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- Voy a dedicarme al mundo del arte -sentenció, mientras descruzaba estudiadamente las piernas y estudiadamente posaba el martini sobre la mesa, para clavar su mirada felina en los acorralados ojos del Barón Von Thyeso.
Variaciones y fuga de Francisco Sianes
Lo que siempre me ha gustado del hombre es que, siendo capaz de construir Louvres, pirámides eternas y basílicas de San Pedro, pueda contemplar fascinado la celdilla de un panal de abejas o la concha de un caracol.
En esta ocasión, interpretaba en Sevilla las sonatas sonatas KV 280 y KV 332 de Mozart y los Preludios op. 28 de Chopin (a los que generosamente añadió ocho "propinas"). La interpretación, magistral, fue una muestra más de la polivalencia del artista ruso.
Pero no quiero centrarme en los aspectos musicales del recital. Es el público lo que me interesa.
Incontables son las penalidades que un aficionado al teatro o la música [habrá otra ocasión para hablar de las heroicas penalidades del cinéfilo] debe padecer para disfrutar de su afición (un disfrute que, como se verá, no puede ser sino masoquista).
Empecemos por los olores. En la víspera de un concierto, parece apoderarse del público un perverso frenesí escanciador. ¿Qué desvarío mental lleva a pensar a los asistentes de un concierto que deben perfumarse como si fueran a encontrarse en una cochiquera? La aritmética de los olores no engaña: sumen los efluvios de dos millares de asistentes progresivamente caldeados y sudorosos. El resultado: una sala de conciertos convertida en perfumada y mareante pocilga.
No debemos olvidar los comentarios de los descansos (pueden escucharse incluso durante la propia ejecución de las obras). ¿Por qué esa costumbre no ya de intercambiar sino de gritar, para que bien se escuchen, juicios estéticos -por lo demás, absolutamente prescindibles y banales- que resulta imposible escuchar sin condescendencia?
Mucho más sangrante es, sin embargo, el asunto de los ruiditos. Supongo que habrás advertido, lector, que basta con que se apaguen las luces y se haga el silencio en cualquier teatro o sala de conciertos para que los espectadores allí reunidos se conviertan, por razones para mí inexplicables y sin duda inquietantes, en pacientes de un pabellón de tísicos. Hete aquí las toses estentóreas y los brutales carraspeos del caballero, hete allá los licuados sorbos de nariz de la señora. Un reflejo pauloviano que transforma a individuos civilizados en irritantes generadores de flemas incontinentes y mucosidades emergentes.
Confieso que pasé buena parte de este último recital enervado por tres presuntos pianistas jovencitos que, a mi izquierda, comentaban -cual periodistas deportivos- las proezas del virtuoso.
- ¡Dadme una valeriana, que me va a dar un infarto!- rebuznaba, incansable, uno de ellos.
No menos pavorosa era la aternativa de mi derecha, donde una ancianita con el pelo brutalmente cardado secundaba con espasmódicas inclinaciones y elevaciones de cabeza los fortissimi de Sokolov. Lo aterrador del asunto es que, en las pausas entre sus contoneos, podía yo advertir cómo se le caía la moquilla por uno de sus orificios nasales. Cierto es que ella no parecía tener pudor en sorberse; pero tenía yo la inquietud de que, al no controlar del todo sus violentos bamboleos -no tenía edad la señora para tales efusiones-, me pusiera perdido en uno de sus azarosos contoneos laterales.
Inverosímilmente, esto no fue todo. A la ristra habitual de toses y expectoraciones, se añadieron en esta ocasión toda una antología de ruidos: envoltorios de caramelitos, exploraciones de bolsos, crujidos de butacas, taconeos y -agárrate, lector- tintineo de monedas desparramadas por el suelo, quizá de un aparcacoches despistado y melómano [raro me resultó que, en Sevilla, el público no se lanzara al suelo, arañándose o mordiéndose para hacerse con el modesto botín]. Teniendo en cuenta la elevada edad media del público asistente [¿por qué la inmensa mayoría de los acontecimientos culturales "clásicos" se han convertido en francachelas geriátricas?] y sus bamboleantes costumbres, fantaseé -en un momento de rencorosa ensoñación- con la posibilidad de que los molestos y extraños ruidos pudieran pertenecer a desprendimientos y caídas de postizas dentaduras y piernas ortopédicas.
Y sin embargo, ¡oh sin embargo!, las zozobras de este evento musicoexpectorativo no han logrado destruir mi convicción de que "la vida, sin música, sería un error", de que nuestros quehaceres cotidianos (los trabajos y los días del hombre, sus enfrentamientos y fidelidades, sus pasiones, sus renuncias, el odio que nos consume y el amor que nos enaltece) no son sino conmovedores intentos de "mantenernos en la vida cuando la música ha cesado"; la convicción de que la música, en suma, es capaz de amansar incluso a fieras como quien ahora al fin calla y con ella al fin os deja.