
(Concedámosle, al menos, ese mérito)
lunes, 9 de junio de 2008
Aliento
Oteadores
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista, debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar, muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde les conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «¿Qué se me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matadero?», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes en colaborar, y luego se negaban escuchar y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero incluso los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla, no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizás cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o de la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada, y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada, y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. «Algunas mujeres de este pueblo se han reunido a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla», decía, por ejemplo, uno de los oteadores más apreciado por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizás así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: «Yo vi a los judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones». Así parecía redimirse una parte del dolor aunque sólo fuera de un modo muy ideal.
En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.
El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.
Mientras el oteador era capaz de mantener la veracidad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas, y nadie podía demostrar el triunfo de la una sobre la otra.
Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie le necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados.
Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movido por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón, era la fuerza que soportaba al vigía, y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
Blogs avant la lettre
· Aforismos de Lichtenberg.Estos cuatro autores han llenado de felicidad mis horas de lectura. Sus cuatro manos fueron guiadas por la intuición, la jubilosa estética de la pasión y del capricho. Confío en que sus ojos sean fieles a esas manos.
· Libro del desasosiego de Fernando Pessoa.
· Juan de Mairena de Antonio Machado.
· Vendrán más años malos y nos harán más ciegos de Rafael Sánchez Ferlosio.
Operación modestia
el grado cero de la egolatría:
comenzó a recordar
los grandes hitos de su biografía.
domingo, 8 de junio de 2008
Sal
Misantropía
Hoy has quedado atravesado en el espejo.
Profeta
Anónimos
Sólo para sevillanos
sábado, 7 de junio de 2008
Depredadores
Carta a una conocida
Todo pasa más tarde o más temprano, pero casi siempre es pronto. El hombre es esa sed de eternidad nunca saciada y, sin embargo, se encuentra cada vez más fatigado de lo eterno.
Anoche, en la presentación del libro de un amigo, volví a cruzarme con una antigua amante (pero no fue sólo una amante: ése es el nombre con que hoy la rebajo ante la pérdida). Siguiendo trayectorias divergentes que trazaban el pudor y acaso el miedo, apenas nos miramos a los ojos y, desde luego, procuramos no tenernos frente a frente. Yo, sin embargo, la observaba conversar con otros –y ella sin duda me observaba hablar a mí–, reconociendo cada uno de sus gestos, sus sonrisas, las brasas de su ser que constituyeron mi fiebre. Apenas avanzada la noche, ya no estaba: volvió pronto a su casa. Mi vanidad me hizo pensar que fue por mí. Una amiga común se me acercó para contarme que ella había venido. Le contesté que lo sabía. Me preguntó si nos habíamos saludado. Le respondí que no. Mi amiga me miró en silencio y no hizo más preguntas.
Y ahora estoy en casa y te recuerdo. Estuviste tan presente entre mis cosas (y entre mis cosas hay una que palpita a setenta pulsaciones por minuto) que hoy reconozco la distancia por las huellas de tu ausencia. De ti sólo me quedan esos rastros y el recuerdo (y tu recuerdo sólo perdura en mi memoria con trazas de irrealidad). Hoy veo de nuevo, sobre mi mesa, el hueco de tus fotografías (en las que ya no me sonríes aunque sigues sonriendo) y es incapaz el recuerdo de colmar ese vacío. Y siento una vez más que me he acostumbrado demasiado fácilmente a olvidarte, pese a que a veces -desde un cajón, entre las páginas de un libro- asome tu mirada (que antes era limpia y expectante y ahora es de desilusión y de reproche) y con ella también asoma el yo que fui a tu lado, que al tiempo me es cercano y pegajoso como las miasmas en que abrevan los heraldos implacables de la muerte.
Extraño no desear ya los antiguos deseos. Y me es también extraño que el deseo de tus entrañas se me haya vuelto ajeno. Qué difícil no recordar ayer, en tu presencia, el cuerpo ante cuyo tacto ardía; y, sin embargo, qué difícil también olvidar el rechazo, el desagrado que irrumpe ante la cercanía de lo que un día fue amado y hoy no amamos: nuestros cuerpos ya tan desgastados por el roce de lo cotidiano, las palabras ajadas que sabremos que diremos, los deseos parcheados que el viento y la tormenta de la sangre ya no azotan. Tan natural era mi nombre entre tus labios (acéchame la espalda, disuelve mis desdichas, amanéceme de noche), tan luminoso tu nombre entre los míos (y mírame de frente, avienta mis cenizas, aclárame quién soy) y hoy secan nuestra boca y se atraviesan en nuestras gargantas. Amurallados en lo que ya fuimos antes de encontrarnos, sólo quedó el sordo desconcierto o acaso sólo fue la indiferencia. Y traicionamos nuestro estatuto de seres únicos e irrevocables para el otro, por ser al fin no más que otra cosa entre las cosas. Pero cómo culparnos de elegir la derrota o el infierno.
Vivimos y al vivir vamos abriendo cientos de caminos que antes o después quedan cubiertos de maleza; pero avanzamos de tal forma que no sabemos si habremos de volver a la senda aciaga o si nos quedará vedada para siempre aquella que conduce al cuerpo amado, a nuestro hogar. Vivimos y al vivir tejemos y nos tejen en el tapiz que constituye nuestra historia, sin saber (o sin querer saberlo) que sólo es el relato de un idiota lleno de estruendo y furia y sin sentido. Vivimos y al vivir pasamos como el río de Heráclito; un río que persevera entre los claros días y las oscuras noches, jugando un ajedrez cada vez más intrincado y caudaloso, pero también más lento y fatigado, ya casi lago dulce o mar salado antes del fin de la partida. Y entonces todo pasa, nada vuelve, todo acaba, nada queda. O así nos engañamos. Porque en verdad sabemos, amor mío, que nada nunca acaba del todo, como nada está afianzado nunca. Nada de lo que pasó ha pasado enteramente y nada de lo que hoy está pasando pasará del todo. Pero a ese carácter virtual y provisorio no acabamos de adaptarnos. La noche de ayer es hoy la prueba. Sólo sentimos que todo es cada vez más tenue, más pálido y más leve -todo tan suelto aleteando en el espacio-, hasta que comprendemos que podemos dejarlo todo al fin al lado, incluso el propio nombre y el ajeno, como un juguete roto. Y también sabemos (y es un saber que hemos adquirido al precio de la vida) que todo es mudable y recusable y puede darse por mentira o por engaño; y aquello que quemaba en la garganta y que fue dicho con el corazón (que es algo que palpita a setenta pulsaciones por minuto): acéchame la espalda, disuelve mis desdichas, amanéceme de noche y mírame de frente, avienta mis cenizas, aclárame quién soy hoy sólo es letra muerta y entrañas profanadas, testamentos traicionados y discurso del polvo. Sabemos y sabemos. Qué poca eternidad cobijan las promesas.
jueves, 5 de junio de 2008
martes, 3 de junio de 2008
lunes, 2 de junio de 2008
Credo (para días difíciles)
E.M. Cioran, Silogismos de la amargura.
domingo, 1 de junio de 2008
Una manta
Me cuentas, P., que te sientes desdichada, que llevas meses pensando en dejar tu trabajo y a tu novio; pero no te ves capaz de dar el paso. Es un círculo vicioso, me escribes. Y me pides consejo. Y yo sólo acierto, amiga, a contarte lo que he escrito arriba. No está en mis manos -ni en manos de nadie- procurarte esa manta. Sólo de ti depende contravenir los designios del frío.