sábado, 22 de noviembre de 2008

Engendras el futuro al desearlo.

Promesa, fiebre, poesía,
espigas sois del corazón valiente.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Leopardos

A los filántropos por cuenta ajena*, que normalizan el delito y la barbarie en virtud de su mera recurrencia, les dedico esta parábola de Kafka. Lúcida. Terrible.

En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repetidamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la ceremonia del templo.

* (El pedabobo es, con los considerables recursos que proporciona la petulancia, la línea más corta entre la ignorancia y la estupidez.)

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Anoche

No moriré, amor mío, de fiebre calculada.
Haberlo amado todo antes de amarte,
qué perfección ahora tan inútil.

jueves, 13 de noviembre de 2008

La tierra bajo la que yaceré

es un latido más pequeña
que aquella sobre la que me arrodillo.

Elena,

Troya fue. Tú eres.

La costilla de Adán (15). Ornitología

Una absorbente voracidad lectora (espoleada por la astenia otoñal), no sé qué ternuras íntimas y, last but not least, mi penúltima trifulca con la inefable compañía Telefónica, me tienen alejado de estas páginas (nunca de ustedes, amigos lectores). Mientras persevero -con una languidez que no desalienta pero refrena a la perseverancia- en unos indecisos borradores que no se resuelven a convertirse en artículos, les dejo unas reflexiones orteguianas sobre el enamoramiento, "ese candoroso despilfarro de entrañas desconcertantes, desconcertadas" ;). Un abrazo muy cariñoso a cada uno de ustedes.

-(...) Después de todo, ¿qué razón hay para que un hombre inteligente se enamore de una mujer inteligente? Si se tratase de fundar una industria, un partido político o una escuela científica, se comprende que un espíritu claro intente sumarse otros claros espíritus; pero el menester amoroso -aun dejando de lado la dimensión sexual- no tiene nada que ver con eso; es precisamente lo opuesto a toda ocupación racional. (...) Los hombres se enamoran de las corzas, de lo que hay de corza en la mujer. Yo no diría esto delante de las damas, porque éstas fingirían un grande enojo, aunque en el fondo por nada se sentirían más halagadas.

-Entonces , para usted, el talento de la mujer, su capacidad de sacrificio, su nobleza, son cualidades sin importancia...

-No, no; tienen mucha importancia, son maravillosas, estimabilísimas -las buscamos y enaltecemos en la madre, la esposa, la hermana, la hija; pero ¿qué quiere usted?-; cuando se trata, estrictamente hablando, de enamorarse, se enamora uno de la corza emboscada que hay en la mujer.

-¡Diablo, qué me dice usted!

-El varón, cuanto más lo sea, más lleno está, hasta los bordes, de racionalidad. Todo lo que hace y obtiene lo hace y obtiene por razones, sobre todo por razones utilitarias. El amor de una mujer, esa divina entrega de su persona ultraíntima que ejecuta la mujer apasionada, es tal vez la única cosa que no se logra por razones. El centro del alma femenina, por muy inteligente que sea la mujer, está ocupado por un poder irracional. Si el varón es la persona racional, es la fémina la persona irracional. ¡Y ésta es la suprema delicia que en ella encontramos! El animal es también irracional, pero no es persona; es incapaz de darse cuenta de sí mismo y de respondernos, de darse cuenta de nosotros. No cabe trato, intimidad con él. La mujer ofrece al hombre la mágica ocasión de tratar a otro ser sin razones, de influir en él, de dominarlo, de entregarse a él, sin que ninguna razón intervenga. Créalo usted: si los pájaros tuviesen el mínimo de personalidad necesario para poder respondernos, nos enamoraríamos de los pájaros y no de la mujer. Y, viceversa, si el varón normal no se enamora de otro varón, es porque ve el alma de éste hecha toda de racionalidad, de lógica, de matemática, de poesía, de industria, de economía. Lo que desde el punto de vista varonil llamamos absurdo y capricho de la mujer es precisamente lo que nos atrae. (...)

-¡Es usted estupefaciente, amigo Olmedo!

-La idea, pues, de que el hombre valioso tiene que enamorarse de una mujer valiosa, en sentido racional, es pura geometría. El hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer talentuda, como no sea que en ella se compense el exceso de razón con un exceso de sinrazón. La mujer demasiado racional le huele a hombre, y, en vez de amor, siente hacia ella amistad y admiración. Tan falso es suponer que al varón egregio le atrae la mujer "muy lista" como la otra idea que las mujeres mismas insinceramente propagan, según la cual, ante todo, buscarían en el hombre la belleza. El hombre feo, pero inteligente, sabe muy bien que, a la postre, tiene que curar a las mujeres del aburrimiento contraído en sus "amores con hombres guapos". Las ve refluir, una tras otra, de arribada forzosa, infinitamente hastiadas de su excursión por el paisaje de la belleza masculina.

("Paisaje con una corza al fondo", Teoría de Andalucía y otros ensayos. José Ortega y Gasset)

Amor mío,

el verano no traiciona su temperatura cuando sonríes más adentro que mi adentro. Tu lágrima -oferente y candoroso despilfarro de tu entraña- resquebraja el corazón de escarcha de mi invierno.

"Hugo nos había unido"

(Jorge Luis Borges. El otro)

-Señor obispo -dijo con una lentitud que acaso provenía de la dignidad del alma, más que del desfallecimiento de las fuerzas-, he pasado mi vida en la meditación, el estudio y la contemplación. Tenía sesenta años cuando mi país me llamó y me ordenó que me mezclara en sus asuntos. Obedecí. Había abusos, los combatí; había tiranías, las destruí; había derechos y principios, yo los proclamé y los confesé. El territorio estaba invadido, yo lo defendí;
Francia estaba amenazada, le ofrecí mi pecho. No era rico, soy pobre. He sido uno de los dueños del Estado; las cajas del Banco estaban llenas de plata y oro, hasta tal punto que fue necesario apuntalar las paredes, casi próximas a hundirse con el peso de los metales preciosos; y, entretanto, yo comía en la calle del Árbol Seco, por veintidós sueldos. He socorrido a los oprimidos, he aliviado a los que padecían. He desgarrado la sábana del altar, pero ha sido para vendar las heridas de la patria. He sostenido siempre la marcha progresiva del género humano hacia la luz, y he resistido algunas veces los progresos crueles. En ocasiones, he protegido a mis adversarios, vuestros amigos. Hay en Peteghem, en Flandes, en el sitio mismo en que los reyes merovingios tenían su palacio de verano, un convento de urbanistas, la abadía de Santa Clara en Beaulieu, al cual salvé en 1793. He cumplido con mi deber, según mis fuerzas, y he hecho el bien que he podido. A pesar de esto, he sido llevado y traído, perseguido y calumniado,ridiculizado, escarnecido, maldito y proscrito. Ya, desde hace muchos años, con mis cabellos blancos, siento que muchas personas creen tener sobre mí el derecho de despreciarme; para la pobre turba ignorante, mi cara es la de un condenado, y acepto, sin por ello odiar a nadie, el aislamiento del odio. Ahora tengo ochenta años; voy a morir. ¿Qué venís a pedirme?

-Vuestra bendición -dijo el obispo.

(Victor Hugo. Los miserables)

Indómito y hermoso como los caballos, Hugo me blande como estandarte de su vértigo, su rabia, su profecía y de una mentira sobre el corazón del hombre en la que, sin embargo, creo.