viernes, 1 de junio de 2007

El hombre del guante

El hombre del guante forma parte de la colección del Museo del Louvre de París. Las reproducciones del retrato no hacen justicia al original; la serena luz que ilumina las obras de Tiziano se pierde, fatalmente, en fotografía.


En el cuadro, un hombre joven mira a su izquierda apoyado en uno de sus brazos; pero no descansa: nada en su rostro indica pasividad ni quietud. La nobleza de sus rasgos (la nariz recta y elegante; el mentón suavemente marcado; la frente límpida y amplia) y la fuerza de sus gigantescas y delicadas manos... todo en él transmite resolución, firmeza y valor. Pero es el contraste de los ojos y los labios lo que capta nuestra mirada. Los ojos verdes, inmensos, penetrantemente abiertos y los labios sensuales, bien perfilados y sellados. Esa mirada confiesa lo que los labios intentan decorosamente callar.

Al parecer, el cuadro formaba parte de un díptico: el hombre del guante debía contemplar a su esposa -de ahí el anillo que el modelo ostenta con decoro-. Prefiero pensar que esos ojos inaccesibles son una cortesía de Tiziano, que tuvo la delicadeza de ahorrar al espectador una confrontación directa con su modelo: es difícil no sentirse innoble ante la pureza de esa mirada.

Este retrato, como todos los retratos dignos de ese nombre, nos confronta con la apoteosis de la individualidad: hace palpables los pliegues del yo. Un yo que irrumpía en el Renacimiento con el ímpetu de una fuerza enterrada durante un milenio. El cuadro de Tiziano parece estar a punto de revelarnos algo. Ante él, casi desciframos el susurro de una confidencia que nos será finalmente negada. Sentimos que el pintor ha entreabierto unas puertas que se cierran de golpe -como los discretos labios de su modelo- cuando estamos a punto de entrever lo que hay detrás.

Vuelvo al joven del cuadro. Una de sus manos está cubierta por un guante; la otra está desnuda. No se trata sólo -como explican los rutinarios iconógrafos- de una convención para indicarnos la noble condición social del modelo. Es un eco del contraste entre sus labios cerrados y su mirada abierta. Todo en él está a la vez oculto y revelado.

Siento ahora, al describirlo, lo mismo que sentí frente al original. El joven del guante no mira al espectador ni a su invisible esposa: se contempla a sí mismo. Parece admirarse en un espejo sin llegar a comprenderse del todo. Este hombre es un enigma para el espectador y para sí mismo. Pero el espectador acaba comprendiendo que el misterio de este joven (como el misterio del yo, como el misterio del mundo) es inaccesible porque no existe. No hay tal misterio. El yo, el mundo, no necesitan ser interrogados: nos basta con contemplarlos bajo la acogedora luz que inunda el lienzo de Tiziano. El arte es la experiencia que convierte la mirada errante en epifanía.

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