Viajo a París. En el avión, escucho el Trío para piano, violín y violonchelo op. 8 de Johannes Brahms. A mi lado, una pareja de anglosajones que me ven escribir parecen interesarse por lo que hago. Ella aparenta tener más de cuarenta; él ronda los cincuenta. Se han comportado durante el despegue como adolescentes (una azafata les ha llamado un par de veces la atención por no haberse colocado el cinturón de seguridad). Él se acerca a ella continuamente para besarla y la obliga juguetonamente a colocar una mano entre sus piernas. Parecen demasiado acaramelados para llevar juntos mucho tiempo: la manera como él la abraza y ella se deja abrazar, la forma infantil de juntar las rodillas (prefiriendo la cercanía a la comodidad) me hacen sospechar que son una pareja reciente -acaso adúlteros-. Sin duda, su viaje a París es un viaje a París.
Al llegar al aeropuerto de Orly, oigo a lo lejos música sacra. Al momento descubro que proviene de un coro, formado mayoritariamente por ancianos, que interpreta un Aleluya. Es difícil resistir la tentación de imaginar que se trata de una secreta bienvenida.
En el metro, un hombre vestido con un abrigo de cuero está de pie, a mi lado. Todo en su aspecto -el cabello, los rasgos, la altivez- es inequívocamente francés y varonil. Parece acostumbrado a seducir sin esfuerzo, casi con displicencia. Una vez leí que la estima que un artista tiene de su arte es menor cuanto mayor es la facilidad y el talento con que lo practica. Conquistar con demasiada facilidad suele conducir también al desprecio de las personas que seducimos y a una indiferencia que sólo encuentra satisfacción en la donjuanesca acumulación de conquistas.
Más tarde, mientras espero en el andén, aparece otro hombre: alto, espigado, protegido -pese al calor- con bufanda, boina y un largo abrigo de paño negros como el carbón. Su rostro de tísico, sus maneras tímidas y desvalidas se me antojan incoherentes en esta estación atestada e interracial. Parece salido de otra época: el duro y agitado París de la posguerra. El hombre de la boina, como yo, espera el metro; pero da la impresión de no poder ir realmente a ningún lugar: vaya donde vaya, vivirá ya siempre exiliado de su propio tiempo.
Salgo a la Plaza de la República: bajo una tenue lluvia, un subsahariano entona con voz profunda y templada lo que entiendo que es un son senegalés. Por un momento, los paseantes de París retardan su paso, sorprendidos por esta voz que arrastra el eco y el perfume de tierras lejanas y evoca imágenes que palpitan, al compás de la música, en la memoria de la imaginación.
El altivo seductor, el hombre de la boina y el presunto senegalés se me aparecen ahora como tres metáforas del habitar. El primero, tan perfectamente anclado en el mundo que ha acabado por habitarlo con hastío; el segundo, definitivamente fuera de su mundo; el tercero, aguardando a las puertas de un mundo al que aún no puede llamar propio.
Al anochecer, observo racimos de muchachas y muchachos parisinos que acuden a encontrarse. Van vestidos con ropas manifiestamente insuficientes para las bajas temperaturas nocturnas y caminan con una rapidez que es una mezcla de impaciencia por el encuentro y de táctica para atenuar el nerviosismo y el frío. Los imagino dentro de unas horas, de vuelta a casa, aturdidos por un tabaco y un alcohol que no han logrado calmar sus expectativas insatisfechas; ateridos y fatigados por los rigores de la soledad. Y les deseo que tengan suerte: que encuentren la respuesta de esos labios y esos brazos hacia los que ahora caminan, desabrigados y desprotegidos, en la oscuridad de la noche.
Ciertos temperamentos experimentan una vanidosa satisfacción por la renuncia. Hace tiempo, cuando -en un autobús, en una salida nocturna, en una clase- me sentía atraído por una chica en apariencia imposible, me gustaba fantasear con ella: cómo sería seducirla, compartir intimidades, rutinas, cama, familiares, complicidades, problemas, viajes... Al cabo de un rato estaba tan agotado y tan satisfecho por mi capacidad de renunciar a todo que me alejaba de ella en silencio: agradeciéndole sin melancolía los servicios no prestados y esa vida que no llegaríamos a vivir juntos. Hoy siento, con un ánimo menos condescendiente, que algunas chicas de París -una negrita joven y alegre en la terraza de un café; una chica menuda, morena y dulce a la salida del metro; otra rubia, elegante y sensual en el atardecer de unos jardines-, entrevistas al cruzarme en su camino y a las que trato de retener inútilmente con el pensamiento y el deseo, se llevan con su paso rápido e irreversible esa vida que nunca compartiremos.
Al llegar al aeropuerto de Orly, oigo a lo lejos música sacra. Al momento descubro que proviene de un coro, formado mayoritariamente por ancianos, que interpreta un Aleluya. Es difícil resistir la tentación de imaginar que se trata de una secreta bienvenida.
En el metro, un hombre vestido con un abrigo de cuero está de pie, a mi lado. Todo en su aspecto -el cabello, los rasgos, la altivez- es inequívocamente francés y varonil. Parece acostumbrado a seducir sin esfuerzo, casi con displicencia. Una vez leí que la estima que un artista tiene de su arte es menor cuanto mayor es la facilidad y el talento con que lo practica. Conquistar con demasiada facilidad suele conducir también al desprecio de las personas que seducimos y a una indiferencia que sólo encuentra satisfacción en la donjuanesca acumulación de conquistas.
Más tarde, mientras espero en el andén, aparece otro hombre: alto, espigado, protegido -pese al calor- con bufanda, boina y un largo abrigo de paño negros como el carbón. Su rostro de tísico, sus maneras tímidas y desvalidas se me antojan incoherentes en esta estación atestada e interracial. Parece salido de otra época: el duro y agitado París de la posguerra. El hombre de la boina, como yo, espera el metro; pero da la impresión de no poder ir realmente a ningún lugar: vaya donde vaya, vivirá ya siempre exiliado de su propio tiempo.
Salgo a la Plaza de la República: bajo una tenue lluvia, un subsahariano entona con voz profunda y templada lo que entiendo que es un son senegalés. Por un momento, los paseantes de París retardan su paso, sorprendidos por esta voz que arrastra el eco y el perfume de tierras lejanas y evoca imágenes que palpitan, al compás de la música, en la memoria de la imaginación.
El altivo seductor, el hombre de la boina y el presunto senegalés se me aparecen ahora como tres metáforas del habitar. El primero, tan perfectamente anclado en el mundo que ha acabado por habitarlo con hastío; el segundo, definitivamente fuera de su mundo; el tercero, aguardando a las puertas de un mundo al que aún no puede llamar propio.
Al anochecer, observo racimos de muchachas y muchachos parisinos que acuden a encontrarse. Van vestidos con ropas manifiestamente insuficientes para las bajas temperaturas nocturnas y caminan con una rapidez que es una mezcla de impaciencia por el encuentro y de táctica para atenuar el nerviosismo y el frío. Los imagino dentro de unas horas, de vuelta a casa, aturdidos por un tabaco y un alcohol que no han logrado calmar sus expectativas insatisfechas; ateridos y fatigados por los rigores de la soledad. Y les deseo que tengan suerte: que encuentren la respuesta de esos labios y esos brazos hacia los que ahora caminan, desabrigados y desprotegidos, en la oscuridad de la noche.
Ciertos temperamentos experimentan una vanidosa satisfacción por la renuncia. Hace tiempo, cuando -en un autobús, en una salida nocturna, en una clase- me sentía atraído por una chica en apariencia imposible, me gustaba fantasear con ella: cómo sería seducirla, compartir intimidades, rutinas, cama, familiares, complicidades, problemas, viajes... Al cabo de un rato estaba tan agotado y tan satisfecho por mi capacidad de renunciar a todo que me alejaba de ella en silencio: agradeciéndole sin melancolía los servicios no prestados y esa vida que no llegaríamos a vivir juntos. Hoy siento, con un ánimo menos condescendiente, que algunas chicas de París -una negrita joven y alegre en la terraza de un café; una chica menuda, morena y dulce a la salida del metro; otra rubia, elegante y sensual en el atardecer de unos jardines-, entrevistas al cruzarme en su camino y a las que trato de retener inútilmente con el pensamiento y el deseo, se llevan con su paso rápido e irreversible esa vida que nunca compartiremos.
1 comentario:
"...Conquistar con demasiada facilidad suele conducir también al desprecio de las personas que SEDUCIMOS..."
Ahora entiendo por qué mi querido Valmont pasó del tierno susurro cautivador a la palabra procaz y al reproche lacerante en tan breve espacio de tiempo.
Por fortuna, también esta que escribe se halla entre esos espíritus que encuentran un cierto placer en la renuncia, acaso no tanto por vanidad como por cobardía o por mero orgullo como aquella zorra que no logrando
alcanzar las anheladas uvas despreciábalas por no encontrarlas maduras.
Por eso, mientras observo como también él se aleja, llevándose consigo ese "deleite semítico" que nunca compartiremos, desde este lugar y con una serena sonrisa, le digo:
AU REVOIR, MONSIEUR...
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