lunes, 28 de septiembre de 2009

Era, fue

Hoy comprendes que sólo en la alambrada que te desgarra de un futuro ya imposible (cómo retrocede inabrogablemente hacia al pasado sin que vayas a abrazarlo más en el presente), cuelga el espejo que te refleja conformado por lo ya vivido, por aquello que, sólo una vez concluso, adquiere su perfil cerrado, su contorno al fin visible e intratable.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La promesa (1)

He pasado las últimas semanas viajando en autobús por tres países. El último viaje, un trayecto de casi seis horas entre dos grandes ciudades cualesquiera, que yo presumía el más tranquilo, ha sido en cambio el más accidentado. No he padecido ningún choque, ninguna salida de la carretera, nada de gastroenteritis inciviles y ruidosas, ni mucho menos una declaración de amor intempestiva; pero he tenido un encuentro. Y no siempre buscábamos aquello que acabamos encontrando.

A mi derecha, se sentaba una chica escuálida y rubita, de ademanes depresivos. Delante, dos jóvenes con aspecto de baloncestistas travestidos, con pelos cardados e imposibles. A mi izquierda, una parejita: americano y liliputiense él, mas con cabeza egregia; española y algo más alta ella, con no mucha cabeza. A mi espalda, ocupando los cinco asientos de la última fila, una familia de tres miembros: padre, madre e hijo pequeño, distinguible su edad por la fisonomía, no por la conducta.

Mi compañera de asiento no daba tregua a su teléfono. Se sobresaltaba cada vez que oía la señal de texto entrante y consultaba ansiosa su aparato (aun cuando era claro que no era el suyo el que había sonado). Más inquieta parecía aun cuando escuchaba un tono de llamada: el gesto contrariado al comprobar que no era ella la destinataria, al que sucedían consultas renovadas al manoseado chisme. Finalmente, una melodía dulzona y pegajosa atajó su angustia: ¨¡Hola nene!". "Sí, yo en el bus, medio dormida. ¿Tú qué haces?". Silencio. "Pero, ¿por qué los viernes trabajas siempre hasta tan tarde?". Pregunta que llegó a mis oídos mucho más retórica, me temo, de lo que había salido de sus labios.

Mientras tanto, la pareja y el niñito rebrincaban en los últimos asientos: el papá asustaba al niño al cruzar los túneles, haciéndose pasar ora por el sacamantecas, ora por el coco, y luego recibía bofetadas y collejas de su vengativo infante; más tarde, se imitaban uno a otro las cabriolas, festejados siempre por las risotadas y los aspavientos de la madre, que ingería fritos y arroz inflado y hablaba al tiempo con su cuñada y con su suegra por el "manos libres" (pero sin perder jamás puntada de las cuchipandas de marido e hijo: carecía de límite su orgullo y regocijo). Tras no pocos minutos de familiar delirio, acabó llorando el niño a voces por alguna broma no bien encajada. La acutez de los chillidos molestaba ya hasta a los padres, quienes intentaban silenciarlo con rudas maneras y admoniciones turbias; pero entraban éstas por la oreja y salían por el oído opuesto del chiquillo. Mas quedaron finalmente todos calmos y dormidos sobre la postrera fila, en un pandemonium de bolsas de fritos, de patatas Matutano y de panchitos, así como de pies delcalzos con olores tan intensos y tan poco digestivos como el de las bolsas desventradas.

También la parejita de mi izquierda se afanaba en sus asuntos. Ella, que era todo mimos y arrumacos para con su novio, colocaba un auricular del Ipod en la oreja del americano y se colocaba el otro en una de las suyas, pues quería que escuchara aquél una canción de moda y movidita (esto último pude deducirlo de los comentarios y los movimientos de la chica quien, también descalza, colocábase sobre el asiento en posición fetal y de cúbito supino, y movía los piececitos al son del compás y del "subidón" que, aseguraba, producía la tonada). También el joven recibió llamada a su teléfono, a la que contestó con pavoneo y con maneras de gallito (o es que me confundió el acento del muchacho); sea como fuere, el chico hizo un comentario tras colgar el móvil, que yo no pude oír pero que a ella le sentó como patada contra el bajovientre, pues cambió su gesto de éxtasis melódico y éste se tornó mohíno y despechado. Volviendo el rostro contra la ventana y negándole la cara al compañero, le decía: "Eres gilipollas". "Tienes celos infundados", contestaba el chico. "¡Infundados los cojones! Siempre estás igual con esa tía". Y, al decirlo, cruzaba los brazos sobre el pecho, fruncía los labios y cabeceaba cual torito. Comenzó entonces la estrategia de conciliación del yanki: al principio se acercaba al oído de la chica para transmitir ternezas, pese a que ella había olvidado retirarse el chisme de la música; era la mejor opción, no obstante, pues su otra oreja reposaba firmemente en el asiento. Como ella no miraba y lo apartaba a topetones de su lado, él se retrepaba en el asiento y giraba sobre el lomo de su novia, buscándole el camino de la cara. Todo en vano. Con postura equilibrista y contorsiones tremebundas, alcanzó a mirarla de soslayo; pero ella le empujó de nuevo, desmontándole de la nariz las gafas al muchacho quien, buscando retenerlas, perdió el punto de apoyo y resbaló, de suerte que fue a dar de culo al suelo. Aquello fue castigo y penitencia suficiente para ella. Tras ayudarlo a acomodarse, volvió a su compulsión melosa: poniéndole morritos y achinando el gesto, interrogaba, redundante, a su pareja: "¿Me quieres? ¿A que sí me quieres?" Asentía el muchacho con profundos movimientos de cabeza. Y así siguió la cosa hasta que uno y otro fueron abducidos por la tele del vehículo: grititos guturales y abundante kleenex, ella; cabeceos y accesos pantagruélicos de apnea él, ante una peli de trama romántica y mediano presupuesto.

La promesa (2)

Sería injusto atribuir al tedio o al cinismo antropológico mi calmada disección de aquellas agitaciones. Inevitablemente, veía yo en cada uno de aquellos viajeros (y qué persona no es un ser en permanente viaje) un perfil tullido por sus limitaciones, ensombrecido por sus miserias. Tenía ante mí a la humanidad desnuda. Y, aunque uno deseó encontrarse siempre así con media especie, aprendió también que es preferible hallarse con ciertas verdades bajo sus ropajes.

No era, pues, ni menosprecio ni sarcasmo lo que yo sentía ante los demás viajeros; pero tampoco era curiosidad. Era más bien una desazonada compasión, un reconocimiento estremecido y, acaso, culpable. Al principio, bajo nuestra mirada intacta y aún no fatigada, miramos a los otros como a través de una ventana; un nuevo mundo (incierto, temido, deseado) nos solicita en cada ser humano. Pasado el tiempo, esas ventanas acaban degradándose en espejos; nos vemos en los otros y en ellos nos reconocemos. Yo no encontraba novedad alguna ni sorpresa en mis compañeros de viaje, tan sólo conseguía verme reflejado en ellos, como multiplicado en las esquirlas hirientes (tanto laceran al posar los ojos) de un espejo roto. Contempladas a la distancia exacta, todas las cosas nos revelan su secreta urdimbre, la cartografía exacta de su alma. También ocurre así con cada hombre. En cada uno de aquellos viajeros adivinaba yo la trayectoria de sus vidas. Era capaz de proyectar ante mis ojos el resto del camino que andaban recorriendo; podía completar el círculo (aún incompleto su dibujo) que iban trazando en el decurso de sus días. Y, al mismo tiempo, sentía que mi jornada no era menos previsible; sólo que no podía o no quería (probablemente no quería) aplicarme esa mirada despiadada.

Nadie salió jamás ni saldrá nunca de su deriva inexorable -meditaba entonces-, ni puede nadie desviar el rumbo al que nos arrojaron desde nuestro no elegido origen (el gesto más humano e instintivo: el de los ojos y el silencio solidarios con los que acompañamos a la estrella que, fugaz, se lanza en trayectoria inabrogable, atravesando el horizonte oscuro. El gesto en el que comprendemos que uno y lo mismo es el que mira y lo mirado). Nadie se dirigía hacia un idéntico destino en aquel viaje, aunque fuéramos todos a una ciudad que respondía al mismo nombre. Cada camino que emprendemos nos conduce a Roma, hacia una Roma que nos aguarda en solitario y que desaparece en nuestro fuego. A bordo de este bus -seguía meditando-, a bordo de lo que fatalmente soy, también yo me dirijo hacia aquella Roma que me espera en lontananza, que fue erigida sólo para mí (tibia como mi carne) y sabe a mi ceniza.

La promesa (3)

Ante las miserias de la especie, ante su fatalidad probada, Terencio dictamina: Hombre soy y nada humano estimo ajeno. Frase que instituye una seguridad jactanciosa sobre la previsibilidad de los caminos de la especie. En su dictum, Terencio condensa el escepticismo clásico: una cosmovisión -la grecolatina- que nos des-engaña, pero que nos des-ilusiona. Nihil novum sub sole. Ante él, ante los griegos congregados en Corinto, Pablo -espíritu profético- erige su apología del porvenir: Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum (I, Corintios, XIII, 12) Vemos ahora en un espejo, en la oscuridad; pero veremos luego cara a cara. Ahora conozco sólo en parte; pero conoceré luego como soy conocido. Si las palabras del griego son burlonamente aquiescentes con los hechos, las del judío -temple utópico- se rebelan contra la tiranía de lo dado. No es, sin embargo, una disconformidad rencorosa e impotente. Pablo impugna lo que el hombre es a la luz de lo que puede ser. La ironía se vuelve profecía. Como Borges, dice misterio donde otros sólo dicen costumbre.

Para Leon Bloy: La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculum in aenigmate sería una claraboya para sumergirse en el Abismo verdadero, que es el alma del hombre.

El pensamiento platónico y parmenídeo teme el caos y el azar: es un notario de eternidades. Pero el momento de la absoluta seguridad es también el de la completa quietud o la completa inercia; la claridad fulminante, el germen de la ceguera ante lo imprevisible. Cuando olfateamos lo que sobreviene como un cadáver que huele a pasado, cada presente acaba confinado en el exilio de lo no vivido. Echamos la llave a las puertas del campo.

Sigue Bloy: No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.

Antes que un gestor racional de hechos y desechos consumados, el ser humano es una buena nueva que espera cumplimiento. Así lo entiende Hannah Arendt: Reconocer nuestra humanidad nos proporciona algo más que una carga -la necesidad de comprender nuestros actos-, nos proporciona también un legado. Qué tentador es renunciar a esa herencia promisoria. ¿Cómo ser fiel cuando la carga es tan pesada? ¿Cómo guardar lealtad cuando los alaridos ensordecen las promesas, cuando la tempestad y la marea oscura ahogan al espíritu que busca e interpela?

Se encuentra en la misma naturaleza de las cosas el que cada acto, una vez que aparece y queda registrado en la historia de la humanidad, permanezca en la raza humana como algo potencial mucho después de que se haya convertido en algo perteneciente al pasado... Una vez que un crimen especifico surge por primera vez, su reaparición es más probable de lo que podía haber sido su emergencia inicial.

La sangre es nuestro lenguaje. En el juicio del hombre contra el hombre, tenemos a la historia por testigo. ¿Somos algo más que un crimen latente, una recurrencia asesina? Basta mirar en torno. No todo porvenir está manoseado. Pero, ¿cómo se activa esa cuenta de posibles que es el hombre? Con el ejemplo. Igual que sucede con el crimen, también la reaparición del gesto noble es más probable después de que por vez primera haya comparecido. La esperanza de Pablo en la perfectibilidad de cada ser humano se sustenta en el impulso a la emulación de aquel al que admiramos.

Según Peter Sloterdijk: En el núcleo de una antropología noble, encontramos una disciplina filológica que, para el intelecto vulgar, es ipso facto inconcebible: la lingüística del entusiasmo. Partiendo de la tesis de que el hombre es el animal que se predice, esta lingüística trata de actos verbales con los que los hombres anuncian hombres venideros. (...) Los hombres anuncian a otros hombres en cuanto hablan -también en los más eminentes tonos- de las posibilidades humanas. Es la lengua como melos, mitos y logos en la que los hombres invitan a sus semejantes a convertirse en hombres. Quien corresponde a la invitación del discurso sobre las más eminentes posibilidades humanas va a parar al centro del proceso de humanización. Al penetrarse de la importancia de tales discursos, los individuos experimentan el impulso no sólo de ser oyentes de la palabra, sino también de convertirse en sus autores. Desde siempre fue la humanización un suceso en el que predicadores eminentes proponían a sus semejantes modelos de humanidad, historias ejemplares de los antepasados, los héroes, los santos, los artistas. A esa fuerza demiúrgica de la lengua la llamo la promesa. (...) El hombre tiene que ser prometido al hombre antes de someter a prueba, en sí mismo, lo que puede ser.

La emulación entusiasta nos proscribe abusar de la naturaleza humana como justificación de la tiniebla íntima: supone sentir, con Camus, que hay en el hombre más cosas admirables que merecedoras de desprecio. Gracias al ejemplo de la persona amada, accedemos a nuestras potencialidades más nobles (se equivocaba Wilde y acertaba Éluard: a cada uno nos construye lo que amamos; el amor es el hombre que se sabe inacabado). La mimesis admirada es la revuelta radical del ser humano, aquella que alzamos (Kundera): "contra la condición humana que no hemos elegido".

La promesa (y 4)

Pienso en El año pasado en Marienbad. Un grupo de hombres y mujeres sin nombre, satisfechos, sombríos, impotentes, languidecen en un hotel de lujo elegante y frío como una necrópolis. Condenados al eterno retorno de lo insípido, no tienen memoria; tampoco porvenir. Uno de ellos, sin embargo, ama a una mujer. Se promete algo: escapar de allí, con ella. A lo largo de los días (un mismo día repetido y vano como un lamento), con la delizadeza del que ama, teje y desteje para ella un tapiz pespunteado de pasión y de paciencia: recuerda para ella, inventa para ella, un pasado compartido, un amor logrado. Ella, al principio, sólo escucha. No recuerda. No imagina. Infatigablemente, el hombre devana su historia; le arrima su imaginación hasta que ella atrapa (urde) un recuerdo compartido (también imaginado). La imaginación consigue convertir lo que deseamos en venero de promesas, asemejándonos a un enamorado al que su amor lo persuadió de que podía esperarlo todo. Es un caudal con el que los pioneros del futuro formulan mundos habitables (por ellos, por quienes los escuchan). Nuestra imaginación contagia vida.

Decía Aristóteles que el alma es todo lo que ella conoce. Contagiada por la imaginación ajena, la mujer -recuerdo la promesa de Pablo- deja de ver su imagen confirmada eternamente en el espejo de los días; ahora abre una ventana al norte para verse con su amado, cara a cara; aprende ahora a conocerse como por él ha sido conocida, amada.

El parque del hotel era un jardín de estilo francés; sin árboles, sin flores, sin vegetación alguna. La grava, la piedra, el mármol, la línea recta creaban espacios precisos, superficies sin misterio. A primera vista, parecía imposible perderse. A primera vista… A lo largo de los paseos rectilíneos, entre las estatuas de ademanes congelados y las losas de granito, por los que usted, ahora, estaría ya perdiéndose para siempre, en la noche tranquila, sola, conmigo.

***

Pienso ahora en mis compañeros de viaje. La pareja de jóvenes descansa, el uno junto al otro, ya calmados. A mi lado, entre sueños, la chica aprieta el móvil, entre las manos. El silencio es absoluto. Todos duermen. Al frente, miro la carretera por la que avanzamos, entre tinieblas. La sombra no me pesa. Te recuerdo. Miro de nuevo hacia adelante, allá donde el camino se prolonga. Avanzo un poco más. A veces duele; pero salva. A lo lejos, la noche acontece. Silencio, viento, oscuridad. El mundo me hace señas y no las desatiendo. Estoy en paz con mis promesas. Cuando nuestro deseo sea un hambre, nuestra imaginación será alimento. No viajo solo. (Te recuerdo) Mientras seamos viajeros, habrá tierra prometida.

sábado, 19 de septiembre de 2009

De santos y calenturas

Manoseando por La casa del libro, veo acercarse a la caja a una pizpireta jovencita.

- Perdone... ¿tiene San Manuel Bueno, mártir?
- ¿De Cátedra? -pregunta el cajero.
- ¡No! -cabecea ella con pedagógica condescendencia- De Unamuno.

***

Hace un par de horas, me levanto de aquí para tomar un café con Rocío, una antigua novia.

-Fran: si no vas a usar el ordenador, apágalo, ¡que se calienta mucho!

Pienso en mis épocas de desuso y soltería. Sintiéndome solidario de la máquina, acaricio sus teclas y espero unos segundos, aguardando acaso una respuesta de su obstinación mimosa. Y luego lo apago.

***

En la cocina, meto una taza de leche en el microondas. Minuto y medio; me gusta que abrase. Abro la puerta y palpo la taza: como siempre, la parte superior ardiendo; mucho más fría la base. Me vuelvo hacia Rocío, que no me quita alarmado ojo mientras trajino con sus cosas:

-Niña, las exnovias sois como los microondas: nos calentáis la cabeza; pero nos dejáis fríos por abajo.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Getting into the swing

Para la artista que el lunes avanza en busca de su vocación perdida.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Miramientos

Quien deja de mirarnos bajo el prisma
de belleza, más tarde o más temprano
acaba apeándose de nuestros ojos.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La importancia de leer Spiderman

A primera vista parecía imposible perderse. A primera vista...

(Para ti, claro.)