lunes, 27 de abril de 2009

Poética

1

Nunca te desdigas
de lo que callaste a tiempo.
Hay valor cuando se emprende
un prontuario de omisiones.

2

Una adición de éxtasis
no siempre es una suma.

3

¿Tender la mano abierta al vértigo
o aprender de los árboles,
que han aprendido a cortejar su calma?

4

La vida, un puñado de verdades
que es difícil encajar de noche.

5

No basta con amar
a las palabras para arder
en el insomnio de la sensación.
Elucidar la vida exige aliento.

6

Pasión, la eternidad acecha
por la rendija herida de tu puerta.

7

La luz sólo ilumina
si renuncia a hacer cautivos.
La belleza no precisa sacrificios.

La biblioteca está en llamas (12)

Como no renunciaba a la esperanza de volver alguna vez a la universidad, me dedidí a preparar mi tesis pese a la enorme pereza que me daba. Escogí como tema el pensamiento de Cioran, que yo conocía bastante bien y el resto de la academia española nada en absoluto. Además podía leerle en su idioma original (en aquel entonces Cioran no quería saber nada de sus libros en rumano) y la bibliografía a consultar era bastante corta, porque casi nadie le había estudiado todavía. De modo que podía ser exhaustivo sin quedarme eshausto. Como director de tesis opté por José Luis Pinillos, catedrático de Psicología con quien siempre me había llevado razonablemente bien. Pinillos fue un director de tesis nada entrometido, cooperativo y tolerante, pero creo que tuvo ocasión de maldecir más de una vez la hora en que se le ocurrió aceptar mi encargo. Y es que enseguida empezaron los problemas. No en vano yo tenía ya una fama bien asentada de perturbador levemente perturbado (mi último tropiezo fue verme expulsado de un curso de doctorado algo aburrido por haberme dedicado sin recato a meter mano a una exuberante compañera, tan aburrida o más que yo). La primera alarma fue el rumor, no menos disparatado que halagador, de que Cioran era un invento mío, un heterónimo para publicar mis chifladuras y que la pretendida tesis sobre tal fantasma no pretendía ser sino una sofisticada burla a la academia. Yo me lo tomé a broma, pero Pinillos pareció algo preocupado y me aconsejó que recabase del autor una carta respaldando mi trabajo, que serviría además como prueba de su existencia. De modo que le escribí: "Cioran, dicen que usted no existe". Me contestó a vuelta de correo: "Por favor, no les desmienta". Pero me envió una especie de carta-prólogo para la tesis, en la que aseguraba que él de ningún modo era un filósofo y que el único miembro de este gremio que conocía actualmente era un clochard parisino que solía pedirle de vez en cuando dinero mientras abominaba de los sinsabores de la vida. Francamente, no sé si la misiva contribuyó a mejorar las cosas: ya nadie dudó de que Cioran existiese, pero todos pensaron que éramos desdichadamente tal para cual.

La biblioteca está en llamas (11)

El júbilo no puede ser excesivo, sino que es siempre bueno; la melancolía, en cambio, es siempre mala.

lunes, 20 de abril de 2009

La biblioteca está en llamas (10)

Había en otros tiempos... ¿ha observado cómo aromatizan e invaden el cuarto las glicinas bañadas por el sol de esta pared? Lo hacen como si (liberadas por luz) se movieran con avance secreto, rozando y pasando de uno a otro átomo los mil ingredientes de esta penumbra. Ésa es la esencia del recuerdo: sensación, gusto, olfato. No se trata del entendimiento, del pensar. La memoria no existe; el cerebro recuerda lo que los músculos se esfuerzan por hablar, ni más ni menos, y la resultante es por lo general falsa, merecedora apenas del nombre de sueño... ¡Ah sí, el dolor se aleja, se desvanece, lo sabemos muy bien..., pero pregunte usted a los lagrimales que han olvidado llorar! Hubo en otros tiempos un estío de glicinas. Todo estaba impregnado de glicinas (y yo tenía catorce años entonces), como si todas las primaveras futuras se hubieran condensado en una sola en un verano: la primavera y el verano que pertenecen a toda mujer que ha respirado en este mundo, deudora de todas las primaveras traicionadas que, desde tiempos irrevocables, quedaron detenidas para volver un día a reflorecer. Era una vendimia de glicinas, pues el año de vendimia consiste en esa dulce conjunción de raíces, flores y ansias, horas y tiempo; yo (que tenía catorce años) no insistiré en la floración, puesto que ningún hombre podía mirarme aún (ni lo haría jamás) con algún detenimiento, no como a una niña, sino como a algo menos que una niña; no sólo más niña que mujer, sino menos que cualquier especie de carne femenina. Tampoco hablaré de hojas... yo, hoja amargamente pálida, raquítica y frustrada, temerosa de cualquier derecho al verde luminoso que podía haber iniciado los tiernos juegos infantiles de novios de un día, o detenido el vuelo de las voraces avispas masculinas de una pasión futura. Pero insisto y reclamo la raíz y las ansias, ¿no he heredado acaso de todas las Evas solitarias que han nacido después de la Serpiente? Sí, lo afirmo, yo crisálida frustrada de una ciega simiente perfecta: pues ¿quién podrá decir que una raíz nudosa y olvidada no florecerá un día en un capullo redondo y concentrado, más pleno y concentrado y embriagador porque esa misma raíz abandonada no estaba muerta sino dormida?

lunes, 13 de abril de 2009

Yo, que tantos hombres he sido...

Como se colige del relato del topillo (insisto en que el topo es real, no una amenazadora forma de mi fiebre), atravieso una época de cambios, viajes, estrés laboral y trastornos de personalidad. Escribo mucho en mis cuadernos, pero poco aquí.

Para conjurar mis demonios, he decidido hacer un experimento: he creado un blog heterónimo. En él, seré fiel al hombre que yo sería (yo, que tantos hombres he sido) si fuera lo que mi hermano, mi señora esposa y muchos amigos, conocidos y saludados son: un progre melancólico. Este espécimen es una mezcla de nostalgia narcisista, compulsión viajera y fervor utópico (vertiginosamente inconcreto); en suma, un tipo que no está nunca en casa: en el presente. Un ejemplar que zascandilea con la gramática de la poesía, ignorando la poesía de la gramática (de ahí su afición a los juegos de palabras y las conversaciones etéreas, su culto a los payasos y los vagabundos, el vicio por los amores imposibles, los trucos de magia, las revoluciones -en otros países-, Montmartre en cinemascope, las letras minúsculas, un Rimbaud que es el Ché que es Jim Morrison, la improvisación, el jazz, los puntos suspensivos... los cigarrillos... el humo...). Espíritus superficiales, pero seductores. Niños grandes.

Así que actuaré como si me gustaran el Bolaño más etílico y el Cortázar más cronopio y "colgaré" (durantes unas semanas y de tanto en tanto, nomás) textos breves, fotos y vídeos musicales on the rocks. Y fiebre y lanza y baile y sueño. ¿Me convertiré en un seductor grunge, a mi pesar? Vosotros, hermano, señora esposa, amigos, conocidos y saludados diréis si gano con el cambio.

(El blog se subtitula: Memorias de un Adriano. Conviene aclarar que los Sianes somos los, así llamados desde antaño, Adrianos http://desmemoriasdeadriano.blogspot.com/)

miércoles, 1 de abril de 2009

La luz de la mañana los disipa

Anoche volví a soñar que salía de la casa de mis abuelos paternos, que tiraba a correr hacia la casa de mis otros abuelos, allá arriba, en las afueras del pueblo. Un sueño recurrente que, desde hacía años, no tenía (¿Por qué tan a menudo corro en sueños?).

Al despertar esta mañana, pensaba que, tras la muerte de mi abuela materna, esas casas están al fin vacías y que sólo podría encontrarlas habitadas ya en mis reiterados sueños. Pensaba que debía sentirme melancólico: era ya irrecuperable mi lejana infancia, había perdido el referente vivo de mis antepasados, no volverían a repetirse las carreras solitarias por mi pueblo. Pensaba que vivir es, más que disfrutar de las conquistas, aprender a gestionar las pérdidas. Vivir es ir muriendo cada día. (Y es que lentamente engrosa el número de encuentros a los que sólo acudiremos en nuestros repetidos sueños y lentamente aumenta el número de aquellos que nos acompañan hoy tan sólo en la imaginación, en el deseo y el recuerdo -ya nunca más se posará su mano sobre nuestra mano, ni se aferrará su cuerpo vivo contra nuestro cuerpo-). Y allí, sobre la cama, miraba hacia el confín de aquella edad en que la muerte tiene aún el rostro de nuestros abuelos.

Pero amanece. Qué fácilmente damos preeminencia, me decía luego, al gesto de dolor sobre los ademanes del asombro y del agradecimiento. Con rutinaria capitulación edificamos nuestra casa sobre los arrabales del recuerdo (nuestra patria perdida es la infancia, nuestra fidelidad sólo será leal con lo que ha muerto) o en la prometida y promisoria ínsula del porvenir; raramente fundamos el hogar en el incandescente instante, en el presente manantial, bajo la luz de un sol que no se pone. Qué complacientes somos con la noche y qué sombríos bajo el mediodía. Con qué complicidad privilegiamos la despedida y el adiós sobre el hallazgo y el descubrimiento.

Porque hace años, siento ahora, cuando aún estaban habitadas esas casas que unían mis infantiles carreras, no podría haber soñado con Rocío, con los silencios de Char, con ese atardecer de Roma prolongado hasta el amanecer, ni con aquella noche levantina donde en cada palabra y cada hora ardía un mundo.

Los malos sueños son una marea negra y pegajosa que nos arroja contra la vigilia, temblando y empapados por su oscuridad impía. La luz de la mañana los disipa.

Esta mañana amanecí abrazado a la mujer que amo y que me ama. ¿Qué dice eso de la medianoche?

Porque yo ya no soy yo...

(Para mis compañeros de APIA, que entienden.)

Llevo meses detrás de un topo que se ha colado en mi cocina. Lo he intentado todo: trampas para ratones, restos de pizza Quattro Formaggi, emboscadas armado con una vieja escoba. Todo en vano. El jodido es olímpicamente escurridizo. Mi casera me ha recomendado que le eche polvos envenenados por todos los rincones de la cocina (al topo, no a mi casera). Y yo, que en las zozobras de los polvos soy obediente, se los he echado. También en vano.

A menudo, en la alta noche, oigo el deambular infatigable de ese animal que se encona en mi cocina como un remordimiento. En ocasiones, me cuesta conciliar el sueño. ¿Quién podría convivir tranquilo con un topo que campa, soberano, por su propia casa? A la luz titubeante de las mañanas, encuentro sus caquitas ostentosas esparcidas por esa encimera que, cual Sísifo doméstico, me empeño en limpiar y relimpiar con los productos comprados en el Covirán de mi pueblo (empiezo a tener fama de lila entre mis vecinas).

En los últimos días, el trajín ha aumentado. Me alarma pensar que pueda tratarse una plaga. Y, sin embargo, el topo parece encontrarse tan a gusto en mi casa, tan amenazado cuando atisba mi presencia constante, mi resistencia a cederle el terreno, que he llegado a cuestionarme quién es el invasor y quién el invadido.

A la vuelta del trabajo, fatigado, encuentro mi llave cada día más pesada; mi cerradura, más resistente; mi casa, más ajena. A veces, ni siquiera sé de qué lado de la puerta estoy.