miércoles, 30 de abril de 2008

Espejos

Nunca has podido ser como la hierba, que ofrece su verdor y su frescura ante los pies desnudos y el hocico hambriento que agradecen su solicitud callada. Tampoco el roble que merece de tu muda admiración un nombre noble. No la fiebre acechante de la sierpe, que enrosca su belleza envenenada entre la piel iridiscente. ¿En qué podrás reconocerte tú sino en los vidrios afilados que coronan los muros oscurísimos de roca? Laceran. Pero, al sol, brillan.

martes, 29 de abril de 2008

Llamada

Atreviéndote al fin a ser frágil, has pedido al dolor que volviera. No has recibido respuesta. La puerta de tu casa, sin embargo, sigue abierta.

Caín y Abel

Mi hermano y yo tenemos una voz tan parecida que, cuando aún vivíamos juntos, la gente invariablemente nos confundía por teléfono. En una ocasión, una primeriza novia que había llamado a casa tomó a mi hermano por mí; el muy ladrón no enmendó el tuerto, charló con ella, me contó entre risas el equívoco y me pasó el recado. Cuando esa noche me vi con mi novieta, la encontré más fogosa -pero mucho más fogosa- de lo que nunca había sido conmigo. Desde entonces, me debato entre vengar aquella maliciosa injerencia o claudicar ante él y rogarle encarecidamente que tenga a bien usurpar, de tanto en tanto, la voz de su sombrío hermano.

Respuesta

No esperes de la muerte una sentencia: la vida es la única respuesta que mereceremos.

lunes, 28 de abril de 2008

Sentencia

No esperes de la muerte una respuesta: la vida es la única sentencia que mereceremos.

Nocturno

¿A qué llamamos luz sino a esta herida que se mantiene abierta en nuestra noche?

La lechuza es solitaria, pero entiende.

domingo, 27 de abril de 2008

Galope muerto

Yegua negra del recuerdo, junto a ti me abrevo en las heridas de su ausencia. Paso a paso la seguimos con los párpados segados. Tras nosotros, sólo el rastro de una sombra que se alarga; por delante, los robados porvenires; a mis pies -incesante, sin rumbo, soberano-, tu galope.

jueves, 24 de abril de 2008

Musa

A veces es el águila que inventa el Norte, la muchacha que arrebata de la rama las cerezas sangrientas, el hocico de un caballo cuyo vaho asciende con el alba (¿cómo es que puede contenerlo el mundo?): y aquí la fiebre que se enciende al contacto con las cosas -blanca corola, tumba, melodía-, lluvia o granizo que vulnera la quietud del lago. La muesca del relámpago la apresa la pupila. Las manos manan. El roturado corazón, península del cielo, florece al sol por sus heridas.

martes, 22 de abril de 2008

Y París, 4 de abril

En Latina, un café del Boulevard Montmartre decorado con cuadros de motivos españoles y grandes espejos antiguos, reina una calma de hacienda colonial a resguardo del verano. En el techo, sobre una alambicada lámpara de negro fierro, un mapa del Brasil grabado en piedra. Bajo la lámpara, una enorme mesa rectangular y de madera flanqueada por once sillas decimonónicas que esperan. En torno, se extienden rincones de variado estilo con mesas y sillas armoniosamente desiguales. Los dos camareros negros -reposados, discretos, eficaces- trabajan, allá lejos. La música es un murmullo circunspecto que uno pronto deja de escuchar, pero incesante. En los baños, un banco de madera que parece haber sido arrastrado desde un parque, aquí varado. En él espero un rato, aunque no hay nada que esperar ni a nadie: sólo deseo sentarme a contemplar el lento discurrir del mundo y aprender quizá las lecciones de la calma.

Mientras recojo mis cosas, observo a una pareja sentada a mi espalda: ella ya mayor, desgastada pero implacable; el mucho más joven, sin duda desubicado y necio. Vigilo su forma de agarrarlo por las solapas y acercarlo, la laxa sumisión con la que él se deja besar. La ceremonia de la mantis. Salgo de allí sin mirar atrás. Su fin justifica mis miedos.

El cementerio de Montparnasse se convierte para mí tan sólo en un lugar sin prisas: paseo en sus espaciosas avenidas y entre tortuosas tumbas, pero no consigo penetrar en el enigma de los muertos -sentir que yacen y yacerán allí sus huesos hasta el instante en que prescriba el tiempo-, como he sido incapaz de sentir aquí en París la vida cotidiana que esconden las ventanas de los vivos. El zarpazo esquivo de un gato que huye entre los nichos me conduce a la tumba de Baudelaire. Sobre una sencilla lápida, hay pulseras, billetes de metro, cantos rodados, un fragmentario poema en español adolescente, restos de todas las cosas, pecios de sombra. Allí compartirá la eternidad el poeta solitario con Jacques y Caroline, a quienes la memoria humana ignora. Guiado por el instinto, encuentro también la tumba de Cortázar, tan cubierta de flores; parece que el cadáver del gigante Julio hubiera florecido. Mezclado entre las flores, un folio amarillo; dibujado en él, una rayuela, en el que una mano amiga trazó la vereda que enlaza tierra y cielo. Busco a Samuel Beckett; pero me desoriento pronto. Deambulo entre tumbas anónimas y pienso que es mejor dejarlo así, dejar al fin al muerto reposar en el anonimato que acaso deseó para sus restos. Cuesta tanto distinguir a un muerto de otro muerto y para qué. Tan imprecisos son los límites del polvo.

Y escucho entonces un lejano llamado, el silbato agudo del guardián del cementerio, que palpita entre las tumbas para recordarnos que llegó la hora. Los visitantes últimos se incorporan, gota a gota, a la avenida donde al fondo el vigilante espera. Y salimos uno a uno silenciosos y el guardián, que ignora por igual a quienes salen y a quienes se quedaron, cierra la cancela tras de mí para volver al fin semejantes y hermanos, bajo un sol que ya se pone, a los vivos y a los muertos.

Atravieso los campos Elíseos y el ocaso hasta el Arco del Triunfo. Aquí debajo, el suelo está cubierto con las placas que honran a los muertos: su sangre fue vertida en Austerlitz, también en las batallas contra Prusia, no poca derramada en la Gran Guerra, también en la Segunda y en Argel. Y aquí los nombres de los que murieron: yo fui Marcel Dupon, yo me llamé François Marchais, a mí me conocieron como Jean Giscard, mi padre me llamó -como él- Charles Dyens, Ives de Lasalle fue nuestro camarada, junto a él caímos Louis Lacroix y Jacques Revel. Y aquí también la llama eterna ante la tumba del soldado ignoto, Ici repose un soldat français mort pour la patrie. Qué fácil no ser más un pecho ardiente y ser tan sólo una inscripción en bronce iluminada por un fuego inextinguible que ya no alienta vida. A qué habrían prestado vista sus ojos tan oscuros, a qué imágenes queridas habrían deseado retornar: la fuente que manaba entre los tilos, el rostro de la hermana tan amada, el cálido regazo de la madre, el gallo que anunciaba la mañana, las playas donde el sol rojo se pone, los caminos airosos que llevan al hogar. Y qué habrían dicho las bocas de los muertos tan callados, qué palabras habrían atravesado los senderos del pisoteado mundo, qué ruegos, qué donaires habrían llegado a tus oídos, que ya no escucharás: "Florecen los almendros", "Mañana habrá tormenta", "Aparta tu mirada", "Se llamará Marie", "Hoy no cantó la tórtola", "Qué hermosa tu sonrisa", "Fui indigno de quererte", "París es ya París", "A qué he venido al mundo", "Un rayo derrumbó la torre", "Tu padre ya murió". Todo ello lo segó la imagen última: centella de metralla grabada en la pupila.

Y aquí a mis pies aún queda, sin embargo, espacio para nuevas placas, eventualmente condonado a permanecer vacante hasta que, sacrificial, la Patria reclame sangre nueva. De pie sobre esta piedra desnuda de honores, pienso en los próximos muertos a cuya memoria se dedicará el vacío que ahora ocupo. Y miro la ciudad y el fuego del soldado ignoto, la noche que aquieta al fin todas las cosas, los viajeros de rodillas para hacer fotografías que parecen extrañamente orar. Ajena a la premura, arde París. Y pienso que pisé también quizá, durante mi peregrinaje, la tierra que algún día guardará mis restos, la lápida que, aún no arrancada de la piedra, aguarda mis dos fechas. Francisco Sianes fue mi nombre. Aquello que yo fui lo dicen mis palabras. Quisieron ser, como París, de bronce y fuego. Mi rostro ya no existe. Tampoco lo que tanto amé. También a esto habremos de decirle adiós, todo fue sueño y ya ha cesado. El viaje acaba y has estado en casa. Hoy sabes, al alba hiriente y redentora del regreso, que Ítaca es el nombre de tu sombra.

lunes, 21 de abril de 2008

Yo y tú

El fin no es un naufragio redentor: no es sino este lento estancarse todas las cosas. Palabras, latidos, afectos que iban y venían impulsados por el vigor de su precipitado origen, de pronto nada más que lengua muerta, helado corazón, caricia detenida. ¿Qué fruto habría de brotar de aquella tierra yerta? ¿Quién tejerá de nuevo lo que ellos, irrevocables y precisos, destejieron? ¿Cómo anudar un cuerpo y otro cuerpo que unánimes en llama ardían? ¿Dónde reconocerlos en esta hoguera extinta, en el jadeo exhausto de la ceniza imponderable?

El alguacil alguacilado

Hace un par de años, mis alumnos de primer curso de Secundaria crearon un blog. Una de las actividades que les propuse fue que escribieran una reflexión sobre las primeras impresiones. Les sugerí que eligieran a un amigo al que hubieran conocido ese mismo año. Algunos, sin embargo, -era de temer- me eligieron a mí. Es el caso de Cristina, cuyo texto reproduzco literalmente:

Mi primera impresión de Francisco Sianes

Mi primera impresión fue de que era serio, porque nunca se reía de nada.
Después me dicuenta de que no era tan serio, porque ya se reia un poquito.
Esto de las primeras impresiones es muy complicado.

PROFE APRUEBAME

¿Quién no suscribiría semejante arrebato de pragmatismo?

(Ah, si os habéis preocupado por el destino de Cristina, descuidad: el "profe" la aprobó.)

domingo, 20 de abril de 2008

Hoy es siempre todavía

¿Qué extraña perversión, qué funesto desenfoque nos persuadió de que el pasado se ha perdido y no ganado para siempre?

Una tentativa de respuesta, al fin y al cabo


miércoles, 16 de abril de 2008

Entre el paladar y la garganta

En su autobiografía, Fernando Savater recuerda este episodio de su infancia. Azuzados por su aspecto contrahecho y su manifiesta debilidad, una turbamulta de oligofrénicos gamberros -disculpen el pleonasmo- se solazaba persiguiéndolo y hostigándolo al grito de: ¡Gorila, gorila! Hoy lo persiguen y hostigan los terroristas de la ETA, asignándole otros calificativos bajo cuya etiqueta poder asesinarlo. Les dejo con sus palabras y mi silencio que, cuando acabo de leer el pasaje, se concentra siempre -no me atrevo a decirles por qué- en un punto intermedio entre mi paladar y mi garganta:
La sociedad es frecuentemente sublime pero la masa es siempre abyecta. Cuando digo masa no me refiero a lo práctico-inerte estudiado trabajosamente por el Sartre de Crítica de la razón dialéctica, sino a la multitud unida por el deseo de escapar de los males individuales cometiendo atrocidades colectivas. Quien más aproximadamente ha descrito el fenómeno creo que es Elias Canetti en Masa y poder; pero ni siquiera él ha subrayado tanto como yo quisiera la cobardía y la vesania del mastodonte policéfalo, su vocación apisonadora frente a las víctimas, la miseria moral comunitaria que se entusiasma con el hedor de sus propias heces, el cretinismo ufano de sus legitimaciones ideológicas… Ningún individuo sabría ser tan cruel y tan imbécil por sí solo como llega a serlo cuando recibe la patente de corso del enjambre. Masa es cuando los humanos se juntan para hipotecar sus cerebros individuales en un ganglio común agresivo, compuesto de mierda más o menos pura. Y esa ameba hedionda se ceba con repulsiva alacridad en la debilidad del supuestamente “raro”, del considerado diferente por capricho o por decreto, del forastero, del semejante condenado a ser “extraño” tras haber pecado mortalmente contra la rutina o la mediocridad… La masa no tiene enemigos, sino que elige presas.
En su espléndida autobiografía, Bertrand Russell cuenta que siendo niño su abuela le regaló una Biblia en la que había subrayado el precepto: “no seguirás a la multitud para hacer el mal”. Es una norma adecuada, pero que me parece redundante porque ¿qué otra razón vas a tener para seguir a la multitud, sino hacer el mal?
Quiero morir “gorila”, solitario en lo más alto, luchando y perdiendo pero sin dejar de amar desesperadamente: como King Kong.

martes, 15 de abril de 2008

Hermanos

Han hecho de la soledad su fiebre y su morada: Diógenes el cínico, el ciego en su tiniebla, Gagarin frente al cosmos, el filósofo en Sils-Maria y la locura, la cruz en el Calvario, la daga entre las sábanas, el árbol del ahorcado, el mar la mar el mar sólo la mar, quien ignora el amor, el monte Fuji, la rabia oscura del puma, yo.

La costilla de Adán (10). Basado en hechos reales

El caso es que si esto fuera una película tú tendrías un deportivo, los músculos marcados y te despertarías cada mañana como si acabara de peinarte tu madre; te asomarías a la ventana semidesnudo (quién no luciría semejante cuerpo) y te encontrarías a tu vecinita, un superlativo monumento a mayor gloria de la especie que (¡sí! ¿Cómo puedes dudarlo, hombre?) te saluda a ti y te dedica la más encantadora e insinuante de las sonrisas. Pero un día más te levantas y no tienes el deportivo (de hecho, no tienes ni carnet), tus músculos se fueron al exilio y te despiertas con cara de náufrago y con pelos de haber visto a tu exsuegra; te asomas a la ventana (cubierto con el pijama que te regaló la abuela) y te dices que, en el fondo, puedes con todo. Sí: con todo. Pero, por el amor de Dios, ¿es qué tu vecina tiene que ser tan fea, coño?

lunes, 14 de abril de 2008

Alea iacta est

La vida es una pesadilla que se muerde la cola, un museo de los horrores sin salidas de emergencia. Y a ti, después consultar a los más sabios de los sabios y templar tu valentía en las fraguas del coraje, sólo se te ocurre, ¡oh César redivivo!, comprar la lotería.

domingo, 13 de abril de 2008

Zapatos vacíos

Sólo quien volvió de noche a casa, y las lanzas incesantes de la lluvia han vulnerado su calor y la oscuridad circundante lo ha extraviado aunque ha seguido su camino, y encuentra en su dormitorio, como oscuras bocas hambrientas o implorantes o acaso sólo mudas, unos zapatos vacíos que sostuvieron siempre el cuerpo amado puede escuchar, con conciencia de estar vivo sin haber sobrevivido, la balada del adiós y la distancia.

Amor, amor...

¡Cuántos polvos se perpetran (y perpetúan) en tu nombre!

sábado, 12 de abril de 2008

"El hombre de 1950:

follaba y leía periódicos." (Albert Camus) El hombre del año 2000: sin novedad en la frente.

jueves, 10 de abril de 2008

Rebeldes sin causa

[Continuación y final de:

Pero no quiero abusar de la ironía y las simplificaciones. El asunto que analizo aquí no es la globalización (que, además, Baricco defiende en su libro), sino la idolatría acrítica del rebelde.

Si dirijo mis anatemas (rebeldes, por cierto) contra los turiferarios de la rebeldía no es porque me parezcan más peligrosos que los adalides de lo fáctico, sino porque cuentan con un mayor prestigio ideológico. En el imaginario colectivo (hablo, ante todo, de la cultura occidental), el "rebelde" pertenece a aquellos arquetipos ante los que la admiración se siente eximida de precisar argumentos; el "hombre de orden", por el contrario, adquiere en nuestra mitología política una coloración al tiempo siniestra y ridícula. En el duelo propagandístico, el conservador no le duraría ni un asalto al insurrecto.

No es difícil elucidar los motivos.

Decía Samuel Beckett que no hay pasión más poderosa que la pereza: y aun más poderosa que la del cuerpo, añadiré, es la del pensamiento. Nada nos resulta más cómodo que simplificar y polarizar nuestra imagen del mundo. Nuestra secreta lengua materna es el maniqueísmo. Por otra parte, el ser humano es experto en el paradójico hábito de quererse (y creerse) distinto y mejor que los demás, mientras se solaza en los hábitos más prosélitos y aborregados: un bovino con complejo de fiera. Estas irritantes tendencias son tan inextirpables como peligrosas, tan extendidas como impermeables a la crítica.

Los apologetas de la rebeldía argumentan que, sin ella, las sociedades no habrían avanzado: seguiríamos habitando en cavernas y machacándonos a hachazos las liendres. Aparte de la ingenuidad de reducir el "avance" social a los efectos de la ideología, obviando que la ética "progresa" (entendiendo el progreso en un sentido puramente denotativo) en buena medida de la mano del desarrollo técnico y gracias a la sostenibilidad de los modelos sociales más "solidarios" que éste desarrollo procura (somos, digámoslo así, tan solidarios como nuestro estómago nos permite), estos vindicadores parecen olvidar que el encomio de la rebeldía per se es una solemne perogrullada o una monstruosa dejación de la racionalidad.

A nadie se le escapa que, para que una sociedad funcione, es necesaria una dosis de crítica, de cuestionamiento de lo fáctico, que prevenga la gangrena de las rutinas inoperantes y nocivas: de lo contrario, esa sociedad inmovilista acabaría muriendo por esclerosis. Y no es menos evidente que, para que esa sociedad funcione, es imprescindible una fuerza de control y de conservación que mantenga a raya las fuerzas disgregadoras que, extremadas, acabarían por hacer imposible toda convivencia, toda norma y, por tanto, toda racionalidad (de ahí el estólidamente malinterpretado apotegma de Goethe de que es preferible la injusticia -eventual- al desorden-permanente-).

Tanto los apriorísticos defensores de la rebeldía como los del orden olvidan que es preciso distinguir entre la categoría y el episodio. La existencia de la rebeldía es tan imprescindible como necesaria la existencia de las fuerzas de conservación; la cuestión verdaderamente compleja, y la propiamente política, es determinar cuándo es deseable la rebeldía y cuándo el mantenimiento del orden.

Porque, además, se plantea la tragicómica circunstancia de que sólo solemos considerar rebeldes a aquellos que se levantan contra un orden que detestamos. Es raro que un abogado (biempensante) de la rebeldía reconozca que los skin heads, los terroristas de la ETA o el mismísimo general Franco sean rebeldes. Estos biempensantes se negarían a otorgarles la misma etiqueta que a Luther King, las sufragistas, Fidel Castro o el subcomandante Marcos. Todos ellos (y los jacobinos, y los bolcheviques y los nazis y cualquier individuo o colectivo que se levanta contra cualquier orden imperante) son rebeldes. Ante esta evidencia lógica, el argumento del apologeta de la insurrección suele ser que hay rebeldes "buenos" y rebeldes "malos". Esta simplificación es, sin embargo, el camino hacia la cordura. Y es que lo esencial no es defender al rebelde o al conservador, sino examinar sus razones para rebelarse o conservar. Sin duda, estoy con el rebelde Luther King frente a los conservadores WASP; pero estoy a favor de los conservadores constitucionalistas españoles frente a los rebeldes etarras.

Por supuesto, el panegirista de la insurrección olvida -voluntaria o involuntariamente- que el rebelde no puede limitarse a destruir un orden ya existente; es rebelde en cuanto pretende destruir ese orden para imponer otro. Los (absurdamente) célebres eslóganes de los jovencitos (y no tan jovencitos) sesentayochistas No sabemos lo que queremos, pero sí lo que no queremos o Prohibido prohibir pueden servir para el primer minuto de la revuelta; pero en el segundo minuto uno necesita preguntarse ¿Y ahora qué?, si no desea que aquello de la imaginación al poder adquiera tintes irónicos.

Pero quiero ir más allá. Debo insistir en que, incluso por encima de las posiciones concretas, lo verdaderamente relevante son las razones que nos llevan a defender una posición. Puedo estar de acuerdo con mi vecino en que la última invasión de Irak fue un despropósito político; pero me sentiré ideológicamente más cerca de quien justifique esa invasión con argumentos matizados y racionales que de mi vecino, si éste se opone a la invasión en virtud a su convicción de que toda propuesta política que propongan los Estados Unidos es necesariamente perversa.

Esta concatenación de obviedades es (me temo) mucho más pertinente de lo que pueda parecer. Hablé antes de maniqueísmo; no menos familiar es en España (no sólo en España) la tentación cainita. Especialmente en los países mediterráneos, nuestras convicciones políticas se confunden con la pasión del tifosi y con la irracionalidad del fiel: no apoyamos coyunturalmente -según nos convenzan más o menos sus propuestas- a un partido: somos de él, como somos del Betis o del Sevilla, trianeros o macarenos. Nuestra filiación política no es tanto una decisión racional y mudable como una herencia y un destino de sangre (y sanguinario).

No es fácil vivir a la intemperie. Paul Claudel lo sabía: Estoy con todos los Júpiter frente a todos los Prometeos. Es, ciertamente, una frase cobarde y monstruosa que hace despertar -si hacemos caso a Cioran- al terrorista que hay en nosotros. Pero no menos negligente es la postura del que está incondicionalmente con todos los Prometeos: tantas veces se entrega el fuego -el poder- a quien no lo merece. Los estereotipos, lo lamento, no sirven. No deberían servirnos.

Sí, habitamos la guardería global. La vulnerabilidad y la grandeza del hombre es que, para serlo, se ve kantianamente obligado a abandonar la infancia y decidir por sí mismo, bajo su completa e intransferible responsabilidad, cuándo defenderá la casa de Júpiter y cuándo ayudará a Prometeo a robar el fuego de los dioses.

martes, 8 de abril de 2008

Hablemos de trompetas (Apolo y Marsias)

Inventó Atenea la flauta y no recibió sino la burla de los dioses. Hinchaba las mejillas y los olímpicos -que saben permitirse la perversidad pero no la ridiculez- la despreciaron. Los instrumentos de viento sólo despertarían en adelante cuando el hombre les insuflara su aliento efímero.

Eso hizo Marsias, el sátiro oscuro. Armado con su flauta, desafió a Apolo, dios de la lira y las tempestades de luz. El premio: el poder sobre el otro. Qué podemos jugarnos sino todo ante los dioses. Las Musas, que nunca estarán al servicio de aquello que está destinado a la muerte, declararon injusto vencedor a Apolo. Pedir justicia a los dioses -Marsias lo comprendió demasiado tarde- es pedir demasiado. El sátiro fue desollado por el dios; su piel, clavada en un árbol donde el viento la hará retumbar hasta el fin de los tiempos, cuando el último grano de arena haya caído y se cierre la cuenta y todo lo que ardió se apague en muda ceniza intangible.

Quiero ahora que miren los rostros de Apolo y Marsias. La calma satisfecha y sobrehumana del verdugo y el desgarrado alarido de ira y terror de su víctima. Qué vulnerable la carne mortal, que ridícula su agonía ante la indiferencia inconmovible de los dioses.


La sangre derramada de Marsias fue convertida en río, en el que ningún mortal podrá bañarse dos veces y que se precipita incesante hacia la mar, que es el morir. A veces, algunos hombres se congregan a la orilla de ese río de sangre que es y será nuestro vínculo con los dioses y, ante la estupefacción muda de los que nunca mueren, repiten un desafío que será castigado a la postre. Elevan sus instrumentos al cielo, al sol de Apolo que nunca se pone, y hacen música. Y, como Marsias, no temen agotar su aliento ni resultar vulnerables y ridículos, y es su música desafiante como una flecha que podría ensartar todos los corazones destinados al polvo o un hilo que los vincula y los hace latir -arder- en esa eternidad humana que sólo dura un instante.


Sonando a lejanía

A veces, te gustaría sentir que es para ti un sueño tan frágil que bastaría parpadear para que se desvaneciera. Y sin embargo, huérfano de carencias, has llegado a esta noche fatigado tal vez de saberte, al fin y para siempre, indestructible.

lunes, 7 de abril de 2008

Dirán lo que fuiste

No olvidaré la flor solitaria que esparcía su perfume a la sombra de la piedra cifrada, ni la boca que trepó a mi garganta como yedra que anhelaba mi aliento. Tampoco la patria cuyo fuego ondea en una bandera azotada, ni el corazón abatido que ante ella se rinde. No olvidaré la despedida de lo que se desea y se teme, ni la nostalgia de lo que nunca fue ni será jamás. Todo aquello que se me ha ofrecido y no he amado. Puertas que no atravesaré, que hacen el universo más vasto y recóndito y que, con su desoída promesa, me esperan.

Y recuerdo también las trompetas gloriosas de Mahler. El dolor por la muerte de un negro en Memphis, Tennessee. El tomillo y romero en la tierra que horadó el sudor de mi abuelo y el hijo que vuelve al abrazo del padre en el cuadro de Rembrandt. El calmo latido de un atardecer que se extiende a los pies de la noche y aquel cuerpo aferrado a mi sangre que hoy es ceniza. La risa de Rocío que concentra, cuando irrumpe, toda la claridad del mundo. Las palabras que huelen a derrota y coraje. La fusión de tu nombre y mi nombre en nosotros. Y agradezco, porque nadie ha recibido la bendición de amarlo todo, estas cosas que mantienen unida la frágil y efímera materia de que estoy hecho y que, como una sombra sostenida en pie cuando yo haya caído, dirán lo que soy y lo que he sido.

jueves, 3 de abril de 2008

Fastidiosas matemáticas

Entre la opción adecuada y la más simple, el hombre elegirá -invariablemente- la más simple. Entre la opción correcta y la más complicada, la mujer escogerá -fatalmente- la más complicada. Las rectas paralelas acaban abrazándose en algún punto del infinito, que es -nadie lo ignora- el único lugar vedado a los insensatos mortales.

miércoles, 2 de abril de 2008

Rebeldes sin pausa

Hay épocas sensatas que rinden culto a la madurez (y aun a la ancianidad); hay otras -acaso más divertidas, sin duda más atolondradas- que enaltecen la juventud. Y hay épocas decididamente suicidas que entronizan la niñez. Hermanos hombres, hoy vivimos en la guardería global.

Podría multiplicar los ejemplos -el desaliento- ciñéndome a mi experiencia docente. Me limitaré, por hoy, a comentar un fragmento de Next de Alessandro Baricco, un ensayo (por otra parte ágil, nervioso y movilizador) sobre la globalización.

El fragmento en cuestión no tiene desperdicio: se trata de un elogio de los grupos contrarios a la globalización, que cito y apostillo inmediatamente.

Hay algo que podemos comprender sobre los grupos antiglobalización: incluso antes de preguntarse qué piensan del mundo globalizado, se indignan por la forma en que nos lo están vendiendo -me pregunto quiénes serán los que "nos lo están vendiendo". ¿Los malvados capitalistas? ¿Bush, Botín, Bill Gates? Como si no hubiera millones de trabajadores cuyo sustento depende de esa economía "globalizada", como si no hubiera millones de individuos, en modo alguno multimillonarios, encantados con las posibilidades que les ofrece la "aldea global". Lo más pavoroso es que se trata de una indignación que precede a la reflexión y que, según se puede deducir, justifica la ausencia de juicio. Lo relevante, además, no es tanto que la globalización sea o no perniciosa, sino el hecho de que intenten "vendérnosla" desfachatados mercaderes-, y por la propensión colectiva a tragarse la epopeya (...) sin plantearse demasiadas preguntas -esto es: esos grupos antiglobalizadores que no se plantean demasiadas preguntas (o ninguna) antes de oponerse, se indignan porque los acomodados clientes se traguen el cuento de la lechera globalizadora sin planteárselas. Parece que tampoco se ha preguntado nadie si esos "clientes" realmente se las han planteado y han respondido afirmativamente-. Sobre todo los más jóvenes -me lo temía-: son antiglobalización porque es un modo de intentar tener una mente libre, independiente, no hipnotizada por el bombo del poder -o sea, que basta vestirse de antiglobalizador (¿y okupa?) para tener una mente libre e independiente del poder (¿qué poder? El poder está en todas partes). Yo quiero.-; tienen ganas de salirse del rebaño y de mofarse del pastor -vamos, que se oponen a la globalización no por convicción política, sino para mirar por encima del hombro a la canalla y divertirse armando el taco. Fijo que así se folla más.-. A lo mejor, luego no saben muy bien qué es la globalización -ya me lo estaba yo temiendo...-, o no han razonado nunca verdaderamente sobre el asunto -ni sobre nada: ¡lejos de nosotros la funesta manía de discurrir!-. Pero, por instinto, montan un follón -¿a que acojona?-. Que sea Vietnam o la globalización no cambia mucho las cosas -o la prohibición del botellón o la desaparición del lince ibérico... Qué más da: ¡a liarla, oeeeé!- : siempre hay una porción de la humanidad que no está por la labor -¿qué labor?-, que se rebela ante la inercia con que la mayoría adopta eslóganes que alguien ha inventado para ellos -¡y lo dicen los que no piensan!-. Son los rebeldes -abróchense los cinturones-. ¿Tendríamos que condenarlos por la única razón de que no sabrían mantener un debate sobre la globalización? -Hombre, Baricco, a la hoguera no los voy a mandar: me conformo con que no me grafiteen la puerta de casa por beber Coca Cola- No lo creo. Más bien tendríamos que defenderlos de la extinción -¿de la extinción? Este señor no se pasea por las calles...-: son nuestro seguro contra todos los fascismos -sí, un seguro a todo riesgo... Habrá que recordar que los fascistas se levantan siempre contra el orden establecido: creo que en España, para no irnos más lejos, constituyeron el "Bando Rebelde"-. Son la ansiedad que nos mantiene despiertos en las noches de nuestro sentido común -a mí me mantienen ansiosamente despierto en las noches del fin de semana-. Habrá quien diga: sí, pero sobre la globalización se han equivocado. Aunque fuera verdad, no importa -¿a quién le importa la verdad a estas alturas?-. La próxima vez tendrán razón y serán la salvación de todo el mundo -que Dios nos pille confesaos...-.

(Sigue...)

La costilla de Adán (9). Autobiografía

martes, 1 de abril de 2008

Ella irradia claridad. Él será siempre su sombra

La costilla de Adán (8). La mujer pija

Aspecto físico. Muestran permanentemente una piel con sobredosis de rayos UVA y un cabello rubio de insolente inautenticidad. Suelen llevar el pelo recogido con tanta fuerza que sus rasgos adquieren una tensión sobrecogedora (uno teme que la cara se les desprenda del cráneo y salga disparada como una flecha al soltárselo). La variante sevillana, muy apreciada por los expertos, gusta de vestir con exuberantes modelitos diseñados por parejas lilas o moñas como Dolce y Gabbana o Victorio y Lucchino. Cuando juegan en casa, su equipación consiste en pantalones vaqueros, polo repulgado con la bandera de España, zapatitos rojos y bolso rojo a juego. Si alguna vez aparecen en una farmacia vestidas con chándal, babuchas rosadas y sin maquillar se apostará sobre seguro que atraviesan una depresión de virulencia cataclísmica.

Sexo y pareja.
Sus maridos -tiburones disfrazados de barrigudos quincuagenarios- son disciplinados samuráis del trabajo empresarial y la donación de cuernos. Asistidas por una infalible fertilidad, procrean con frenesí conejuno. Sus multiplicados hijos son invariablemente cursis y despóticos e invariablemente rubios. Absténganse de llevarlas a la cama los individuos aprensivos o con problemas coronarios: una vez desatadas, semejan ambulancias ululantes o walkirias gimientes.

Alimentación.
Distinguen entre centenares de variedades de té y jamás confundirían el chocolate suizo con el belga. Devoran con sus dientecillos afilados y ratoniles cantidades industriales de pescado crudo y se dan unos pavorosos atracones de manzanas. Ingieren una extravagante bebida llamada TAB.

Costumbres y temperamento.
Tienen un buen gusto innato para decorar; pero ante las tareas domésticas más sencillas perpetran las mayores atrocidades o naufragan en el mayor de los desamparos. Bailan espasmódicamente o con arritmia robótica. Frecuentan a amigos que -inverosímilmente- responden a los nombres de Lala, Tono, Cuca o Franchu y poseen perros o loros a los que -inverosímilmente- llaman Enrique o Esteban. A lo largo de su vida profesan todo tipo de religiones: el catolicismo, el islamismo, el budismo zen, el fitness o el punto de cruz. Las más extravangantes se convierten en cabalistas y dejan de llamarse María de las Mercedes para llamarse Judit. A la Visa Platinum son, sin embargo, fieles en sesión continua. En su juventud, sus voces son irritantemente gangosas y repiten sin cesar Jo, tía. En su madurez gustan de vestirse de corto y montar a caballo, sobre el que trotan con alborozado, indecoroso y febril entusiasmo. Cuando envejecen, se convierten en bombas botulínicas, balbuceantes y alucinadas como la Duquesa de Alba. El hábito de la realidad no consigue mitigar jamás su desenfrenado egocentrismo. Tras su muerte, las malas lenguas aseguran que fueron muy pero que muy recatadas; lenguas más generosas, sin embargo, apostillan que sólo fueron -el Señor las tenga en Su Gloria- considerablemente catadas.

Creen en la astrología.