jueves, 27 de septiembre de 2007

Msn (y 2)

Pero hay algunos casos que se merecen un trato aparte. Como entre los tifosi del mundo de la cultura, entre los usuarios del Messenger podemos distinguir apocalípticos e integrados: los primeros participan de su mundo de referencia denigrándolo; los segundos se abrazan a él con el espíritu acrítico y el fanatismo del converso.


Entre los que conozco, el ejemplo más representativo de esto último es una chica que dedica el espacio del lema a informar a sus contactos de todo lo que a lo largo de los días hace:

En la ducha

Paseando a Tono (es de suponer que se trata de su mascota)

Trabajando

Me voy al cine

¡En el otorrino! (un misterio el sentido de los signos de admiración)

Con Nacho (presumiblemente, su novio: en este caso siempre añade un corazón e inverosímiles cantidades de rosas)

En los últimos tiempos, he asistido a su boda y su embarazo. Todo comenzó con una cuenta atrás:

321 días para la boda

No relataré mi aprensión ante esa serie que encontraba diariamente decrecida. Como el preso que traza en la pared de su celda los días que le restan para volver a la luz, quien así descuenta vive la espera como tiempo inútil, como trámite: fastidioso paréntesis a cuyo cierre volveremos al épico relato de la vida que cuenta. Cuesta creerlo; pero, en un momento de estupefacción, pude llegar a leer:

Noche de boda

No mucho después (hay que reconocerle a Nacho su puntería):

¡Ya somos tres!

A lo que siguió una vertiginosa y pormenorizada relación de pataditas en el vientre, varices y antojos; por no hablar de un book de ecografías del feto y una serie de impúdicas especificaciones prenatales que me revolvían el estómago. Ante el inminente nacimiento del bebé, me he visto obligado a eliminarla de mi lista de contactos.

Asombra la naturalidad con que esta chica ha convertido su vida en escaparate o ready-made de su propia intimidad, la soltura con que ha hecho real el viejo sueño surrealista de los hogares de cristal, donde lo público y lo privado se confunden y se disuelven.

Frente a esto: la conmoción de los apocalípticos.

Algunos agitan proclamas que han sido escritas en el agua desde el principio de los tiempos:

Vales por lo que eres, no por lo que representas

Otros rumian un minucioso rencor que inspira a un tiempo conmiseración y suspicacia:

¡Entra en www.blocko.com para saber quién te tiene bloqueado!

Candor y rabia que no son sino muecas desesperadas ante lo inevitable: pintadas desleídas y autocompasivas en los muros de la inexpugnable fortaleza de lo fáctico.

Pero quiero acabar hablándoles de Mario Torres. Ése será su nombre y ése será su nick. Lo conocí en un foro de música clásica donde compartía sus enciclopédicos conocimientos operísticos y lucía -la frase es de Walpole- un sentido común que llegaba a lo genial. Pese a nuestra considerable diferencia de edad y temperamento, simpatizamos e intercambiamos nuestras direcciones de correo; y, durante varios meses, mantuvimos una frecuente correspondencia sobre asuntos musicales donde toda confesión personal fue tácitamente excluida.

Una tarde, recibí una invitación de contacto en el Messenger. Para mi sorpresa, se trataba de Mario. Había descubierto el programa y le había parecido oportuno agregarme a su cuenta. Nada me resultaba más incongruente que imaginar a mi amigo chateando. Su ventana mostraba la foto predefinida e inquietante de un amarillo patito de goma con el pico intensamente rojo (en suma: un patito psicópata y bujarrón) que, por contraste, arrojaba una sombra involuntariamente cómica a su escrupulosidad ortográfica: Mario escribía comenzando todas sus frases con mayúsculas y rematándolas sistemáticamente con un punto final.

Más chocante aun me resultó constatar que, casi cada vez que abría mi Messenger, encontraba conectado a mi amigo. A veces hablaba con él; aunque no mucho tiempo: lo notaba ocupado, apresurado y nervioso (sus mayúsculas iniciales, sus puntos finales y el pato de goma habían desaparecido) y no deseaba incomodarlo. Esta desconcertante situación se alargó un par de meses, durante los que dejé de recibir su habitual correspondencia.

Un sábado, ya de madrugada, volví a casa de la fiesta de cumpleaños de una amiga. En esos días esperaba con impaciencia un correo y abrí el Messenger. El correo no había llegado; pero ahí estaba Mario. La sorpresa pudo más que la discreción:

"Pero, ¿qué hace usted aquí a estas horas?"

Tardó unos minutos en responderme. Durante la hora siguiente, me contó su historia. Jamás habíamos hablado -lo he dicho- de temas personales. Quizá por eso, o quizá por la olímpica imagen que de él tenía, su confesión me impactó tanto. Antes del verano, había conocido en un blog a una chica chilena, fotógrafa y casi treinta años más joven que él. Los pormenores de su relación (el desconcierto y deslumbramiento inicial, las interminables conversaciones nocturnas frente a la pantalla, los intercambios de fotos, la nota desafinada de las primeras excusas, las laberínticas justificaciones de la ausencia y el silencio ajeno) son -estoy seguro- conocidos por todos.

"Al principio, hablábamos a diario durante horas. Últimamente, apenas una o dos veces a la semana y siempre con prisas. Ahora parece estar siempre agobiada por asuntos impostergables. Paso horas ante el ordenador esperando que aparezca. No sé qué hacer. No le he pedido su número de teléfono por temor a una negativa. He pensado en borrarla de mi cuenta o bloquearla, por si mi ausencia la mueve a ponerse en contacto conmigo. Pero no me atrevo. Me he enamorado, Francisco."

Después de esa noche y durante semanas, como si yo mismo me sintiera responsable de la suerte de mi amigo, entraba siempre con el temor de verlo conectado. No fue así. Como un vencejo velocísimo que hubiera emigrado al reino de las sombras, su cuenta aparecía desconectada con la irrevocabilidad de un epitafio.

Hace una semana, mientras preparaba las primeras clases del curso, apareció un aviso en la pantalla de mi ordenador. Acababa de recibir un correo de Mario Torres. En él me hablaba, con su antigua sensatez y sensibilidad, de la riqueza estructural de El arte de la fuga y de la desgarradora garganta con que Kathleen Ferrier interpretó La canción de la tierra poco antes de morir.

Nunca le confesaré la emoción con la que he vuelto a leer sus palabras.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Msn (1)

Soy profesor de instituto. Aunque me llevo trabajo a casa y procuro preparar las clases con decencia, tengo tiempo libre. Cuando no viajo, leo, estudio, escribo, escucho música, paseo, dibujo (esto último cada vez menos, también las manos tienen su fatiga). No me gusta la tele; ante ella me siento incómodamente pasivo: como con una amante que se afanara en hacerlo todo por mí con escasa pericia. A veces, me tumbo en el sofá o en la cama o salgo a mi patio y dejo sencillamente pasar el tiempo. En estas cosas consumo mis días. Y aun así, sigo teniendo tiempo.

Vivo en un lugar apartado: fuera de mi trabajo, no trato con nadie. Pueden pasar semanas hasta volver a encontrarme con la gente que quiero. Así que, en los momentos en que no me apetece otra cosa y el tiempo parece avanzar con fofa lentitud, me preparo un café y abro Internet. Hace unos años, descubrí el programa Messenger. Como tantos, tengo una cuenta formal y otra frívola. Al principio, daba mi dirección frívola casi indiscriminadamente: hombres o mujeres, jóvenes, viejos, compatriotas, extranjeros. Me daba igual. Soy muy curioso y me intriga saber de qué y cómo habla la gente. A lo largo de estos años, he conversado con cientos de personas. A menudo, las conversaciones no han durado más de un par de minutos; en algunos (muy pocos) casos, las conversaciones empezaron hace años y aún no han cesado.

El Messenger ha hecho posible algunos de los más viejos sueños del hombre. Uno de ellos: ser invisible cuando lo deseamos. Podemos elegir quién puede vernos conectados y quién no. Otro: deshacernos de los demás cuando molestan. Basta presionar un botón para eliminar a un contacto que se ha vuelto indeseable, como si su presencia en nuestras vidas no hubiera sido más que un lejano repique de campanas que no estamos seguros de haber oído o imaginado.

Como toda invención humana, el Messenger es un espejo que refleja nuestros deseos y nuestras carencias. En él tenemos a nuestra disposición -o así nos engañamos- una cantidad ilimitada de contactos (en el mundo virtual, ya no se habla de relaciones sino de contactos: como cuando tropiezas con un desconocido por la acera o en el supermercado). Y sin embargo, en virtud de ese mecanismo que nos hace desviar fatalmente la mirada desde cualquier punto del horizonte hasta nuestro propio ombligo, hemos convertido un espacio creado para hablar con los otros en un medio para hablar a los otros y exhibirnos ante ellos. En él, uno tiene la sensación de entrar en una plaza llena de "artistas del hambre": muchedumbres hambrientas de atención donde unos se ensordecen a otros con sus ansiosos y excluyentes kikirikís. Ante este panorama, algunos han emigrado de los chats y los foros a los blogs personales: un aplazamiento del problema; pero no una solución, porque solución no tiene (a nadie se le escapa que una comunidad conformada por individuos obsesionados por recibir atención y desinteresados por ofrecerla tiene un problemático pasado, un conflictivo presente y ningún futuro).

Ajeno a las contradicciones de sus usuarios, los programadores de Messenger nos han ofrecido un recurso más para captar miradas y robar unos segundos ajenos: no hablo de la posibilidad de mostrar fotos personales o de mostrarnos por la webcam (en el mundo de la dictadura de la imagen, el Messenger es el único espacio de comunicación no diferida donde la palabra aún es más importante que la imagen; al menos hasta que la imagen hace por primera vez su aparición con el deslumbramiento de una Venus que se yergue desnuda y desdeñosa sobre la espuma), sino de ese espacio junto a nuestro nick que nos permite dejar una firma, una huella: un lema con el que presentarnos ante los demás y que nos permita -o eso deseamos- vendimiar sus ojos.

He estado leyendo los lemas de mis contactos. "Entiende tu barrio y entenderás el mundo", decía mi abuelo. Así que voy a contarles lo que en mi barrio se dice.

Hay quienes te comunican algún acontecimiento cotidiano y (más o menos) relevante:

Al fin he encontrado piso (el problema es, advertiría yo, poder pagarlo...).

A un mes de la gran boda (ignoro si acabó celebrándose el feliz acontecimiento; la firmante lleva meses con el mismo lema. Hubo plantón o me tiene bloqueado).

Comienzan mis vacaciones en un par de horas (que deja traslucir una inconcebible cantidad de ansiedad y estrés)

Fina, me han llamado la atención los toalleros, pero no los necesito (confidencia sin duda interesante para Fina, pero irrelevante para el resto: bastaba una llamada).

Pero este último comentario me da pie a trascribir aquellos lemas que podríamos incluir en la categoría de "Lemas con destinatario falsamente particular" (algo así como cuando alguien procura -raro- alabarte o -más común- injuriarte en público por un asunto privado).

Enérgicos e individualistas: No quiero ser como tú ni como nadie

Despechados: Tú te lo pierdes...

Tanáticos: Santi, me muero por ti

Pintorescos y desordenados: Me das más miedo tú que las tormentas... ay mamita... yo a ti te como

Ambiguos: Te quiero, chiqui (imposible determinar si el destinatario es hombre o mujer; firma además, andróginamente, un o una tal Gordi. Espeluzna imaginar sus conversaciones...)

Apodícticos: Marta, eres una PUTA

Los hay que se cuidan de transmitir su adhesión o animadversión visceral y casi siempre sangrienta por entidades más o menos abstractas y metafísicas:

Sevillista hasta la muerte.

Chicharrera hasta la muerte

(Constato una inquietante querencia por la muerte entre mis "contactos")

Ole mi Betis bueno (de reconfortante ingenuidad; firma mi joven primo)

ZP traidor. Viva España ("La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra", dice Ferlosio)

Rajoy, confiamos en ti (animoso y electoralista: mi Messenger convertido en mitin)

Otros manifiestan sus tribulaciones y delirios eludiendo toda referencia externa, ensimismados en su yoidad dolorida y superfetatoria:

Toy muy triste.

Vaya mierda...

Soy el amo

Qué malita estoy y qué poco me quejo.

Miau

Para hacerme feliz, hay que estar muy loco... por mí (de un escandaloso solipsismo)

Tengo abiertos todos mis chakras (sin comentarios)

Muy apreciados son los lemas líricos y aforísticos. Verbigracia:

No estoy dormida: sólo sueño despierta.

Con el paso de los años, nada es como yo soñé.

Si tienes un sueño... haz de tu vida un sueño, y de tu sueño una vida

Me dormí para olvidarte, pero olvidé que tú eras mi sueño

(Como se ve, el topos del sueño es una variante calderoniana y conceptista que arrasa. Uno podría concluir que los españoles se debaten ininterrumpidamente entre las tentaciones de dormir y matar o morir. No obstante, hay quien se toma la cuestión con espíritu falsamente aprensivo, prosaico y siestero, tal como se puede apreciar en lo que sigue)

Imagina la vida sin tu cama

En esta variante sentenciosa, cabe destacar también:

Si revelas tus secretos al viento, no le eches la culpa al viento por revelárselos a los árboles

La felicidad es un espejo que no tiene nada que reflejar (¿banal o iluminado?)

Ser fiel a uno mismo no implica pensar sólo en sí mismo (me aplico el cuento)

Si estás triste sonríe, llorar es demasiado fácil (voluntarista y estoico)

Antes de la vejez, procuré vivir bien; en la vejez, procuro morir bien (de un pragmatismo que asusta)

La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades. Aristóteles (384 AC-322 AC) Filósofo griego (lo espeluznante no es tanto la frase en sí, como el hecho de que sea necesario aclarar quién es Aristóteles)

Claro que hay quien se toma el asunto con guasa:

Cuando sientas que el mundo se te viene encima, ábrete de piernas

Tonto el que lo lea (que uno creía extingido tras la generalización del alfabetismo)

Espacio para comentarios pedantes que hagan parecer al que firma más listo de lo que en realidad es (autorrefencial y concluyente)

Hasta aquí el inventario.

martes, 11 de septiembre de 2007

Arder un instante en el viento

Fui un niño y un joven impaciente. La infancia y la juventud son edades en las que todo se quiere aquí y ahora: épocas encarceladas en el presente. Para bien. Para mal. Recuerdo algo que repetía mi abuela (las mujeres, mucho más que los hombres, conocen la modestia de la sabiduría): "Hijo: nunca tengas prisa para lo importante, sólo para lo urgente". Pero ya sabía Wilde que no puede enseñarse nada que merezca la pena ser aprendido. Y esta urgencia es algo que sólo he aprendido a superar con ayuda de los escarmientos del tiempo.

Enumerativamente, confesaré que no me acostumbro a los ritmos de hoy: en los restaurantes, tengo la sensación (acertada) de que mastico más lento que nadie; leo siempre subrayando, anotando, copiando o memorizando los pasajes que me incumben; en la cama, las mujeres se me antojan casi siempre ansiosas, desalentadoramente imperativas; en el cine, atornillado en mi butaca, me he acostumbrado a recibir la mirada impaciente de aquellos a los que obstaculizo el paso cuando salen disparados ya antes del fundido en negro; de viaje, me gusta parar cada pocos minutos a contemplar el paisaje desde improvisados miradores o a tomar un café en pueblos atravesados al azar; nunca me impaciento cuando las mujeres "se arreglan"; al contrario: siento un placer tan lánguido y embelesador observándolas que me molestaría que dejaran sin repasar la más recóndita parte de su anatomía, vestuario o complementos. Sintéticamente, confesaré que a veces me siento como un reloj de arena en un mundo de relojes digitales.

Pero si hay un ámbito en que este apresuramiento me irrita es el de las relaciones personales. Hace unas semanas entré en un chat de contactos. Sentía curiosidad por conocer los nuevos códigos con los que hoy se corteja. Nada más entrar, el desconcierto: conversaciones erráticas, descoyuntadas; iconos de caritas con muecas amarillentas; apodos semipornográficos; onomatopeyas por doquier; ventanitas emergentes de lo que sólo al cabo del tiempo descubrí que eran mensajes privados. Quizá los que conversan en chats manejan un complejo código que yo no he aprendido a decodificar; pero todo aquello me transmitía una impresión de desgarradora trivialidad: la angustia de necesitar comunicarse y no poseer recursos para hacerlo [1].

Ya he explicado en otro artículo mis aprensiones ante los riesgos de la escritura en foros y en blogs (sintomáticamente, la primera variante está siendo fagocitada por la segunda: de lo orgiástico a lo masturbatorio). En uno de sus ensayos, William Hazlitt hace referencia a la correspondencia del Barón von Grimm, donde el prologuista incluye esta reflexión sobre los salones del siglo XVIII:

Allí donde hay una amplia comunidad de personas cuya única ocupación consiste en hallar entretenimiento, brotará inevitablemente la agudeza del intelecto, el refinamiento en los modos y el buen gusto en la conversación; y, con la misma seguridad, se descartarán el pensamiento profundo y la pasión seria.

La multitud de personas y cosas que, en tal caso, fuerzan sobre ellas la atención, así como la rapidez con que se suceden unas a otras antes de desaparecer, impiden que ninguna de ellas deje una impresión profunda ni duradera. Y la mente, que nunca ha tenido que emplearse en un método aplicado, y que desde hace mucho tiempo se ha habituado a esa vivaracha sucesión de objetos, al final termina por exigir la excitación que provoca el cambio permanente; de tal modo que encontrar una multiplicidad de amigos le parece tan indispensable como tener una multiplicidad de diversiones. Así, las características de esta amplia sociedad se reducen casi forzosamente al ingenio y la crueldad, a la agudeza y la mofa perpetuas.

La misma impaciencia hacia la uniformidad y la misma pasión por la variedad que tanta gracia confieren a sus conversaciones -aquellas que evitan el tedio y las disputas pertinaces- les hacen incapaces de detenerse siquiera durante unos minutos en los sentimientos y las preocupaciones de un individuo; al mismo tiempo, su búsqueda constante de gratificaciones insignificantes y su débil miedo hacia las sensaciones molestas les convierten en enemigos de la comprensión exacta y el pensamiento profundo.

Estas palabras, escritas casi dos siglos antes de la aparición de Internet, resuenan hoy con una extraña pertinencia. Vivimos en una especie de consumismo, de "zapeo" espiritual por el que procuramos experimentarlo todo y a todos para acabar por no centrarnos en nada ni en nadie. Kafka -judío, virtuoso de la postergación- escribió: "Sólo hay tres pecados: la impaciencia, la impaciencia, la impaciencia". Pienso en el amor, que nos alecciona en los rigores de la paciencia, y recuerdo "The broken tower", el poema de Hart Crane:

Al mundo roto entré, tras las huellas fantasmas
del amor, y su voz -¿dónde sonó, terrible?-
ardió en desesperadas, elegidas imágenes
un instante en el viento sin que pudiese asirlas.
¿Seremos capaces de mantener el atrevimiento, la imprudencia, el valor, la candidez de arder en el viento el tiempo necesario para poder asirnos? ¿Creemos que merece la pena? ¿Estamos dispuestos a reconocer que merece la pena?


[1] Mi límite lo marcó una breve conversación (privada y -doy mi palabra- real) que intentaré reproducir fielmente, conservando la idiosincrasia ortográfica de mi interlocutora:

wapa_sevilla: ola
Francisco Sianes: Hola.
w_s: de donde eres
F.S.: Soy sevillano.
w_s: yo tb
F.S.: Sí: lo había deducido por tu apodo.
w_s: ajjajajajj eres mu gracioso [?]
w_s: quieres sexo?
F.S.: Mujer: no sé qué decirte... Así, en frío, en plena digestión...
w_s: yo vivo en nervion y tu? puedo ir a tu casa, si kieres
F.S.: Oye: ¿no te parece un poco precipitado?
w_s: no te gusta follar? eres marikita?
F.S.: Pero ¿esto qué es? ¿Una encuesta de Durex? Bueno... No sé bien qué decirte. Estoy algo desconcertado. ¿Qué te gusta hacer?
w_s: me gusta chupar, el sexo anal y el spanking
F.S.: Lo primero y lo segundo me suenan; pero, ¿qué es el spanking?
w_s: azotes en el culo
F.S.: Ah... Y aparte del sputnik ese: ¿qué más te gusta?
w_s: k m agarren del pelo, k m den fuerte y una propina de 200 euros
w_s: jejeje

miércoles, 5 de septiembre de 2007

París, 2 de abril

En la mítica librería Shakespeare no conocen a George Steiner. Pregunto al dependiente por uno de sus libros. Desconcertado, consulta a una compañera que se vuelve hacia mí para decirme: "¿Es autor de ficción?" La ficción, pienso, son las humanidades.

Quizá para resarcirlo mentalmente, compro la edición francesa de Presencias reales en la plaza de la Sorbona. Pero la realidad nos desaconseja ser enfáticos en nuestras desilusiones y, a veces, nos ofrece compensaciones secretas: encuentro el tributo a las humanidades en los Jardines de Luxemburgo. Jóvenes, adultos y ancianos leen, estudian, escriben en sus cuadernos y portátiles mientras toman el sol. Muchos de ellos leen con un lápiz en la mano -me acuerdo, sonriendo, del ignorado Steiner: un intelectual es, sencillamente, alguien que lee con lápiz-. El ocio sereno y silencioso de estos jardines me hace sentir una modesta alegría.



Me siento en un banco al pie del Sagrado Corazón, en Montmartre, para observar a los visitantes que ascienden penosamente la escalinata, resoplando con las manos en la cintura como morsas enloquecidas y exhaustas.

A mi lado, dos jóvenes norteamericanas pijas (vestidas con un estilo estudiado y vaquero -minifaldas y camisas repujadas, botas de piel-, maquilladas y peinadas de forma convencionalmente esmerada) comen pizza, beben cerveza y fuman Marlboro con voraz promiscuidad. Me parece estar asistiendo a la puesta en escena de un telefilme estudiantil. ¿Son sus vidas tan previsibles como aparentan? ¿Cómo es el relato que se cuentan a sí mismas mientras visitan la ciudad? ¿Qué historias contarán cuando vuelvan a casa? Me recuerdan algo: allá donde viajamos, llevamos nuestra cultura a cuestas. ¿Es más rico, más pertinente, más enriquecedor el propio relato que yo me cuento mientras escribo estas notas?

Se levantan y una de ellas se acerca a dos parisinos de mediana edad para que les tomen una foto. El más orondo coge la cámara con una sonrisita coqueta y las acecha hasta que se colocan al pie de la escalinata. Una de ellas le pide que espere: lleva un jersey en la cintura y no quiere que aparezca en la foto. Con pocos escrúpulos, lo lanza al suelo; luego anima a su compañera (que precisa de pocos estímulos) a adoptar una postura de pin-up; y finalmente, con un gracioso gesto de la mano que abarca la escalinata, la iglesia, el cielo, la propia espesura y la tonalidad de la tarde, le indica a su fotógrafo: "Every". Luego se acerca sonriendo para que le devuelva su cámara y se agacha para recoger el jersey, momento que el avispado fotógrafo aprovecha para buscar la perspectiva más abarcadora de su entrepierna; vuelve con su amiga, le dedica al encantado fotógrafo un "Thank you!" agudo y, como quien emprende una gesta imposible con generosidad de ánimo, comienza a subir la blanca escalinata. Los dos parisinos intercambian miraditas procaces y se quedan un rato mirándoles el culo. Ellas, previsiblemente, llegarán arriba agotadas.

Ya en la iglesia, un joven en camiseta de mangas cortas escucha la misa. Sus gestos, mezcla de misticismo y desvarío, contrastan con la quieta desesperación de una anciana que reza de rodillas a su espalda. Un sacerdote negro oficia, mientras el coro de monjas entona cantos de liturgia. Contemplo las estatuas iluminadas por la luz de las vidrieras: monjas inertes que transmiten una devoción no menos profunda que las que ahora cantan durante el oficio y que, para la medida del tiempo de la piedra, habrán muerto en un instante. Sólo quedará de ellas el símbolo petrificado de estas monjas que me miran, con sus ojos ciegos, desde un tiempo en el que ya no hay tiempo: el mismo del que me hablan las gargantas vivas que se apagan con el fin del canto. Todo es, a la vez, elocuente e inútil en este solemne templo. La monumentalidad intenta honrar y convocar una espiritualidad para la que basta un solo ser humano traspasado por la fe. Pienso en el joven y en la anciana que ahora -distintos, angustiados, repentinamente unidos al estrecharse la mano- se dan la paz.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Una vida de fregona

Salgo poco de noche. O debería decir mejor que frecuento poco "la noche". No es que sienta el ambiente especialmente frívolo o vacuo, tampoco es que no sepa manejar el código nocturno de gestos, silencios y miradas; pero, en el fondo, toda va a trasmano para mí. Demasiada ansiedad, demasiadas expectativas insatisfechas (quizá imposibles de satisfacer); una alegría y una vivacidad demasiado ruidosas, demasiado teatrales para ser auténticas; demasiada premeditación. No es mi mundo.

Pero, hace unos días, me dejé arrastrar por una amiga a un local de moda. Acababan las vacaciones y ella insistía en que había que apurarlas. Supongo que mi amiga adivinaba en mis ojos entrecerrados y poco alentadores que mi idea de apurar las vacaciones tenía poco que ver con la suya; pero a veces me cuesta decir "No". Así que tomé aire, me levanté de mi cómodo sillón, miré con aprensión el libro que acababa de dejar sobre la mesita y la acompañé sin protestas.

No quiero parecer pusilánime; pero me sentí inquieto desde que entré en el local. Intentaba disimular para no aguarle la fiesta a mi amiga, hasta que descubrí que mi inquietud no era más que una reacción física: la música estaba tan alta que me hacía retumbar (literalmente) la caja torácica. Pensé en rogarle a alguna de las camareras que bajara un poco el volumen; pero reflexioné que lo tomaría por una gracieta, un capricho de lunático o un coqueteo a la desesperada. Así que me aseguré visualmente de que mi amiga estaba ya rodeada por una bandada de buitres y busqué (inverosímilmente) un lugar tranquilo. Para ello tuve que rozarme sin decoro contra varios chicos y chicas, que recibieron mis magreos (lo juro) involuntarios con absoluta desafección o con miradas invitadoras que me aseguré de no secundar.

Al fin encontré un asiento libre; pero entonces me di cuenta de que no tenía nada para beber. Así que di media vuelta y me lancé a la pista de baile. Esta nueva tanda de roces y magreos (lo juro) involuntarios sí que despertó la suspicacia de alguna que otra bailarina y de sus admiradores, que me observaban con una mezcla de condescendencia y envidia por mi (supuesto) atrevimiento. Consciente de la facilidad con que se incendian los ánimos en estas circunstancias, me escabullí lo más rápido que pude hacia la barra, en la que permanecí durante interminables minutos hasta que comprendí que allí nadie respetaba el turno de llegada. Esta situación candorosa y desconcertante la disculpa quizá el hecho de que llevo años viviendo solo: eventualidad que obliga a hacer visitas periódicas a la pescadería, la frutería y otros locales no tan de moda, donde el respeto a tales normas civilizadas (excepción hecha de alguna ama de casa impaciente, descarada y talludita) es ley. El caso es que cuando una camarera reparó en mi aspecto desorientado, se acercó con esa desgarradora sonrisa de barra que está presente en los labios pero no en los ojos y me preguntó (o así lo interpreté yo, porque no podía oírla):

- ¿Qué vas a tomar?
- Un café con leche, por favor.
- ¿Cómo?
- ¡UN CAFÉ CON LECHE! (Tuvo que entenderme: tengo un buen torrente de voz; de hecho, una chica a mi lado -concienzudamente estrábica- dio un respingo y me miró con un ojo asustado y otro enloquecido)
- ¿¡QUÉ!? (Ella tampoco era muda...)
- ¿Servís cafés? Allí veo una máquina...
- Ah... ¡que quieres tomar un café!
- Sí, con leche.
- ¿A estás horas?
- Sí, mami: ¿me lo llevas a la cama?
- Ahora te lo traigo. (Risita ambigua)

Trajinó un buen rato, rezongando ante la máquina, mientras las otras compañeras observaban sus torpes movimientos (presumiblemente, no hacía el turno de tarde) con estupefacción y rencor (debían de pensar que se escaqueaba).

- Tu café... con leche. (Más risitas)

Consideré que no merecía la pena seguirle el vacile a aquella chica: mis juegos de palabras lácteos no son precisamente sutiles y no quería arriesgarme a recibir una respuesta airada (o incluso una bofetada). Así que me largué. Para llegar de nuevo a mi asiento, tuve que volver a atravesar, con la taza entre las manos, la masa de cuerpos que se contorsionaban apretada y espasmódicamente frente a mí; con la dificultad añadida de que el café salpicaba ligeramente cada vez que los altavoces expulsaban una nota singularmente potente (casi todas). Lo más angustioso del asunto es que hacía un calor de espanto y que todo el mundo parecía sudar de forma descontrolada y atroz. Yo intentaba llevar la taza en alto para evitar que las gotas de sudor cayeran dentro, al tiempo que hacía virtuosos equilibrismos para no volcar el café sobre los bailarines. Felizmente, no hubo que lamentar contratiempos (si por tal cosa descartamos la mirada ya decididamente inquieta de ellas, ya declaradamente amenazante de ellos). Llegué a mi asiento, que seguía libre, y (sofocado y exhausto) me senté con mi café.

Cuento todo esto porque, mientras estaba allí (hundiéndome inadvertida pero irremisiblemente en un sillón verde pistacho de última generación) pude observar con cierta calma a la gente que bailaba o conversaba (o hacía que conversaba. Imposible que oyeran nada). Puede que yo estuviera predispuesto a ver así las cosas; pero se hablaban no como lo harían dos personas que se gustan, sino como dos actores que interpretaran a personajes que se gustan. Más que una verdadera pasión, aquello parecía un rito o simulacro ineludible para alcanzar la presa. Incluso cuando se miraban a los ojos o se besaban o se metían mano parecían extrañamente ausentes. Parecían estar revisando mentalmente qué pasos debían dar. No había duda: muchas de estas parejas repentinas acabarían follando esa noche; pero daba la impresión de que, mentalmente, lo habían hecho ya: lo que seguía era sólo la confirmación de algo que ya se daba por pasado. Tal vez por olvidado.

Entonces recordé una escena de un libro (Ampliación del campo de batalla) que había leído no hacía mucho. El narrador (en una situación muy parecida a la que yo estaba viviendo en las verdosas arenas movedizas del sillón) observa a una chica en una discoteca. Y se dice:

Esa niña era una maravilla, estaba íntimamente convencido; pero no era grave, ya me había masturbado. Desde el punto de vista amoroso Véronique pertenecía, como todos nosotros, a una generación sacrificada. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna. Véronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos. En realidad, las sucesivas experiencias sexuales acumuladas en el curso de la adolescencia minan y destruyen con toda rapidez cualquier posibilidad de proyección novelesca; poco a poco, y de hecho bastante deprisa, se vuelve uno tan capaz de amar como una fregona vieja. Y desde ese momento uno lleva, claro, una vida de fregona; al envejecer se vuelve menos seductor, y por tanto amargado. Uno envidia a los jóvenes, y por tanto los odia. Este odio, condenado a ser inconfesable, se envenena y se vuelve cada vez más ardiente; luego se mitiga y se extingue, como se extingue todo. Y sólo quedan la amargura y el asco, la enfermedad y esperar la muerte.

Pensando en todo esto, no me percaté de que la pareja que yo estaba observando había desaparecido de mi campo de visión. Un poco desubicado, sin duda incómodo, me llevé la taza a los labios; pero el café ya estaba frío y (mis escrúpulos no me permitían reconocérmelo) algo salado. En estas circunstancias me encontró mi amiga: zozobrando en el sillón de diseño y aferrado a una taza de café con leche y sudor. Debía de transmitir yo una absoluta impresión de desamparo, porque se acercó a mí y me dijo piadosamente:

- Fran... pero ¿qué haces aquí sentado solo, hombre?
- (Largo silencio. Mirada suplicante) Deseo salir de aquí.
- Anda, sí: vámonos a casa...

La novela de Houellebecq cuenta, precisamente, lo que nos sucede durante esos largos silencios

en los que tu absoluta soledad, la sensación de vacuidad universal, el presentimiento de que tu vida se acerca a un desastre doloroso y definitivo, se conjugan para hundirte en un estado de verdadero sufrimiento. Y, sin embargo, todavía no tienes ganas de morir.

Salí de allí acompañado por mi amiga; pero esta vez no me rocé con nadie ni a nadie magreé. El local empezaba a quedarse vacío y la música arreciaba con más fuerza que nunca. Ya fuera, durante el camino a casa, en la ducha, incluso acostado en la oscuridad y el silencio de la cama, imaginaba a esas parejas en camas menos oscuras y menos silenciosas que la mía, cumpliendo un trámite que certificaría hasta qué extremo, con qué naturalidad y entereza, han aprendido a ser incapaces de amar.

sábado, 1 de septiembre de 2007

La escuela de la esperanza

Dedicado a mis compañeros de trabajo.


Los profesores sabemos conjugar los verbos del desaliento.

Ahora que comienza un nuevo curso, quiero recordar las palabras, la consoladora lucidez de uno de los grandes maestros vivos. Reproduzco algunas reflexiones de George Steiner sobre la educación y la labor del profesor. Son parte de una conversación que mantuvo con Antoine Spire en radio France-Culture (los franceses y su amor por la palabra), publicada en España por el Taller de Mario Muchnik.

La primera -como advierte el alarmado entrevistador- sería anatemizada por los ideólogos y turiferarios de nuestros sistema educativo. Contraponer estas palabras a la jerga psicopédagógica que infesta los institutos españoles es como asistir, tras la tormenta, al rompimiento de gloria.

ANTOINE SPIRE: Dice usted que nació minusválido de la mano y del brazo derechos, y que cierta dosis de voluntarismo de sus padres... porque hay un voluntarismo cultural (del que acabamos de hablar) y se necesita un asombroso voluntarismo para forzarlo a escribir con la mano derecha minusválida. Creo que le ataban la mano izquierda a la espalda, para obligarlo a escribir con la derecha. ¡Sería incomprensible hoy día!

GEORGE STEINER: Pues verá: ¡lo siento por hoy! Una vez que aprendido el hecho de que un pequeño hándicap es, al contrario, un gran privilegio, es decir una escuela de esperanza, una escuela de voluntad donde se califica cada progreso, el hecho de que para atarse los lazos de los zapatos uno necesite un año de ejercicio (cuando ya existían los cierres de cremallera)... es de eso precisamente de lo que estamos hablando: o sea, en lugar de decirle al niño "Pobrecito te facilitaremos las cosas", se le dice: "¡Qué suerte tienes, te las haremos más difíciles!" Sin caer en la más mínima presunción, créame, comprendí muy muy pronto una de las máximas preferidas de mi padre (es de Spinoza), que dice que "la cosa excelente ha de ser muy difícil" ¡Que sí, es exacto! Para nada se trata de castigar. Hoy, cuando todas son terapias de facilidad, creo que es mucho más difícil crecer con alegría -y subrayo alegría. La lucha por resolver los problemas cotidianos: tuve la suerte inmensa de tener padres que lo habían comprendido. No había nada sádico ni de siniestro: cuando llega el éxito es una risotada de alegría.
Pero la cultura no es un don, es una conquista. Y hemos decidido que la alegría del saber es una conquista demasiado costosa: siempre una victoria pírrica contra la barbarie. ¿Para qué esforzarse?

Freud creyó que (...) jamás la cultura, la civilización podrían resistir a las pulsiones profundas de destrucción y sadismo. Me doy cuenta otra vez, a mi edad, al cabo de cuarenta y cinco años de enseñanza, que también en la enseñanza hay una parte, a veces, de sadismo, de dominación. La palabra inglesa es muy bella, viene del latín praepotens: intentar imponer el propio conocimiento. La cultura es algo de elite, y dice Goethe: "La verdad pertenece a muy pocos". Sucede que en este planeta el noventa y nueve por ciento de los seres humanos prefiere, y están en su derecho, la televisión más idiota, la lotería, el Tour de Francia, el fútbol, el bingo antes que Esquilo o Platón. Durante toda la vida uno espera equivocarse y cambiar el porcentaje mediante la enseñanza, la diseminación de museos, el sueño de Malraux, las casas de la cultura. ¡Pero no! El animal humano es muy perezoso, probablemente de gustos muy primitivos, mientras que la cultura es exigente, cruel por el trabajo que exige. Aprender una lengua, aprender a resolver una función elíptica no es nada divertido. Es con el sudor del alma como se aprenden estas cosas. La mayoría dice: "Pero por qué? ¿Qué gano con ello?" Las luces decían: "Poco a poco, gracias a la escolarización, el porcentaje cambiará". Ya no lo creo o, al menos, ya no estoy convencido de ello.
Nos lo reconozcamos o no, es algo que todos sabemos. Pero, ante este conocimiento, podemos tomar dos caminos: la lucha o la rendición. Conocemos la respuesta de la mayoría de los políticos, padres y pedagogos y (lo más estremecedor) de buena parte de los profesores. Ante las dificultades de la auténtica formación, la anestesia de la voluntad y del raciocinio. Los valores del esfuerzo y la disciplina han sido devorados por lo lúdico: hemos convertido nuestros hogares en guarderías; nuestros centros educativos, en clubes sociales; nuestra sociedad, en un gigantesco parque de atracciones para cuyo acceso sólo es necesario el pago de la costosa entrada.

Y sin embargo, los profesores:

Debemos enseñar -no, eso es demasiado arrogante: debemos dar el ejemplo. Lo dije en la Sorbona, en París: somos invitados de la vida. ¡En este pequeño planeta en peligro debemos ser huéspedes! El francés tienes un término milagroso casi intraducible: la palabra huésped denota tanto a quien acoge como a quien es acogido. Es un término milagroso. ¡Es ambas cosas! Aprender a ser el invitado de los demás y a dejar la casa a la que uno ha sido invitado un poco más rica, más humana, más justa, más bella de lo que uno la encontró. Creo que es nuestra misión, nuestra tarea. Sé que es pomposo hablar de misión -no encuentro la palabra adecuada-, es nuestra vocación, nuestra llamada al viaje con los seres humanos, a ser siempre los peregrinos de lo posible. Y eso excita a los demás a la vez admiración y odio, simpatía y miedo.
La admiración y la simpatía de los menos. El odio y el miedo de los más. Es de justicia decirlo.

Y sin embargo:

Hay una bellísima costumbre talmúdica (...): al final de un largo diálogo sobre problemas demasiado difíciles uno puede permitirse la anécdota. Y espero que usted me lo permita, porque contando historias es como uno intenta comprender. Bajo Brezhnev -que no era lo peor, era grave pero no era Stalin- había una joven rusa en una universidad, especialista en literatura romántica inglesa. La metieron en un calabozo, sin luz, sin papel, sin lápiz, a causa de una delación idiota y completamente falsa, ni falta hace aclararlo. Conocía de memoria el Don Juan de Byron (treinta mil versos, o más). En la oscuridad lo traducía mentalmente en rimas rusas. Sale de la prisión habiendo perdido la vista, dicta la traducción a una amiga y ésa es ahora la gran traducción rusa de Byron. Ante ello, me digo varias cosas. En primer lugar, que la mente humana es totalmente indestructible. En segundo lugar, que la poesía puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible. En tercer lugar, que una traducción, incluso con la imperfección humana, traduce lo que traduce, lo cual es otra manera de decir que hay una relación entre lenguaje y realidad. Y en cuarto lugar, me digo que debemos ser muy felices.
Los profesores sabemos también conjugar los verbos de la esperanza de esa lengua al norte del futuro en la que Steiner nos habla desde hace años. Para ser buenos maestros debemos ser también buenos alumnos. Quiero escuchar a uno de mis maestros: "La poesía puede salvar al hombre". Así que cedo la palabra a los poetas. Paul Valéry escribió: La esperanza es la resistencia del ser ante las previsiones de su mente. Y, aun cuando esa resistencia acaba en derrota, Claudio Rodríguez, otro poeta, responde: Estamos en derrota, nunca en doma.

Los verdaderos maestros, peregrinos de lo posible, saben que es una batalla que merece la pena librar. Una batalla que merece la pena ganar. Que incluso merece la pena perder.