jueves, 25 de marzo de 2010

La arquitectura del ocaso (1)

Hace unos días, una compañera me pidió que escribiera un artículo para animar a la huelga del 14 de abril. Reelaboré un par de artículos antiguos y añadí una brevísima explicación de los motivos que nos impulsan a la huelga. Por si fuera de alguna utilidad, lo publico también aquí*.

* [Originalmente, será publicado en el periódico de mi centro. De ahí al New York Times...]

La arquitectura del ocaso (2)

Estamos en derrota, nunca en doma. Claudio Rodríguez


¿CÓMO Y POR QUÉ HEMOS LLEGADO A ESTA SITUACIÓN?

Durante los últimos veinte años (desde la fecha de promulgación de la LOGSE hasta hoy), nuestro sistema de enseñanza ha sufrido un deterioro rápido e imparable, dificultando que los alumnos puedan recibir una formación adecuada y que los docentes puedan realizar su trabajo en condiciones dignas. Es la historia de una decadencia imparable. Quizá estemos a tiempo de que no sea la crónica de una muerte anunciada.

Aunque sólo desde hace poco tiempo se ha empezado a prestar atención mediática (y frívola) a este diagnóstico, las críticas a nuestro sistema educativo no son recientes. Aun antes de su aplicación, muchos docentes advirtieron que, si no se financiaba con más generosidad, la LOGSE supondría un empeoramiento del sistema educativo: el proyecto era bueno -aseguraban-; pero podía fracasar por una desacertada aplicación. Algunos docentes (pocos) eran incluso más críticos; no se trataba de un problema de financiación: la LOGSE era perniciosa por sí misma. Estaba basada en una filosofía errada que, de ser llevada a la práctica, conduciría inevitablemente a la decadencia del sistema de enseñanza.

Los creadores y los entusiastas de la LOGSE desatendieron las tímidas advertencias de los primeros y anatemizaron las críticas de los segundos. Éstas últimas -fue su argumento- provenían de docentes anclados en un paradigma educativo obsoleto: defensores de un modelo de profesor autoritario, conservador, elitista... No habían sabido o querido adaptarse a un nuevo rol que les restaba parte del poder abusivo que habían ido acumulando durante el franquismo.

Pese a que muchos de estos profesores críticos provenían de movimientos de izquierda, casi todos acabaron atemperando o silenciando sus reservas, temerosos de ser acusados de reaccionarios y amedrentados por la presión de una mayoría social que veía en la LOGSE un modelo revolucionario que finiquitaría los últimos residuos culturales del franquismo. Si la Constitución de 1978 había supuesto el fin del anterior sistema político, la LOGSE supondría un cambio análogo: la democratización del antiguo, clasista y autoritario sistema educativo.

Sin embargo, los primeros síntomas empezaron advertirse pronto: hasta los profesores más devotos se veían obligados a reconocer que los primeros alumnos educados en el modelo LOGSE estaban peor preparados, a la misma edad, que los alumnos educados en el sistema anterior. Ante estas críticas, en principio discretas y tímidas, las administraciones encontraron varias disculpas: la primera (tópica) fue negar la realidad; el nivel no era inferior: en el nuevo sistema se valoraban otros aspectos inapreciados en el modelo antiguo. El nuevo alumno debía desarrollar un espíritu creativo y actitudes constructivas y democráticas: no ser un reproductor acrítico de conceptos aprendidos de memoria. Los profesores que defendían valores como la disciplina y el respeto, el esfuerzo por aprender, el gusto por la cultura y la excelencia intelectual fueron condenados como reaccionarios (incluso como nostálgicos del franquismo).

Convencidos o no, muchos docentes cerraron los ojos ante la realidad. Pero sólo por un tiempo. Los hechos se obstinaron en negar la verdad oficial: los nuevos alumnos no sólo demostraban adquirir menos "conceptos" que los antiguos; manifestaban, también, una actitud más pasiva hacia su formación y un comportamiento nada democrático: el ambiente en las aulas era cada vez más crispado. Los profesores, para poder realizar su trabajo en unas condiciones mínimas de orden, respeto y silencio, se vieron obligados a expulsar a alumnos de sus clases con alarmante frecuencia.

Las administraciones educativas, temerosas de que esta nueva situación se hiciera pública, abrieron un doble frente: una política de normalización y control dentro de los institutos y otra, propagandística e ideológica, orientada a convencer a los padres de que el modelo funcionaba.

Internamente, se encargó al equipo de inspectores, psicopedagos y directivas afines (con un perfecto reparto de papeles: de perfil duro y blando) la tarea de persuadir a los docentes para que asumieran que el fracaso escolar y los conflictos en el aula no eran responsabilidad de los alumnos, sino de los propios profesores: eran culpables de no motivar a sus pupilos, de no saber enseñar. Los (pocos) docentes rebeldes fueron acallados: unas veces mediante presiones “oficiosas” (críticas durante las sesiones de evaluación por exceso de suspensos, acoso psicológico para minar la autoestima profesional...); otras, mediante presiones oficiales (seguimiento de inspección, apertura de expedientes...). El temor cundió entre los profesores. La ley del silencio se impuso en los centros.

Externamente, ante las familias, los políticos presentaban la LOGSE como un avance social incuestionable: los jóvenes españoles, escolarizados obligatoriamente hasta los dieciséis años, recibían dos años más de formación académica; las nuevas conductas en clase, de hecho, no eran producto de actitudes pasivas, irrespetuosas o indisciplinadas: nacían del espíritu crítico e inconformista que la LOGSE estaba inculcando en los antiguamente enajenados estudiantes.

Mientras se socavaba la autoridad de los profesores, se otorgó a las asociaciones de padres (tradicionalmente mal avenidas con los docentes) un poder sin precedentes en la historia del sistema educativo español. Pese a que muchos padres se percataban de que el nivel de conocimientos de sus hijos descendía año tras año, la promoción obligada (apenas se podía repetir curso) y la expedición casi indiscriminada de títulos silenciaban la evidencia; de hecho, la mayoría de los padres había asumido, desde el principio, la política de la Administración educativa: lo importante era obtener un título. Que ese título certificara o no la adquisición de conocimientos era secundario.

Sin embargo, la política de ocultación comenzaba a mostrar sus fallas. El punto de inflexión lo marcaron indicadores imposibles de ocultar. Externamente, los Informes PISA situaban el nivel educativo de España en la cola de los países económicamente desarrollados. Internamente, pese a las facilidades para la obtención del título de Secundaria, el llamado fracaso escolar se hacía endémico: el número de alumnos de bachillerato disminuía al tiempo que aumentaba el número de alumnos que abandonaban, inconclusa, la Enseñanza Obligatoria. La demolición de la Formación Profesional dejaba a estos alumnos desarmados. Desconocedores de un oficio y en un estado de semianalfabetismo, debían integrarse en un mercado laboral altamente competitivo: el sistema los había convertido en mano de obra barata, sin cualificar y fácilmente manipulable.

Por otra parte, la indisciplina en las aulas había dado paso a episodios de violencia cada vez menos anecdóticos. Empezaban a ser frecuentes las agresiones a profesores por parte de alumnos y padres. Aun en esta situación, muchos profesores siguieron asumiendo (convencidos o resignados) la política de culpabilización de los delegados administrativos: inspectores, psicopedagogos y directivas fieles.

Ante la indiferencia o incluso la suspicacia social, las bajas por depresión entre el profesorado aumentaron hasta niveles inauditos. Sólo cuando los episodios de violencia salpicaron al propio alumnado, empezaron los padres a ser conscientes del problema. Los alumnos violentos no sólo impedían que los demás recibieran sus clases con normalidad: habían instaurado una auténtica oligarquía matona en infinidad de centros. Más que la preocupación por la salud del sistema educativo, la alarma de los padres y el sensacionalismo periodístico convirtieron el "acoso escolar" en un fenómeno mediático que alcanzó su culminación en la cobertura del caso Yokin, el suicidio de un chico vasco hostigado por sus compañeros.

En un desesperado intento por eximirse de su responsabilidad, algunos sectores sociales y políticos intentaron una vez más, sutil y taimadamente, convertir a los profesores (el sector minoritario y más desprotegido de la comunidad escolar) en el chivo expiatorio. En principio, culpables de autoritarismo, se les desposeyó de toda autoridad; más tarde, culpables de indiferencia, se les acusó de no ejercerla. Pero era ya una situación insostenible.

Las administraciones educativas reconocieron, si bien con matices atenuantes, la realidad que algunos profesores valientes habían venido denunciando durante años. Los cambios en la sociedad, el acceso masivo de las madres al mundo laboral, la impericia para reconducir a los estudiantes pasivos escolarizados hasta los dieciséis años, la influencia de los medios de comunicación, la inmigración... cualquier excusa era válida para no asumir el fracaso del sistema. Un sistema educativo con un nivel de gasto sin precedentes y una indigencia de resultados que, por primera vez en la historia de la democracia, había formado a promociones peor preparadas que las precedentes.

Mientras tanto, la educación concertada y privada (marginal hasta los años noventa) había crecido a la sombra del sistema logsiano. Las familias con recursos económicos, ante el deterioro de la enseñanza pública, matriculaban a sus hijos en colegios concertados y privados donde los alumnos problemáticos o de familias humildes no tenían cabida. Paradójicamente, un sistema de enseñanza “progresista” y (presuntamente) establecido para disminuir las diferencias sociales había agrandado el escalón social entre los estudiantes de clases desfavorecidas y de clases pudientes.

Ante esta realidad, muchos profesores se atrevieron a denunciar al fin los males del sistema. Y muchas familias, alarmadas, empezaron a atender a las denuncias. Esa caída de la venda social podía suponer una importante pérdida de votos. El pánico cundió entre los políticos responsables del desastre.

Hace dos años, en un desesperado intento por silenciar a los docentes, la administración formuló una nueva propuesta: el “Programa de Calidad y Mejora de los Rendimientos”. En contra de lo que indica su nombre, no se trataba de un plan para enmendar los errores y establecer una enseñanza pública donde realmente se favoreciera el aprendizaje. La propuesta consistía en pagar a los profesores por eliminar el fracaso estadístico, no el verdadero fracaso escolar. El programa no controlaba que los alumnos efectivamente aprendieran y que, por ello, obtuvieran su título: lo importante es que aprobaran y titularan, fuera como fuese. Dicho crudamente: si el porcentaje de aprobados y titulados aumentaba en un centro, los docentes cobrarían más.

La mayoría de los profesores consideró este plan como un vergonzoso intento de soborno. Pese a que en muchos centros se realizaron varias votaciones en los claustros, el 80% de los institutos rechazó el plan. Por primera vez en muchos años, los profesores secundaron masivamente una huelga contra la administración educativa. Por primera vez en veinte años, la administración educativa reconocía su fracaso.

Hasta aquí, el pasado.

La arquitectura del ocaso (3)

¿QUÉ ES EL ROC Y POR QUÉ ES TAN PELIGROSO?

Conscientes del desastre educativo, pero incapaces de reconocer sus errores, nuestros responsables políticos han dado un paso definitivo en su huida hacia adelante.

Debido a que los claustros se negaron mayoritariamente a apoyar el “Programa de Calidad”, la administración educativa ha cambiado la táctica de la seducción por la del castigo. Gracias al nuevo ROC (Reglamento Orgánico de Centros), los profesores pagarán cara la rebeldía de no haber aceptado cobrar más dinero a cambio de más aprobados. El ROC supone una tentativa desesperada por silenciar a los claustros y limitar (aun más) sus competencias.

El método para lograrlo es sencillo: la administración pretende conceder a los Directores de los centros plenos poderes y competencias, sin establecer, además, ningún criterio claro para ejercerlas.

El Director no será ya un profesor más que asume la dirección de un instituto durante un tiempo. Pasará a regir, con poder casi ilimitado, todas las esferas del centro: pedagógica, didáctica, administrativa y, por supuesto, disciplinaria.

Con el nuevo ROC, el Director tendrá –entre otras- estas atribuciones:

- Decidirá qué bajas se cubren y cuáles no.
- Determinará qué puestos de su centro son vacantes y diseñará los perfiles para cubrir esas plazas.
- Nombrará y cesará a los jefes de departamento y a los jefes de áreas de competencias.
- Detentará la dirección pedagógica del instituto; es decir, tendrá la potestad de enjuiciar si un profesor imparte correctamente sus clases.
- Se encargará de apercibir al profesorado por cualquier “incumplimiento de deberes y obligaciones” que no han sido especificados.

Para todo ello, no tendrá que rendir cuentas ante el claustro, degradado en mero órgano consultivo. Los profesores que han padecido el poder de un director despótico apreciarán el peligro de un nuevo Reglamento que los convierte en meros “operarios de aula” al arbitrio de los designios de su director.

Con el nuevo ROC, la organización de los centros sufrirá otros cambios relevantes:

- Los actuales departamentos didácticos (Lengua, Matemáticas…) se integrarán en cuatro grandes áreas de competencias.
- De ellos, las áreas más importantes serán las que responden del control ideológico y pedagógico del centro: el de Orientación y el de Formación, Evaluación e Innovación educativa.
- Este último departamento decidirá cuáles son las “buenas prácticas docentes” y tendrá la potestad de prescribirlas al profesorado.
- Los coordinadores de estas áreas, al igual que los jefes de departamento, serán elegidos por el director, sin criterio público y por cuatro años.

Este reglamento supondrá la mordaza definitiva para los docentes críticos, cuya situación laboral dependerá de un director cuasi omnipotente. Para los más dóciles, para los que renuncien de forma más servil a su criterio profesional, la administración (a través del director, su delegado en los centros) podrá retribuirle con gratificaciones: puestos de responsabilidad, autoridad delegada, cargos jerárquicos, reducciones horarias. No se escatimarán esfuerzos para premiar la servidumbre voluntaria.

Con la libertad de cátedra eliminada, los institutos dejarán de ser definitivamente lugares de profundización en el conocimiento para convertirse en una suerte de centros sociales especializados en desmeduladas “competencias básicas”. Como es obvio, los alumnos serán también seriamente perjudicados por esta situación. La diferencia entre los institutos privados y concertados y los institutos públicos se ahondará aun más. Las familias que deseen una formación rigurosa para sus hijos, imprescindible para su futuro laboral y su enriquecimiento personal, tendrán que pagársela.

El ROC, lejos de ser una terapia para curar a un paciente moribundo (nuestro sistema educativo) supone, al mismo tiempo, la eutanasia forzada y el maquillaje de su cadáver.

Hasta aquí el presente.

[Agradezco a la asociación de profesores PIENSA su útil síntesis del ROC, de la que he tomado, con ligeras modificaciones, algunos pasajes.]

La arquitectura del ocaso (4)

¿QUÉ PODEMOS HACER PARA SALVAR LA ENSEÑANZA PÚBLICA?

Hoy, pese al agónico e inexorable naufragio del sistema, ningún partido político parece dispuesto a reconocer el error y rectificar; ni siquiera los partidos más críticos apuestan por una reforma radical del sistema de enseñanza.

Muchos padres, desorientados, se reconocen sin tiempo ni capacidad (ni ganas) para reconducir la conducta de sus hijos. No menos profesores, desalentados por años de desprotección y desprestigio y entregados a un fatalismo no exento de irresponsabilidad, confían en que las cosas se arreglen por sí mismas. La mayoría de los sindicalistas, sesteando en sus despachos y liberados de dar clases, proponen planes superficiales y demagógicos para salvar la cara ante a sus electores. Las administraciones educativas, inmutables, insisten en invertir más dinero en políticas que han demostrado cumplidamente su inoperancia y en aumentar el control político e ideológico.

La sociedad española está sufriendo ya los frutos de un sistema educativo que ha malogrado a una generación deteriorándola cívica e intelectualmente, educándola en un modelo que entronizó lo lúdico y la libertad sin normas, mientras desprestigiaba los valores de la autoridad intelectual, la disciplina, el esfuerzo, el conocimiento y la excelencia. Llevamos ya demasiado tiempo sufriendo las consecuencias y, si no ponemos pronto remedio, se acentuarán en los próximos años.

¿Qué hacer, entonces? Lo primero: no engañarnos. Nadie solucionará el problema por nosotros.

En el pasado, el claustro perdió muchas de sus competencias. Los docentes no nos pusimos en huelga. Se multiplicó la burocratización inútil (valga el pleonasmo) en los centros, restándonos tiempo para preparar nuestras clases. Los docentes no nos pusimos en huelga. Aumentaron vertiginosamente los conflictos, las faltas de respeto y los episodios violentos en las aulas. Los docentes no nos pusimos en huelga. Las leyes educativas provocaron una bajada sin precedentes del nivel educativo de nuestros alumnos. Los docentes no nos pusimos en huelga.

Ayer, se nos propuso un plan: más dinero a cambio de más aprobados. Los docentes nos pusimos en huelga. El plan resultó un fracaso. Hoy, el nuevo ROC amenaza con eliminar los últimos restos de nuestra dignidad profesional. ¿Qué vamos a hacer?

En el futuro, se nos hará responsables de las decisiones que, cada uno de nosotros (alumnos, padres, profesores, directivos, sindicalistas, políticos, votantes), adoptemos frente al problema educativo de nuestro país. "Ésa es", en palabras de George Steiner, "la democracia de la gracia y de la condenación".

La arquitectura del ocaso (y 5)

UNAS PALABRAS DE ESPERANZA

Siempre que pienso en el sistema educativo español, recuerdo estos versos de Jaime Gil de Biedma:

De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal.

Los profesores hemos aprendido a conjugar los verbos del desaliento; pero nuestra profesión supone siempre una apuesta por la esperanza. Al comienzo de este artículo sugerí que la historia de nuestro sistema educativo es la historia de una decadencia. Sin embargo, el final de la historia no está escrito: la escribimos nosotros día a día, con cada uno de nuestros actos. Hasta ahora, los profesores nos hemos limitado a lamentar el deterioro de nuestras condiciones laborales. Nos corresponde ahora luchar para cambiarlas. Los verdaderos profesores, profesionales de la esperanza, sabemos que es una batalla que merece la pena librar. Una batalla que merece la pena ganar. Que incluso merece la pena perder.


Francisco Sianes, profesor de Lengua y literatura del IES Delgado Brackenbury.

miércoles, 24 de marzo de 2010

lunes, 15 de marzo de 2010

Una vez más, el mundo no ha acabado.

Lo restituimos cuando nos hallamos
de nuevo frente a frente.
No hay más mundo que éste,
contigo lo comparto
y éste es suficiente.

Animal agradecido, animal ingrato

El sujeto se encuentra en la situación donde se presenta el trance definitivo para la pasión del encuentro así como para el sufrimiento de la separación: una vez que el estar presente [el sujeto] despacha su obsesión por el segundo [el amado] como el gran otro, pronuncia su decisión sobre si el sujeto se convierte en el animal agradecido o en el animal ingrato.

Gracias es un enamorado adiós
al que le fue amputado su dolor.

Cuando el amor se ha ido,

sólo persisten tras sus esplendores
la inútil compañía del universo,
una dolencia convertida en verso,
dos desconocedores
y dos desconocidos.

Pérdidas

Lo peor del desamor es perder la imagen del amado (y con esa pérdida perder también el yo que éramos con él).

jueves, 11 de marzo de 2010

La pirámide

Miro tus fotografías y releo nuestras cartas como órdenes de amarte que ya no quiero obedecer. Inquebrantable, nuestro amor se yergue como la pirámide, ya que desde el comienzo, sobre nuestro cadáver, lo erigimos de acuerdo con la forma que habría de asumir tras su derrumbe.