He pasado las últimas semanas viajando en autobús por tres países. El último viaje, un trayecto de casi seis horas entre dos grandes ciudades cualesquiera, que yo presumía el más tranquilo, ha sido en cambio el más accidentado. No he padecido ningún choque, ninguna salida de la carretera, nada de gastroenteritis inciviles y ruidosas, ni mucho menos una declaración de amor intempestiva; pero he tenido un encuentro. Y no siempre buscábamos aquello que acabamos encontrando.
A mi derecha, se sentaba una chica escuálida y rubita, de ademanes depresivos. Delante, dos jóvenes con aspecto de baloncestistas travestidos, con pelos cardados e imposibles. A mi izquierda, una parejita: americano y liliputiense él, mas con cabeza egregia; española y algo más alta ella, con no mucha cabeza. A mi espalda, ocupando los cinco asientos de la última fila, una familia de tres miembros: padre, madre e hijo pequeño, distinguible su edad por la fisonomía, no por la conducta.
Mi compañera de asiento no daba tregua a su teléfono. Se sobresaltaba cada vez que oía la señal de texto entrante y consultaba ansiosa su aparato (aun cuando era claro que no era el suyo el que había sonado). Más inquieta parecía aun cuando escuchaba un tono de llamada: el gesto contrariado al comprobar que no era ella la destinataria, al que sucedían consultas renovadas al manoseado chisme. Finalmente, una melodía dulzona y pegajosa atajó su angustia: ¨¡Hola nene!". "Sí, yo en el bus, medio dormida. ¿Tú qué haces?". Silencio. "Pero, ¿por qué los viernes trabajas siempre hasta tan tarde?". Pregunta que llegó a mis oídos mucho más retórica, me temo, de lo que había salido de sus labios.
Mientras tanto, la pareja y el niñito rebrincaban en los últimos asientos: el papá asustaba al niño al cruzar los túneles, haciéndose pasar ora por el sacamantecas, ora por el coco, y luego recibía bofetadas y collejas de su vengativo infante; más tarde, se imitaban uno a otro las cabriolas, festejados siempre por las risotadas y los aspavientos de la madre, que ingería fritos y arroz inflado y hablaba al tiempo con su cuñada y con su suegra por el "manos libres" (pero sin perder jamás puntada de las cuchipandas de marido e hijo: carecía de límite su orgullo y regocijo). Tras no pocos minutos de familiar delirio, acabó llorando el niño a voces por alguna broma no bien encajada. La acutez de los chillidos molestaba ya hasta a los padres, quienes intentaban silenciarlo con rudas maneras y admoniciones turbias; pero entraban éstas por la oreja y salían por el oído opuesto del chiquillo. Mas quedaron finalmente todos calmos y dormidos sobre la postrera fila, en un pandemonium de bolsas de fritos, de patatas Matutano y de panchitos, así como de pies delcalzos con olores tan intensos y tan poco digestivos como el de las bolsas desventradas.
También la parejita de mi izquierda se afanaba en sus asuntos. Ella, que era todo mimos y arrumacos para con su novio, colocaba un auricular del Ipod en la oreja del americano y se colocaba el otro en una de las suyas, pues quería que escuchara aquél una canción de moda y movidita (esto último pude deducirlo de los comentarios y los movimientos de la chica quien, también descalza, colocábase sobre el asiento en posición fetal y de cúbito supino, y movía los piececitos al son del compás y del "subidón" que, aseguraba, producía la tonada). También el joven recibió llamada a su teléfono, a la que contestó con pavoneo y con maneras de gallito (o es que me confundió el acento del muchacho); sea como fuere, el chico hizo un comentario tras colgar el móvil, que yo no pude oír pero que a ella le sentó como patada contra el bajovientre, pues cambió su gesto de éxtasis melódico y éste se tornó mohíno y despechado. Volviendo el rostro contra la ventana y negándole la cara al compañero, le decía: "Eres gilipollas". "Tienes celos infundados", contestaba el chico. "¡Infundados los cojones! Siempre estás igual con esa tía". Y, al decirlo, cruzaba los brazos sobre el pecho, fruncía los labios y cabeceaba cual torito. Comenzó entonces la estrategia de conciliación del yanki: al principio se acercaba al oído de la chica para transmitir ternezas, pese a que ella había olvidado retirarse el chisme de la música; era la mejor opción, no obstante, pues su otra oreja reposaba firmemente en el asiento. Como ella no miraba y lo apartaba a topetones de su lado, él se retrepaba en el asiento y giraba sobre el lomo de su novia, buscándole el camino de la cara. Todo en vano. Con postura equilibrista y contorsiones tremebundas, alcanzó a mirarla de soslayo; pero ella le empujó de nuevo, desmontándole de la nariz las gafas al muchacho quien, buscando retenerlas, perdió el punto de apoyo y resbaló, de suerte que fue a dar de culo al suelo. Aquello fue castigo y penitencia suficiente para ella. Tras ayudarlo a acomodarse, volvió a su compulsión melosa: poniéndole morritos y achinando el gesto, interrogaba, redundante, a su pareja: "¿Me quieres? ¿A que sí me quieres?" Asentía el muchacho con profundos movimientos de cabeza. Y así siguió la cosa hasta que uno y otro fueron abducidos por la tele del vehículo: grititos guturales y abundante kleenex, ella; cabeceos y accesos pantagruélicos de apnea él, ante una peli de trama romántica y mediano presupuesto.
A mi derecha, se sentaba una chica escuálida y rubita, de ademanes depresivos. Delante, dos jóvenes con aspecto de baloncestistas travestidos, con pelos cardados e imposibles. A mi izquierda, una parejita: americano y liliputiense él, mas con cabeza egregia; española y algo más alta ella, con no mucha cabeza. A mi espalda, ocupando los cinco asientos de la última fila, una familia de tres miembros: padre, madre e hijo pequeño, distinguible su edad por la fisonomía, no por la conducta.
Mi compañera de asiento no daba tregua a su teléfono. Se sobresaltaba cada vez que oía la señal de texto entrante y consultaba ansiosa su aparato (aun cuando era claro que no era el suyo el que había sonado). Más inquieta parecía aun cuando escuchaba un tono de llamada: el gesto contrariado al comprobar que no era ella la destinataria, al que sucedían consultas renovadas al manoseado chisme. Finalmente, una melodía dulzona y pegajosa atajó su angustia: ¨¡Hola nene!". "Sí, yo en el bus, medio dormida. ¿Tú qué haces?". Silencio. "Pero, ¿por qué los viernes trabajas siempre hasta tan tarde?". Pregunta que llegó a mis oídos mucho más retórica, me temo, de lo que había salido de sus labios.
Mientras tanto, la pareja y el niñito rebrincaban en los últimos asientos: el papá asustaba al niño al cruzar los túneles, haciéndose pasar ora por el sacamantecas, ora por el coco, y luego recibía bofetadas y collejas de su vengativo infante; más tarde, se imitaban uno a otro las cabriolas, festejados siempre por las risotadas y los aspavientos de la madre, que ingería fritos y arroz inflado y hablaba al tiempo con su cuñada y con su suegra por el "manos libres" (pero sin perder jamás puntada de las cuchipandas de marido e hijo: carecía de límite su orgullo y regocijo). Tras no pocos minutos de familiar delirio, acabó llorando el niño a voces por alguna broma no bien encajada. La acutez de los chillidos molestaba ya hasta a los padres, quienes intentaban silenciarlo con rudas maneras y admoniciones turbias; pero entraban éstas por la oreja y salían por el oído opuesto del chiquillo. Mas quedaron finalmente todos calmos y dormidos sobre la postrera fila, en un pandemonium de bolsas de fritos, de patatas Matutano y de panchitos, así como de pies delcalzos con olores tan intensos y tan poco digestivos como el de las bolsas desventradas.
También la parejita de mi izquierda se afanaba en sus asuntos. Ella, que era todo mimos y arrumacos para con su novio, colocaba un auricular del Ipod en la oreja del americano y se colocaba el otro en una de las suyas, pues quería que escuchara aquél una canción de moda y movidita (esto último pude deducirlo de los comentarios y los movimientos de la chica quien, también descalza, colocábase sobre el asiento en posición fetal y de cúbito supino, y movía los piececitos al son del compás y del "subidón" que, aseguraba, producía la tonada). También el joven recibió llamada a su teléfono, a la que contestó con pavoneo y con maneras de gallito (o es que me confundió el acento del muchacho); sea como fuere, el chico hizo un comentario tras colgar el móvil, que yo no pude oír pero que a ella le sentó como patada contra el bajovientre, pues cambió su gesto de éxtasis melódico y éste se tornó mohíno y despechado. Volviendo el rostro contra la ventana y negándole la cara al compañero, le decía: "Eres gilipollas". "Tienes celos infundados", contestaba el chico. "¡Infundados los cojones! Siempre estás igual con esa tía". Y, al decirlo, cruzaba los brazos sobre el pecho, fruncía los labios y cabeceaba cual torito. Comenzó entonces la estrategia de conciliación del yanki: al principio se acercaba al oído de la chica para transmitir ternezas, pese a que ella había olvidado retirarse el chisme de la música; era la mejor opción, no obstante, pues su otra oreja reposaba firmemente en el asiento. Como ella no miraba y lo apartaba a topetones de su lado, él se retrepaba en el asiento y giraba sobre el lomo de su novia, buscándole el camino de la cara. Todo en vano. Con postura equilibrista y contorsiones tremebundas, alcanzó a mirarla de soslayo; pero ella le empujó de nuevo, desmontándole de la nariz las gafas al muchacho quien, buscando retenerlas, perdió el punto de apoyo y resbaló, de suerte que fue a dar de culo al suelo. Aquello fue castigo y penitencia suficiente para ella. Tras ayudarlo a acomodarse, volvió a su compulsión melosa: poniéndole morritos y achinando el gesto, interrogaba, redundante, a su pareja: "¿Me quieres? ¿A que sí me quieres?" Asentía el muchacho con profundos movimientos de cabeza. Y así siguió la cosa hasta que uno y otro fueron abducidos por la tele del vehículo: grititos guturales y abundante kleenex, ella; cabeceos y accesos pantagruélicos de apnea él, ante una peli de trama romántica y mediano presupuesto.
3 comentarios:
Un largo viaje en autobús puede ser peor que un descensus averni... o una visita al zoo. Beso en tránsito, queridísimo.
No comprendo como además te enteraste de que la peli era "de trama romántica y mediano presupuesto" con semejante culebrón al lado!!!XD
Un abrazo!!
No digo yo que no, Ana.
Lo sorprendente es que puede incluso llegar a convertirse en una peregrinatio dantesca con happy end. Ya decía Nietzsche que quienquiera que ha logrado urdir su paraíso debió hacerlo con las fuerzas recabadas en su propio infierno.
Siempre es una alegría tenerla por aquí, así sea de paso.
***
Uno, Sonsín, se precia de ser de esos raros hombres que son capaces de hacer varias cosas a la vez*.
Un cariñoso abrazo.
* [No seré yo quien alerte, claro, de las catastróficas consecuencias de tan imprudente pluriempleo.]
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