miércoles, 27 de junio de 2007

Brancusi y Paz

Quieto
No en la rama
En el aire
No en el aire
En el instante
El colibrí


miércoles, 20 de junio de 2007

Internet y el futuro de la narrativa

Se ha abierto un interesante debate en varios blogs sobre la "autopublicación" sin intermediarios. No entraré en sus pormenores. Atenderé sólo a los argumentos que, por su pertinencia o su desorientación, clarifican el tema [1].

Dejo aparte controversias semánticas sobre conceptos como calidad, masa o individualización masiva. La cuestión más relevante del debate es, a mi entender, la de los filtros.

Nonwriter: Mi problema es más bien el exceso (unos 150.000 libros en español al año) y el desenfoque que este exceso procura. A medida que la marea de libros crece uno va necesitando afinar más sus métodos de selección y descarte. (...) Por eso encuentro que cada vez son más necesarios los filtros, y el montaje de la industria editorial, con sus profesionales del examen de manuscritos y sus asesores de marketing cumple, queramos que no, un papel de primer dique que no se debe desdeñar (...) Un catálogo editorial infinito (Lulu saca 15.000 libros al mes, y subiendo) desalentará al lector de novedades antes que estimularlo. Exagerando un poco la nota se puede decir que caminamos hacia un panorama donde todos seremos autores y lectores únicos de nuestras obras.

Berlin Smith: Es irrelevante para cada uno de nosotros que se publiquen ciento cincuenta mil o dos millones quinientos mil títulos al año. (...) Es bien cierto que la abundancia requiere filtros. Pero no porque unas cosas merezcan la pena y otras no, sino porque no podría encontrarse con facilidad lo a que a uno le merece la pena.

En este caso, los argumentos de Berlin cuentan con mi aprobación. Apoyo modesto cuando a Nonwriter lo secunda un Harold Bloom:


El horror que en mí provoca Internet se funda, por cómico que parezca, en algo que es una carga perpetua en mi vida: cada nuevo día trae su pila de obras maestras que yo no he pedido: poemas, cuentos, obras de teatro, novelas, ya en manuscrito, ya en galeradas o encuadernadas. No puedo responder, y a estas alturas es probable que no lo hiciera aunque pudiera. Millones de nuevos escritores, en todas las lenguas, publicarán en la red: ¿quién distinguirá entre ellos? ¿Quién los diferenciará? ¿Cómo podemos hablar del futuro de las formas literarias cuando flotarán en el enorme y amorfo océano de Internet? Nadie tendrá fuerza necesaria para afirmar que una mente, un talento individual sobresale de ese océano de muerte, el mar universal de un caos que regresa. (...) En Internet, todo el conocimiento está a nuestro alcance; sólo falta la sabiduría. Entonces, ¿tenemos que ver allí una nueva especie de libro de caballerías en el que todo se sabe y nadie es sabio?


Bloom habla (y yo seguiré hablando) de la publicación en Internet; pero es seguro que no dudaría en extender sus aprensiones a esta nueva y cuestionada forma de autopublicación en papel. Sin embargo, Bloom -pese a su alarma ante el "mar universal del caos que regresa"- ofrece una tabla de salvación a los lectores y autores náufragos en ese "océano de muerte".

No creo que la era de la información y de la realidad virtual marque el inicio de una nueva conciencia o de una nueva perspectiva en lo que en Occidente queda de cultura digna de ese nombre. Algo todavía queda, sin duda, y quedará; una vez que hemos aprendido a leer a fondo, leer es algo que difícilmente muere. Los lectores solitarios surgen por todas partes. Como escribió Emerson: "la Musa, atónita, descubre que tiene miles de su lado".

Tabla esta del buen lector a la que unos se aferran con inquieta esperanza:

Rafael Herrera: Debe haber una mediación que, con criterios de calidad, consiga filtrar la decisión personal de publicar.

Nonwriter: Al final la única manera de orientarse en la selva es fiarse de otros. (...) Pero se me ocurre que no estaría nada mal irnos posicionando como conferidores de importancia en nuestras redes.

Y que otros convierten en bajel de guerra pertrechado con cañones de futuro:

Berlin Smith: Sí es bien cierto que “tenemos trabajos que las editoriales no quieren y que, con todo, seguramente consideramos lo mejor de nuestra producción”, pero es mejor todavía que, estando en la red, siempre hay alguien (¡alguien!), que querrá acceder a él y que lo hará, por muy grande que sea la masa de libros: ya no es una masa, es la suma de miles y miles de pequeños nichos que siempre tienen personas detrás de ellos. Con la individualización masiva, los nichos y lo popular tienen sitio simultáneo siendo el lector el verdadero juez, pues elige él sus filtros de confianza para encontrar esa aguja en el pajar que encaja con sus intereses y deseos. Un filtro son ustedes mismos si les da por recomendar una lectura en sus estimados blogs [2].

Y, sin embargo, la alarma que la inflacionaria política de publicación provoca en Nonwriter, en Herrera, en Bloom está perfectamente justificada. Los tres aciertan en el diagnóstico; pero los dos primeros se equivocan en la etiología y el tercero sólo nos pone en el camino recto.

La cuestión no es que necesitemos filtros que garanticen la calidad de lo publicado (en libro o en Internet); ese argumento lo desmonta Berlin Smith cuando sostiene -acertadamente- que sólo necesitamos filtros que nos guíen (sea en inestable pecio o en insumergible bajel) hasta la literatura que amamos. Pero Berlin no repara en un problema primario y esencial: sólo puede haber faros mientras sigan existiendo esos lectores del lado de la Musa que, por la fuerza de su autoridad lectora, se constituyen en filtros y brújulas. Y que la existencia de esos lectores depende, necesariamente, de la existencia de escritores a través de los que la Musa habla. El sistema de filtros deja de tener sentido cuando no hay mensaje de la Musa que escuchar ni oídos capacitados para escucharlo.

El mismo Bloom parece dejarse vencer a veces por el escepticismo:

A veces le doy vueltas a la idea de convertirme en nigromante, a la manera de Próspero, y despertar a mi ídolo, el doctor Samuel Johnson, el más grande de todos los críticos literarios, del sueño de la muerte. Johnson, horrorizado ya en sus días por la muchedumbre que se apiñaba en Grub Street, daría la espalda al caos que se nos viene encima, se encogería expresivamente de hombros y volvería a Homero y a Shakespeare [3].


Sin embargo, apelando a su fe en el genio, Bloom consigue vencer su johnsoniano escepticismo y extiende hacia los grandes escritores la confianza otorgada antes a los grandes lectores:

Nadie puede profetizar el advenimiento de otro escritor de la altura que con toda razón otorgamos a Kafka, Proust, Joyce y Beckett. Hasta que vuelvan a aparecer entre nosotros autores de esa fecundidad y originalidad, seremos incapaces de decir si las nuevas formas literarias engendrarán titanes o si la inquietante e intensa energía de un gran espíritu creará una forma nueva, una manera de narrar que tal vez ahora no reconocemos como tal. (...) Sugiero aquí que, hoy más que nunca, necesitamos regresar a la idea de genio individual, a la forma del escritor más que al escritor en la forma. La imaginación literaria y las formas narrativas no existirán fuera de sus encarnaciones en posibles escritores y posibles obras. El futuro de la narrativa es, por fuerza, el futuro de los escritores que, en sus cruciales combates con el pasado, repetirán la lucha de Homero.
En contra de McLuhan, declara: Sin embargo, no debemos sobrestimar la influencia de la tecnología en el genio literario, que sigue sus propias leyes, desafiando a menudo las sobre- determinaciones del historicismo.

El medio no es el mensaje. No obstante, aunque el imperio tecnológico no acabará con el genio literario, las presiones que éste ejercen sobre la actividad de la escritura son tan poderosas que han condenado a la narrativa "tradicional". Las nuevas tecnologías influirán decisivamente en el genio futuro, ya que -para confirmarse como tal- deberá escribir contra el mundo que éstas habilitan. Los nuevos narradores de genio serán aquellos que obtengan sus fuerzas de las limitaciones que les imponga el medio tecnológico. El arte del futuro será elíptico o no será. Merece la pena reproducir por extenso la reflexión de Bloom:

¿Dónde encontrar la sabiduría si hemos de desterrarla de la literatura? En narrativa, las discontinuidades casi siempre han marcado esa forma que llamamos romance; tal vez los del siglo XXI tomen la discontinuidad como punto de partida y de llegada. Pero si la discontinuidad absoluta puede seguir siendo narrativa es una cuestión ya zanjada por el fracaso de todos esos métodos, desde Dadá a Burroughs, que nos han dejado un par de aforismos y poco más. ¿Dónde, entonces, encontrará sus modelos la futura forma? (...) Tal como insiste Alistair Fowles en Kinds of Literature (1982), el término narrativa es dudoso como distinción de género. En el sentido en que ahora lo empleamos, tiende a ser un término literario engañoso, pues con él abarcamos toda la novela occidental, desde Henry Fielding y Laurence Sterne hasta Marcel Proust y el primer Samuel Beckett. Y esta forma, aunque no muerta, está muriéndose; se ahogará en el oceánico Internet. (...)

Sin embargo, Homero, que sigue siendo el mayor contador de historias -junto con el escritor Y, el Yahvista-, funda su arte precisamente en no contar todo lo que ha oído. Allí, en la transición entre memoria oral y escrita, nos cautiva la autoridad de historias contadas sólo en parte. Para mí, ésta es una pista sobre el futuro de la narrativa en el momento en que entramos en la era de la información total. Si aparecen entre nosotros nuevos talentos en el arte de contar historias, evitarán lo enciclopédico, algo que todavía es un mérito peligroso en Thomas Pynchon. El arte narrativo será una elipsis. (...)

La literatura sapiencial es casi siempre elíptica; los buenos proverbios evitan declarar sus valores. ¿Dónde encontrar la sabiduría? En las narraciones elípticas del futuro que se parecerán más a Lewis Carrol que a Flaubert y Joyce, espero ver el consejo indirecto y sabio que sólo la literatura puede brindar. Thoreau dijo que no era ni un ápice mejor que sus vecinos; sólo leía libros mejores. Las dificultades de lo enciclopédico -de Finnegans Wake y En busca del tiempo perdido- no convienen a la era de la información. (...)

En mi opinión, el futuro pertenece, en parte, a una especie de literatura sapiencial elíptica, tal vez un verdadero regreso a Lewis Carrol y a visionarios afines de un mundo especular. Al mirar en un espejo, no vemos la realidad virtual. Vemos, en cambio, nuestra realidad, aunque muchas cosas queden fuera. La sabiduría determinará cuánto hay que omitir en esos torsos caros y elitistas que constituirán nuestra mejor narrativa en el futuro próximo.


Siguiendo su costumbre, el apocalipsis sólo ha sido alimento para los profesores y un desahogo para los resentidos:

El cielo no se vino abajo en la época de T.S. Eliot, ni con la moda de los profetas postmodernistas de París, y tampoco ha caído el cielo sobre nosotros durante lo que he llamado los días del resentimiento, de esa corrección política que ya decae.

Las trompetas que, con la llegada de las nuevas tecnologías, anunciaban el apocalipsis han resultado tocar, una vez más, fanfarrias por un nuevo comienzo. Y, sin embargo, un oído atento puede escuchar las notas desafinadas.

El peligro de la autopublicación es el mismo que el la publicación en Internet: caer en la red (metáfora doblemente pertinente) de la cultura de la prisa y la facilidad. Se dirá que el escritor de artículos en bitácoras y foros no pretende pasar por autor de obras "serias" o de largo aliento, que su labor es más parecida a la del articulista de prensa. Puede que sea cierto. Pero, contra Bloom, yo no menospreciaría los condicionamientos del medio. Escribir en Internet nos acostumbra a la instantaneidad, nos confiere la satisfacción de sabernos leídos casi sin necesidad de trabajar los textos. Tras cada publicación en Internet, uno puede oír el consejo de Berlin Smith:

Escribid y publicad malditos (...), sed dueños de vuestro trabajo, divulgadlo, vendedlo o regalarlo si queréis, regodearos con vuestro nombre oliendo a tinta. Que no os importe que os lean tres o cuato o cinco. Basta que os lean. Sed libres, haceros artistas. "Regodearos con vuestro nombre oliendo a tinta".
Uno no publica tanto porque sienta que tiene algo relevante que decir, como por el propio placer onfaloscópico de verse publicado. Millones de blogs inundan la red con vulgares o sofisticadas banalidades. Escribimos artículos propios, comentamos los ajenos, respondemos a los comentarios que recibimos... Acabamos convirtiendo nuestras páginas de Internet en espejos que nos confirman a diario como los escritores que queremos o creemos ser. Es el "kikirikí autoafirmativo del yo" contra el que nos alerta Rafael Sánchez Ferlosio.

El problema, pues, no es encontrar la aguja del texto deslumbrante en el gigantesco y oscuro pajar, sino evitar la tentación de la facilidad. Lo dice el propio Bloom:

Sin embargo, para el lector, la búsqueda de lo Sublime siempre exigirá abandonar los placeres fáciles por otros más difíciles.


La cuestión es si la costumbre de escribir en Internet no nos hace aun más difícil lo difícil. Nunca, desde la extensión de la alfabetización, la "alta cultura" había sido tan menospreciada. Desde el mismo centro del mundo letrado, nuestros sistemas educativos han precipitado un ataque inequívoco contra el elitismo cultural: la aristocracia del mérito y del talento ha sido sustituida por la demagogia de la mediocridad. Cierto: la alta cultura siempre ha sido materia viva para unos pocos. Dante, Milton, Proust nunca fueron lecturas comunes; pero sí eran el modelo (aunque se tratara de mera retórica) de los sistemas educativos oficiales y de las clases letradas. Hoy, ni siquiera sobreviven en los (ensimismadamente nacionales) manuales de literatura. En buena parte del mundo occidental, especialmente en los Estados Unidos -país del que se ha importado la ideología del actual sistema educativo español-, incluso se los denigra:

Philip Roth: Leer a los clásicos es demasiado difícil, por lo que la culpa la tienen los clásicos. Hoy el alumno hace valer su incapacidad como un privilegio. Si no puedo aprender una cosa es porque hay algo erróneo en ella, y especialmente en el mal profesor que quiere enseñarla. Ya no hay criterios, señor Zuckerman, sino sólo opiniones.

Aunque no hay profesor que ignore esta realidad, no soy apocalíptico: la gran literatura, qué duda cabe, sobrevivirá a esta y a otras zozobras futuras; pero tampoco soy integrado. Las docilidades de internet y de la autopublicación crearán la ficción de que hay más escritores; pero no favorecerá la aparición de nuevos talentos. Es incluso presumible que los hará más infrecuentes. ¿Descubrirá la Musa, atónita, que cada vez tiene menos de su lado?

Fatal y quizá irreversiblemente, nos hemos acostumbrado a las comodidades de la facilidad. Nos hemos entregado a la neurótica dependencia de los teléfonos móviles, los foros, las bitácoras, los chats, el correo electrónico. Incluso la televisión y la radio -temerosas de perder su puesto en la "feria" de la comunicación- se han vuelto interactivas. Hoy, nuestro lema es el consejo de Marshall McLuhan:

Lo que sucede es que debemos vivir con los vivos.

Esto es: conectados permanentemente con los demás; demandando atención y respondiendo a las demandas de atención inmediata; entregándonos a ese simulacro de comunicación que las nuevas tecnologías nos procuran [4].

Acaso, la cuestión de nuestro tiempo sea, en palabras de Jonathan Franzen: el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae. El verdadero lector y el verdadero escritor deben aprender, por encima de cualquier otra cosa, a estar solos [5].

Quevedo, incurriendo en un anacronismo que ha sido descubierto a la larga, contesta a McLuhan desde el pozo del pasado:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas, que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadoras,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.


La supervivencia de la gran literatura depende hoy (ha dependido siempre) de esas minuciosas, sosegadas y fecundas conversaciones entre los vivos y los muertos.

En el Libro del Bushido podemos leer:

La soledad del samurái sólo es comparable a la de un tigre en la jungla.

El lector y el escritor serios serán merecedores, hoy más que nunca, de ese destino ejemplar.



[1] Estos son los artículos a los que hago referencia:

http://www.generacionred.net/2007/06/13/libros-masa-sea-vulgar-publique-un-libro/
http://nonwriter.blogspot.com/2007/06/morir-de-exceso.html
http://www.generacionred.net/2007/06/15/autores-rebeldes-en-contra-de-berlin-smith/

[2] Claro que las esperanzas de Bloom son tan inestables como sus profecías apocalípticas: Es posible que no vuelva a haber monstruos de la lectura. Tal vez represente yo una especie extinta [uno quiere suponer verdadera autoironía a lo que precede y a lo que sigue], y éste es precisamente el temor en que se inspiran mis bromas esporádicas, como cuando digo que soy un Bloom Brontosaurus Bardolator.

[3] Nonwriter apostilla, acaso sin saberlo: Tengo un amigo que se niega a leer nada que no tenga doscientos años como mínimo; sin darle la razón del todo, tiendo cada vez más a ese escepticismo ante las novedades. [Nihil novum sub sole].

[4] Cito un trabajo universitario sobre el pensamiento de McLuhan: El medio eléctrico ha roto las barreras comunicacionales de tiempo y espacio. Lo que antes se llamaba público (entes aislados, con puntos de vista diferentes), el medio eléctrico lo constituyó como masa (entes relacionados entre sí, obligados al compromiso y a la participación). Ahora, por más que algunos quieran conservar el pensamiento lineal y no participativo, no existen individuos aislados: todos vivimos en una aldea global en la que continuamente estamos siendo bombardeados con información nueva, una tras otra. (...) Actualmente, el medio más atractivo para analizar este punto de vista es Internet. McLuhan tuvo la facultad de visualizar un medio donde no existe el espacio, una especie de “feria mundial” donde se maneja la información a la velocidad de la luz y sin restricción alguna. Con esta nueva tecnología se rompe definitivamente el patrón aislado y limitativo; todas las personas tienen acceso a la información actualizada y a la comunicación masiva en tiempo real. El individuo se torna dinámico y participativo y la respuesta es inmediata.

[5] Tema que trataré con mayor profundidad en otro artículo (uno más).

viernes, 1 de junio de 2007

La arquitectura del ocaso

A lo largo de los últimos meses, he participado asiduamente en varios foros dedicados al sistema educativo español. En todos he encontrado el mismo diagnóstico: el sistema educativo actual ha generado unas condiciones que dificultan que los alumnos puedan recibir una formación adecuada y que los docentes puedan realizar su trabajo en condiciones dignas.

Aunque sólo desde hace poco tiempo se ha empezado a prestar atención mediática (y frívola) a este diagnóstico, las críticas no son recientes. Aun antes de su aplicación, muchos docentes advirtieron que, si no se financiaba con más generosidad, la LOGSE supondría un empeoramiento del sistema educativo: el proyecto era bueno; pero podía fracasar por una desacertada aplicación. Algunos docentes (pocos) eran incluso más críticos; no se trataba de un problema de financiación: la LOGSE era perniciosa por sí misma: estaba basada en una filosofía errada que, de ser llevada a la práctica, conduciría inevitablemente a la decadencia del sistema educativo.

Los creadores y los entusiastas de la LOGSE desatendieron las tímidas advertencias de los primeros y anatemizaron las críticas de los segundos. Éstas últimas, fue su argumento, provenían de docentes anclados en un paradigma educativo obsoleto: defensores de un modelo de profesor autoritario, conservador, elitista... No habían sabido o querido adaptarse a un nuevo rol que les restaba parte del poder abusivo que habían ido acumulando en las últimas décadas y que provenía del franquismo. Si la Constitución de 1978 había supuesto el fin del anterior sistema político, la LOGSE supondría un cambio análogo: la democratización del antiguo, clasista y autoritario modelo educativo. Pese a que muchos de estos profesores críticos provenían de las izquierdas, casi todos acabaron atemperando o silenciando sus reticencias, temerosos de ser acusados de reaccionarios y amedrentados por la presión de una mayoría social que veía en la LOGSE un modelo revolucionario, que finiquitaría los últimos residuos del franquismo en el sistema educativo.

Sin embargo, los primeros síntomas empezaron advertirse pronto: hasta los profesores más afines se veían obligados a reconocer que los primeros alumnos educados en el modelo LOGSE estaban peor preparados, a la misma edad, que los alumnos educados en el sistema anterior. Ante estas críticas, en principio discretas y timoratas, las administraciones encontraron varias disculpas: la primera (tópica) fue negar la realidad; el nivel no era inferior: en el nuevo sistema se valoraban otros aspectos inapreciados en el modelo antiguo. El nuevo alumno debía desarrollar un espítitu creativo y actitudes constructivas y democráticas: no ser un reproductor acrítico de conceptos aprendidos de memoria.

Convencidos o no, muchos docentes cerraron los ojos ante la realidad; pero sólo por un tiempo. Los hechos se obstinaron en negar la verdad oficial: los nuevos alumnos no sólo demostraban adquirir menos "conceptos" que los antiguos; manifestaban, también, una actitud más pasiva hacia su formación y un comportamiento nada democrático: el ambiente en las aulas era cada vez más crispado. Los profesores, para poder realizar su trabajo en unas condiciones mínimas de orden, respeto y silencio, se vieron obligados a expulsar a alumnos de sus clases con alarmante frecuencia.

Las administraciones educativas, temerosas de que esta nueva situación se hiciera pública, abrieron un doble frente: una política de normalización y control a cargo de inspectores, psicopedagogos y muchas directivas; otra, propagandística e ideológica, a cargo de los responsables políticos. Internamente, se encargó al equipo de inspectores, psicopedagos y directivas afines (con un perfecto reparto de papeles: de perfil duro y blando) la tarea de persuadir a los docentes para que asumieran que los conflictos en el aula no eran responsabilidad de los alumnos, sino de los propios profesores: culpables de no motivar a sus pupilos. La ley del silencio se impuso en los institutos. Externamente, los políticos presentaban la LOGSE como un avance social incuestionable: los jóvenes españoles, escolarizados obligatoriamente hasta los dieciséis años, recibían dos años más de formación académica; las nuevas conductas en clase, de hecho, no eran producto de actitudes pasivas, irrespetuosas o indisciplinadas: nacían del espíritu crítico e inconformista que la LOGSE estaba inculcando en los antiguamente enajenados estudiantes.

Mientras se socavaba la autoridad de los profesores, se otorgó a las asociaciones de padres (tradicionalmente mal avenidas con los docentes) un poder sin precedentes en la historia del sistema educativo español. Pese a que muchos padres se percataban de que el nivel de conocimientos de sus hijos descendía año tras año, la promoción obligada (apenas se podía repetir curso) y la expedición casi indiscriminada de títulos silenciaban la evidencia; de hecho, la mayoría de los padres había asumido, desde el principio, la política de la Administración educativa: lo importante era el título.

El punto de inflexión lo marcaron indicadores imposibles de ocultar. Externamente, los Informes PISA situaban el nivel educativo de España en la cola de los países económicamente desarrollados. Internamente, pese a las inéditas facilidades para la obtención del título de Secundaria, el llamado fracaso escolar se hacía endémico: el número de alumnos de bachillerato disminuía al tiempo que aumentaba el número de alumnos que abandonaban, inconclusa, la Enseñanza Obligatoria. La demolición de la Formación Profesional los dejaba además, desconocedores de un oficio y en un estado de semianalfabetismo, en un mercado laboral altamente competitivo; mano de obra barata y fácimente manipulable.

Por otra parte, la indisciplina en las aulas había dado paso a episodios de violencia cada vez menos anecdóticos. Empezaban a ser frecuentes las agresiones a profesores por parte de alumnos y padres. Aun en esta situación, muchos profesores siguieron asumiendo (convencidos o resignados) la política de culpabilización de los delegados administrativos: inspectores, psicopedagogos y directivas fieles. Ante la indiferencia o incluso la suspicacia social, las bajas por depresión entre el profesorado aumentaron hasta niveles inauditos. Sólo cuando los episodios de violencia salpicaron al propio alumnado, empezaron los padres a ser conscientes del problema. Los alumnos violentos no sólo impedían que los demás recibieran sus clases con normalidad: habían instaurado una auténtica oligarquía matona en infinidad de centros. Más que la preocupación por la salud del sistema educativo, la alarma de los padres y la compulsión del amarillismo convirtieron el "acoso escolar" en un fenómeno mediático que alcanzó su culminación en la cobertura del caso Yokin, el suicidio de un chico vasco hostigado por sus compañeros.

En un desesperado intento por eximirse de su responsabilidad, algunos sectores sociales y políticos intentaron una vez más, sutil y taimadamente, convertir a los profesores (el sector minoritario y más desprotegido) en el chivo expiatorio. En principio, culpables de autoritarismo, se les desposeyó de toda autoridad; más tarde, culpables de indiferencia, se les acusó de no ejercerla. Pero era ya una situación insostenible.

Las administraciones educativas reconocieron, si bien con matices atenuantes, la realidad que algunos profesores habían venido denunciando durante años. Los cambios en la sociedad, el acceso masivo de las madres al mundo laboral, la impericia para reconducir a los estudiantes pasivos escolarizados hasta los dieciséis años, la influencia de los medios de comunicación, la inmigración... cualquier excusa era válida para no asumir el fracaso del sistema. Un sistema educativo con un nivel de gasto sin precedentes y una indigencia de resultados que, por primera vez en la historia de la democracia, había formado a promociones peor preparadas que las precedentes. Mientras tanto, la educación concertada y privada creciendo a la sombra del sistema público y aumentando el escalón social entre los estudiantes de clases desfavorecidas y clases pudientes. Hasta aquí, el pasado.

Hoy, pese al lento pero inexorable naufragio del sistema, ningún partido político parece dispuesto a reconocer el error y rectificar; ni siquiera los partidos más críticos apuestan por una reforma radical del sistema educativo. Muchos padres, desorientados, se reconocen sin tiempo ni capacidad (ni ganas) para reconducir la conducta de sus hijos. No menos profesores, quemados por años de desprotección y desprestigio y entregados a un fatalismo no exento de irresponsabilidad, confían en que las cosas se arreglen por sí mismas. La mayoría de los sindicalistas, sesteando en sus despachos y liberados de dar clases, proponen planes superficiales y demagógicos para salvar la cara ante a sus electores. Las administraciones educativas, inmutables, insisten en invertir más dinero en políticas que han demostrado cumplidamente su inoperancia.

En el futuro, la sociedad española habrá de asumir a una generación deteriorada cívicamente e intelectualmente más pobre, educada en un sistema que entronizó lo lúdico y el oxímoron de una libertad sin normas, mientras desprestigiaba los valores de la autoridad, la disciplina, el esfuerzo y la excelencia. Llevamos ya demasiado tiempo sufriendo las consecuencias y, si no ponemos pronto remedio, se acentuarán en los próximos años.

En el pasado, aún era excusable decir que se desconocían las consecuencias que provocaría la implantación del actual sistema educativo. Hoy, son tristemente célebres; ya no hay excusas. En el futuro, se nos hará responsables de las decisiones que, cada uno de nosotros (alumnos, padres, profesores, directivos, sindicalistas, cargos administrativos, políticos, votantes), adoptemos frente al problema educativo de nuestro país. "Esta es la democracia de la gracia o de la condenación".

París, 31 de marzo

Viajo a París. En el avión, escucho el Trío para piano, violín y violonchelo op. 8 de Johannes Brahms. A mi lado, una pareja de anglosajones que me ven escribir parecen interesarse por lo que hago. Ella aparenta tener más de cuarenta; él ronda los cincuenta. Se han comportado durante el despegue como adolescentes (una azafata les ha llamado un par de veces la atención por no haberse colocado el cinturón de seguridad). Él se acerca a ella continuamente para besarla y la obliga juguetonamente a colocar una mano entre sus piernas. Parecen demasiado acaramelados para llevar juntos mucho tiempo: la manera como él la abraza y ella se deja abrazar, la forma infantil de juntar las rodillas (prefiriendo la cercanía a la comodidad) me hacen sospechar que son una pareja reciente -acaso adúlteros-. Sin duda, su viaje a París es un viaje a París.

Al llegar al aeropuerto de Orly, oigo a lo lejos música sacra. Al momento descubro que proviene de un coro, formado mayoritariamente por ancianos, que interpreta un Aleluya. Es difícil resistir la tentación de imaginar que se trata de una secreta bienvenida.

En el metro, un hombre vestido con un abrigo de cuero está de pie, a mi lado. Todo en su aspecto -el cabello, los rasgos, la altivez- es inequívocamente francés y varonil. Parece acostumbrado a seducir sin esfuerzo, casi con displicencia. Una vez leí que la estima que un artista tiene de su arte es menor cuanto mayor es la facilidad y el talento con que lo practica. Conquistar con demasiada facilidad suele conducir también al desprecio de las personas que seducimos y a una indiferencia que sólo encuentra satisfacción en la donjuanesca acumulación de conquistas.

Más tarde, mientras espero en el andén, aparece otro hombre: alto, espigado, protegido -pese al calor- con bufanda, boina y un largo abrigo de paño negros como el carbón. Su rostro de tísico, sus maneras tímidas y desvalidas se me antojan incoherentes en esta estación atestada e interracial. Parece salido de otra época: el duro y agitado París de la posguerra. El hombre de la boina, como yo, espera el metro; pero da la impresión de no poder ir realmente a ningún lugar: vaya donde vaya, vivirá ya siempre exiliado de su propio tiempo.

Salgo a la Plaza de la República: bajo una tenue lluvia, un subsahariano entona con voz profunda y templada lo que entiendo que es un son senegalés. Por un momento, los paseantes de París retardan su paso, sorprendidos por esta voz que arrastra el eco y el perfume de tierras lejanas y evoca imágenes que palpitan, al compás de la música, en la memoria de la imaginación.

El altivo seductor, el hombre de la boina y el presunto senegalés se me aparecen ahora como tres metáforas del habitar. El primero, tan perfectamente anclado en el mundo que ha acabado por habitarlo con hastío; el segundo, definitivamente fuera de su mundo; el tercero, aguardando a las puertas de un mundo al que aún no puede llamar propio.

Al anochecer, observo racimos de muchachas y muchachos parisinos que acuden a encontrarse. Van vestidos con ropas manifiestamente insuficientes para las bajas temperaturas nocturnas y caminan con una rapidez que es una mezcla de impaciencia por el encuentro y de táctica para atenuar el nerviosismo y el frío. Los imagino dentro de unas horas, de vuelta a casa, aturdidos por un tabaco y un alcohol que no han logrado calmar sus expectativas insatisfechas; ateridos y fatigados por los rigores de la soledad. Y les deseo que tengan suerte: que encuentren la respuesta de esos labios y esos brazos hacia los que ahora caminan, desabrigados y desprotegidos, en la oscuridad de la noche.

Ciertos temperamentos experimentan una vanidosa satisfacción por la renuncia. Hace tiempo, cuando -en un autobús, en una salida nocturna, en una clase- me sentía atraído por una chica en apariencia imposible, me gustaba fantasear con ella: cómo sería seducirla, compartir intimidades, rutinas, cama, familiares, complicidades, problemas, viajes... Al cabo de un rato estaba tan agotado y tan satisfecho por mi capacidad de renunciar a todo que me alejaba de ella en silencio: agradeciéndole sin melancolía los servicios no prestados y esa vida que no llegaríamos a vivir juntos. Hoy siento, con un ánimo menos condescendiente, que algunas chicas de París -una negrita joven y alegre en la terraza de un café; una chica menuda, morena y dulce a la salida del metro; otra rubia, elegante y sensual en el atardecer de unos jardines-, entrevistas al cruzarme en su camino y a las que trato de retener inútilmente con el pensamiento y el deseo, se llevan con su paso rápido e irreversible esa vida que nunca compartiremos.

El hombre del guante

El hombre del guante forma parte de la colección del Museo del Louvre de París. Las reproducciones del retrato no hacen justicia al original; la serena luz que ilumina las obras de Tiziano se pierde, fatalmente, en fotografía.


En el cuadro, un hombre joven mira a su izquierda apoyado en uno de sus brazos; pero no descansa: nada en su rostro indica pasividad ni quietud. La nobleza de sus rasgos (la nariz recta y elegante; el mentón suavemente marcado; la frente límpida y amplia) y la fuerza de sus gigantescas y delicadas manos... todo en él transmite resolución, firmeza y valor. Pero es el contraste de los ojos y los labios lo que capta nuestra mirada. Los ojos verdes, inmensos, penetrantemente abiertos y los labios sensuales, bien perfilados y sellados. Esa mirada confiesa lo que los labios intentan decorosamente callar.

Al parecer, el cuadro formaba parte de un díptico: el hombre del guante debía contemplar a su esposa -de ahí el anillo que el modelo ostenta con decoro-. Prefiero pensar que esos ojos inaccesibles son una cortesía de Tiziano, que tuvo la delicadeza de ahorrar al espectador una confrontación directa con su modelo: es difícil no sentirse innoble ante la pureza de esa mirada.

Este retrato, como todos los retratos dignos de ese nombre, nos confronta con la apoteosis de la individualidad: hace palpables los pliegues del yo. Un yo que irrumpía en el Renacimiento con el ímpetu de una fuerza enterrada durante un milenio. El cuadro de Tiziano parece estar a punto de revelarnos algo. Ante él, casi desciframos el susurro de una confidencia que nos será finalmente negada. Sentimos que el pintor ha entreabierto unas puertas que se cierran de golpe -como los discretos labios de su modelo- cuando estamos a punto de entrever lo que hay detrás.

Vuelvo al joven del cuadro. Una de sus manos está cubierta por un guante; la otra está desnuda. No se trata sólo -como explican los rutinarios iconógrafos- de una convención para indicarnos la noble condición social del modelo. Es un eco del contraste entre sus labios cerrados y su mirada abierta. Todo en él está a la vez oculto y revelado.

Siento ahora, al describirlo, lo mismo que sentí frente al original. El joven del guante no mira al espectador ni a su invisible esposa: se contempla a sí mismo. Parece admirarse en un espejo sin llegar a comprenderse del todo. Este hombre es un enigma para el espectador y para sí mismo. Pero el espectador acaba comprendiendo que el misterio de este joven (como el misterio del yo, como el misterio del mundo) es inaccesible porque no existe. No hay tal misterio. El yo, el mundo, no necesitan ser interrogados: nos basta con contemplarlos bajo la acogedora luz que inunda el lienzo de Tiziano. El arte es la experiencia que convierte la mirada errante en epifanía.

La ética de lo esencial

Borges, Calvino, Steiner... Estos monstruos de la lectura coinciden: aquel que no siente una apremiante ansiedad ante la llamada desoída, ante el mudo reproche de los libros que permanecerán cerrados para siempre en nuestra biblioteca no es un verdadero lector.

Y sin embargo... Me siento cada vez más cerca de genios indolentes y pausados como Flaubert y Lichtenberg. Recojo una frase del primero:

¡Qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros!

¿Cuántos leemos hoy en profundidad? ¿Cuántos memorizamos las páginas que "nos han leído" -la frase es de Steiner- profundamente? ¿Se puede decir que uno ha leído de corazón El Quijote o Los hermanos Karamázov sin haber hecho varias relecturas? El propio Borges confesaba que sólo leía por ser ésta la condición indispensable para poder releer.

La bulimia propia de lectores como Harold Bloom me suscita una profunda desconfianza. Sintomáticamente, sólo me persuaden sus lecturas de Shakespeare y de algún otro autor anglosajón; es decir, de aquellos escritores que ha releído una y otra vez.

Horrorizado por la vacua erudición, por la "docta barbarie" de los intelectuales de su tiempo, Lichtenberg escribió:

Resulta asombroso constatar cuán poco solemos hacer aquello que, sin embargo, consideramos útil y además sería fácil hacer. El ansia de querer saber mucho en poco tiempo impide, a menudo, investigar con precisión. Pero incluso al hombre que sabe esto le es muy difícil verificar algo con exactitud, aunque sepa que, si no verifica, tampoco alcanzará su objetivo final de aprender mucho.


El elogio de la lentitud y la precisión. Juan de Mairena imaginaba un pueblo inteligente, fino, sensible, de artesanos que saben su oficio y para quienes hacer bien las cosas es, como para el artista, mucho más importantes que hacerlas. Uno sueña con la existencia de una comunidad de lectores similar.

Acabaré esta nota (pedantemente contradictoria) con una anécdota extraída del ensayo El telón, de Milan Kundera. El escritor checo recomienda a un amigo francés que lea a Gombrowicz. Éste lee una obra menor y queda decepcionado. Kundera lo reconviene y lo emplaza a probar suerte con una de sus obras maestras. La respuesta del francés se me antoja admirable:
Amigo mío, la vida se acorta ante mí. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardada para tu autor.
Éste (y no la adolescente pasión competitiva de Bloom) es el profundo sentido del canon literario. Rescatar los libros esenciales del incendio del tiempo. El propio Kundera lo llama: la ética de lo esencial. Es la humilde propuesta de estas páginas.

La torre de Montaigne

El lugar más pacífico y más bello, desde donde la cúpula del día se ve como el interior de un cráneo iluminado que piensa en la verdad...

(Rafael Sánchez Ferlosio)