lunes, 18 de enero de 2010

Summertime Clothes

Para mis amigos modernillos (Meri, especialmente va por ti), la mejor canción del mejor disco del año, según las modernillas revistas que están en el ajo. [Y el caso es que la canción está chula; pero el vídeo es de esos que nos hacen sospechar que músicos, técnicos de sonido, director y cámaras sufrieron un ataque de locura rampante al mismo tiempo.]

sábado, 16 de enero de 2010

Maratón

La visión clásica del hombre es la de alguien subyugado por las necesidades que busca la libertad. Lo que ocurre hoy, sin embargo, es que los hombres viven en libertad, incluso con ciertos lujos, y se imponen simular unos padecimientos que no tienen. Esta comedia de la necesidad es la gran ideología de nuestro tiempo. Así que ese hombre rico y feliz sólo tiene dos opciones: suicidarse o dedicarse a correr maratones. La pasión por el deporte es uno de los síntomas más elocuentes de nuestra actual sociedad. Y los españoles podrían preguntarse por qué antes tuvieron tantos santos y hoy tienen tan buenos corredores de maratón.

(Peter Sloterdijk)

Corolario

[El contraste entre imágenes y musiquilla hace que todo resulte aun más aterrador y espeluznante.]

lunes, 11 de enero de 2010

Un jirón (1)

A ti, que fuiste real por ser imaginaria.

Levanto la vista del libro y la encuentro ante mí. Tiene el pelo castaño, levemente ondulado; cuerpo menudo, atlético. Sus ojos son dos almendras redondas. Los labios dibujan su hambre. Sus manos y pies, tan pequeños. Sobre su rostro, una constelación de pecas. Qué dolorosa juventud. ¿Peruana? Tiene la luz y la penumbra en las que al fin me siento deseando.

No es infrecuente que, cruzando la ciudad en metro, atravesando el campo en tren, el cielo en un avión, se nos acerque una mujer desconocida a la que, tras un cruce de miradas (a veces ni siquiera llegan a cruzarse), desearemos mientras permanecemos junto a ella (y a veces esa permanencia se prolonga el curso entero de una vida, tan sólo en el recuerdo). Sólo mirándola, adivinándola con detenimiento, uno podría conjeturar (y conjetura) cómo será su olor, cómo su abrazo y sus ansiosos besos, cómo su espalda contra nuestro pecho, su mano entre las nuestras, cómo su despertar, cómo su sueño. No es fácil olvidar a esas mujeres (a veces es un rostro, un ademán; otras, tan sólo la palpitación; con eso basta), aun cuando se acercaron a nosotros sólo un breve instante, como emergiendo del azar en sombra, para volver a oscurecerse luego; mujeres a quienes rescatamos tenuemente del cerco de la inexistencia, sin acogerlas en el ámbito de lo tangible, hasta que al fin nos despedimos de ellas agradeciéndoles la vida conjetural y deseable que no compartiremos.

Sucede, pues, que renunciamos casi siempre a hacer real lo que prefiguramos; renuncia uno así a las palabras, a los gestos y silencios crueles y tenaces con los que dañará y será dañado (así acontece siempre, no se engaña). Y así sucede porque a uno ya no lo deslumbran los principios y teme los finales; teme el revés en sombra del deseo, su corolario (y el tránsito al dolor también lo teme).

Pero no es sólo miedo al sufrimiento lo que nos previene contra el curso de la realidad. También nos mueve el desengaño. Aquello que emprendemos está contaminado siempre por la insuficiencia. Hacer es elegir y elegir descartar. Cada elección es una garra que, cuando atrapa, obtura el hontanar de lo posible. ¿Qué hay que merezca ser salvado a costa de sacrificarlo todo? También sabemos que hay un poso de tristeza en todo lo que de verdad sucede, que nunca se hace nada a fondo, a corazón abierto, sin coraza. Incluso allí donde prevalecimos, algo susurra que nos nos ofrecimos por entero, que nuestra acción, por honda y luminosa que se precie, nunca deja de ser parcial y es siempre injusta, que no hay caricia sin dolor ni entrega sin herida. Tenemos nuestra historia por testigo.

Atravesando la ciudad en metro, miro a la chica que se ha sentado frente a mí y cierro el libro donde tal vez leía: No es el amor, sino sus alrededores, lo que vale la pena... La represión del amor ilumina sus propios fenómenos con mucha más claridad que la experiencia misma. Hay virginidades con un alto grado de conocimiento.

¿Qué resistencia, qué miedo, qué sordo rencor contra la vida impide que mis manos acompañen a mis ojos y mi pensamiento y que te busquen hasta darle alcance? ¿Qué me encadena a la constante y lenta rumia de lo que nunca ha sucedido ni sucederá jamás? ¿Qué instinto me previene contra descorrer el velo que te oculta en la penumbra de lo no vivido? Miro a la chica, que también me mira. Bastaría un gesto para descorrer el velo y alcanzarla. Bastaría; pero no lo hago.

Bellamente, me sonríe y vuelve al libro en el que acaso lee: Te lo he comunicado por carta no enviada. Has tenido tiempo para no llegar a la hora prevista. El tren entra por la vía tres. Se apea mucha gente. La ausencia de mi persona sigue a la multitud hacia la salida. De prisa entre tanta prisa varias mujeres ocupan mi vacío.

Un jirón (y 2)

Y, sin embargo, la renuncia no siempre es una capitulación; es también una táctica. Necesitamos descansar de lo efectivo, salir de la trayectoria donde el deseo fue convertido en una inercia y donde el corazón es una roca. A medida que avanzamos en el tiempo, se va agotando el remanente de experiencias no vividas. Buscarlas con precipitación es quemarlas y quemarse en ellas. La renuncia es una calma, un alto desde el que inventamos qué vivir de nuevo, la escuela del deseo y su oportunidad. Allí podemos vislumbrar, en la penumbra del deseo apagado, la luz de lo que desearemos ser. Para aprender a desear (y a desear también se aprende), necesitamos esa calma.

Igual que en el verano descubrimos la piel que se ha ocultado en el invierno, liberamos en la imaginación y damos curso a los deseos que en lo efectivo se resguardan. Del mismo modo, hay notas sostenidas (hay susurros) que sólo podemos atacar (y desnudar), anticipándolas en el silencio. ¿O es que podemos besar a corazón abierto sin cerrar los ojos?

Nuestra imaginación es la hermana de la noche: en su ámbito, todo brilla tenuemente pero sin aristas. Necesitamos esa noche de recogimiento para cobijar nuestra desilusión y nuestro hastío. En ella, no justificaremos nuestro desapego, no cultivaremos la inacción; bajo su manto de penumbra, en su calma redentora, ofreceremos aliento a los renovados deseos, despejaremos el camino que conduce a la región de las promesas del porvenir. La soledad es una gran maestra. También la pérdida. En la renuncia, reaprenderemos el arte de comenzar de nuevo.

Bellamente, la chica me sonríe anulando las distancias; y yo tenuemente le sonrío sintiendo el desgarrón de mis deseos, sintiendo que deseo su tibieza presentida, sus leves manos que no me alcanzarán, los labios que dibujan esa hambre que nunca saciaré, esa constelación de pecas que no descifraré (y nuestro permanecer -aquí mi mano, allá mi hombro, mi regazo- y nuestra fiebre fiel y nuestro cómplice memorizarnos).

Hay quienes lamentan sus amores imposibles. Sólo el desalojado por el hábito de la conquista y su epílogo de sombras alaba los amores truncados; sabe que sólo en ellos es aún, siempre será, todo posible. Necesitamos lo que pudo ser pero no fue para que un día sea.

La chica sigue junto a mí hasta que, sabedora de que ha llegado a su destino o fatigada de esperarlo en vano, me dirige una mirada última y cierra el libro que hace tiempo yo cerré y en el que quizá leíamos: cuando nada quede de ti y de mí habrá agua y sol y un día que abra las puertas más secretas más oscuras más tristes y ventanas vivas como grandes ojos despiertos sobre la dicha y no habrá sido en vano que tú y yo sólo hayamos pensado lo que otros hacen porque alguien tiene que pensar la vida. Y yo sigo mirándola cuando se levanta al fin y al fin se aleja (relámpago fugaz que vuelve a la avaricia de la inexistencia), llevándose con ella la vida que ya no compartiremos. Pero, en el momento último, me tienta traicionarme, alzar la mano en ademán que ya no es una despedida, sino que busca retenerla. Bastaría ese gesto para descorrer el velo y alcanzarla. Bastaría; pero no lo hago.

Sé que mi imaginación hoy rompe contra una costa que nunca habitaremos. La vida no vivida y la vivida discurren sin cesar en paralelo; y no podemos renunciar a ellas. A ninguna. Y, misteriosamente, nada nos pertenece tanto como lo no vivido.

Adiós, amada imaginaria. Se han perdido en el mundo demasiadas cosas valiosas. La memoria las conserva más hermosas, más edificantes. No es imposible que tú y yo nos ganemos perdiéndonos. Aferrándome a la renuncia necesaria para avanzar, mantengo mi lugar entre los que aguardan. Huérfana de nosotros, mi mano vuelve junto a mi otra mano y yo preservo este jirón de vida no vivida entre mis dedos.