viernes, 28 de marzo de 2008

Todos los fuegos el fuego

Amaste una vez, quién lo duda. Encendiste con ella el fuego que cada hombre tiene que prender para amparar su sangre. Pero eso fue hace mucho tiempo. Algo pasó. Te alejaste, se alejó. No pudiste mantener el fuego o fuiste indigno de hacerlo. No lo sabes. Intentaste reencontrarlo en otros cuerpos ante cuyo tacto ardieras como la yesca. Pero en vano. Sólo has encontrado brasas ya casi extinguidas que apenas consiguieron disipar el frío.

Recuerdas hoy a las mujeres -nombre, rostro y su dolor- y las plegarias que trataron de acercarte y mantenerte cerca. ¿Sólo es humo tibio lo que ofrecen a tu carne nunca trémula? ¿O es que son sus labios al besarte los que besan la ceniza?

miércoles, 26 de marzo de 2008

El primer paso

Miraste tanto tiempo adentro, amigo, que te has quedado sin afueras. Preso de una nostalgia sin ventanas, te lanzas a la fuga y no hay adónde.

lunes, 24 de marzo de 2008

Aristóteles contemplando el busto de Homero

George Steiner ha escrito Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento que, pese a ser pertinentemente refutadas por Jorge Wagensberg en El gozo intelectual, recogen un dictamen ancestral y perturbador: pensar no es vivir. El hábito del pensamiento nos aparta -el sintagma es de Joyce- del "corazón salvaje de la vida".

Decía Pessoa que todo pensamiento nace de una sensación contrariada. Esta perplejidad pessoana quiere ser una puesta en claro del carácter consolador del pensamiento. Como el amante despechado que anestesia su contrariedad entre abrazos mercenarios, el pensamiento se convierte en el refugio del deseo cuando éste se estrella contra la realidad amurallada. "Defensa frente a las ofensas de la vida", el pensamiento es una distracción ante los reclamos del dolor y de la muerte: ese juguete que cuelga del cabezal de un lecho donde agoniza un niño mortalmente enfermo.

Pero hay algo más.

Ha planeado siempre sobre el pensamiento no utilitario la sombra constante y ominosa de la sospecha. Innumerables son las voces que han establecido -y que establecerán- un hiato entre el pensamiento y la "auténtica vida". Todo pensamiento debería recordarnos la ruina de una sonrisa. Se entrega al pensamiento quien encuentra su voluntad derrumbada ante la sombra, el jugador que se ha resignado a convertirse en juguete del azar, cuyo nombre es el destino: Cada vez que tenemos una idea -sentencia Cioran-, algo se pudre en nosotros. La historia de las ideas es la historia del rencor de los solitarios. El pensador, lejos de la imagen heroica que de él labrara Rodin, actúa como el mendigo que contara y recontara ensimismado y rencoroso la miserable calderilla de la vida.

Y sin embargo, recuerdo hoy este cuadro:



Homero, Aristóteles, Alejandro. Nombres que aun hoy desafían al polvo. Rembrandt los reúne en su cuadro Aristóteles contemplando el busto de Homero. Sobre un fondo velado, que sólo se entreabre para mostrar unos libros, el viejo filósofo posa su mano derecha sobre el busto del poeta y apoya su izquierda sobre un cordón dorado del que pende la efigie de su discípulo Alejandro. Encuentro en esta obra una meditación sobre la naturaleza del pensamiento. Una apología y un homenaje.

Aristóteles contempla con una serenidad que mezcla admiración y melancolía el rostro ciego del aedo. Sus manos son el puente que une al poeta y al guerrero. Su función es hacer inteligible a Alejandro, insuflar en el joven el élan homérico. El filósofo, el pensador, no es más que un mediador, un sirviente de esos héroes transfiguradores de la vida. Su territorio son las sombras. Su destino, el polvo que azotará las efigies inmortales que acarician sus manos.

Y sin embargo, sostiene Tanizaki, la belleza nace a veces de la conversión de la necesidad en virtud. Así como los japoneses, obligados por el pragmatismo a convivir en sus hogares con la sombra, aprendieron a encontrarle o inventarle su belleza, el hombre, necesitado del pensamiento para sobrevivir, ha aprendido a convertir el medio en fin y su menesterosidad en trayecto hacia la gracia. Las altas torres del pensamiento también deben edificarse sobre la sombra, como el rostro de Aristóteles corona iluminado su oscurísima pechera. ¿Despreciaremos también el agua porque a ella nos empuje la sed? ¿Rehuiremos el retorno a Ítaca porque nos arrastre a ella la dolorosa huella en la memoria? Porque la acción es ciega si antes no ha sido templada en la forja de la reflexión. El mundo humano es mudo hasta que el pensamiento lo aferra con su garra o lo despierta con su caricia. ¿Cómo desdeñar la suerte de Aristóteles, la amorosa delicadeza de sus manos?

Pero hay algo más.

A medida que el tiempo se acorta ante mí y el panorama de la vida deja de ser un horizonte ilimitado, empiezo a comprender que la vida que se entrega al pensamiento encuentra al fin la mirada de Aristóteles. Y hay algo -lo sé- infinitamente humilde y compasivo en esa mirada. La convicción inabrogable de que la acción, por brillante y grandiosa que se presente, nunca deja de ser parcial y es siempre injusta, de que no hay caricia sin dolor ni generosidad sin herida.

Y Aristóteles y Rembrandt saben -lo sé- que hubo un tiempo para llorar a Darío y un tiempo para cortar el laberíntico nudo en Gordión; un tiempo para contemplar el alba bajo el árbol del Iluminado en la tierra del Ganges incesante y un tiempo para contemplar el ocaso donde los infinitos granos de arena, como los infinitos muertos que fueron y serán, se confunden al pie de pináculos oscuros en la mortaja que extiende la noche. Que habrá un tiempo para aquello que la presunción de los hombres enaltece como victoria y un tiempo para aquello que su orgullo desprecia como derrota. Y al final de tanta agitación, de tanta felicidad y tanta pena, la conciencia de que nada al fin importa, nada queda; que las tempestades de la ira y la pasión permanecen sólo mientras la tormenta de la sangre arrecia; y que todo al cabo se confunde y pasa, y adónde se marchó el dolor y de dónde volverá la dicha. O sólo quedan las palabras imborrables que desafían al tiempo y no pasan o regresan:

Por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento.

"Nunca estamos en casa", se lamentaba Montaigne por nuestra incapacidad para habitar el presente. Pero sin el recuerdo del pasado y el horizonte del futuro, el presente es ciego, inhabitable y cerrada nuestra casa. Pensar es la fidelidad al legado que nos ha conformado y "un mecenazgo a favor del futuro". El pensamiento es el latido de la vida y en su sístole y diástole perseveramos en el polvo ardiente que somos.

Contemplo una última vez a Aristóteles. La penumbra de su casa y la promesa de los libros, al fondo; la claridad, el agradecimiento, allí donde entrelaza su mirada con la mirada del poeta. Con su mano tendida hacia las cosas, el pensamiento traza un puente entre el corazón y el mundo. Ondea como una bandera allí donde no ha triunfado aún el deseo de desaparecer y abandonar la casa que es -hoy lo sé- mi casa.

El hombre es el sueño de una sombra

¿Cómo podría escapar alguien a aquello que nunca se pone?

¡Qué sorpresa para estas ruinas: ser visitadas por otra ruina!

miércoles, 12 de marzo de 2008

Babel

En los tiempos del mito y la prevalencia de la sangre, los hombres -vinculados por la soberbia auroral y la lengua común- edificaron la torre, antes de que la envidia divina los separase y confundiese. Tres milenios después, huérfanos a la sombra del Padre muerto, volvieron a reunirse en las espléndidas ciudades. Sin embargo, ninguna noticia de auroras: su astillado lenguaje era el crepúsculo.

A veces, en la secreta página de un libro, en el alba agotada de una alcoba, en el tortuoso laberinto de una plegaria creían descubrir una palabra perdida del lenguaje común, una señal del antiguo vínculo, fugaz y esquiva como la dicha.

Despertado por rumores lejanos que no entiendes o por el silencio intolerable, también hoy te asomas a la ventana que se abre a la noche y acechas el cielo que tus antepasados quisieron alcanzar en Babel. Y encuentras otra vez las nuevas torres, las pequeñas estrellas cuadradas que desaparecen una a una, gota a gota, en lo oscuro.

Y tú, respetando uno de las pocos gestos que te vincula aún con tus semejantes, apagas la luz y vuelves a la cama entre sombras.

La costilla de Adán (7). Libros y mujeres

Procuro no leer libros que no merezcan ser releídos, como procuro no conocer mujeres que no merezcan un reconocimiento.

lunes, 3 de marzo de 2008

Enhiesto surtidor de sombra y sueño


que acongojas el cielo con tu lanza.

Chorro que a las estrellas casi alcanza

devanado a sí mismo en loco empeño.