martes, 31 de agosto de 2010

Un abrazo que culmina

en tu mano que resguarda,
sobre mi ignorante espalda,
cobarde, su despedida.

Padres e hijos

Uno empieza a envejecer cuando se convierte en el padre de sus padres y es definitivamente viejo cuando ya se ha convertido en el hijo de sus hijos.

jueves, 26 de agosto de 2010

Un tigre que me destroza...

Para Elena, río que me nutre, flecha en mi diana.

Luego, liberado tanto del dios del momento como del de la eternidad, aunque sin aquel afán por quitarles la fuerza a los dos, siguió el período de un tercer poder, de un poder meramente del aquí, declaradamente mundano, y éste –qué me importa, helenos, vuestro culto al kairós, vuestra felicidad celestial, cristianos y musulmanes– apostó por algo que estaba en medio de los dos, por el logro de cada una de mis cosas de aquí, por que se lograra el tiempo único de la vida. (Peter Handke)


En 1877, cuando el pintor norteamericano Whistler expuso sus ocho “Nocturnos” en la galería Grosvenor de Londres, el crítico John Ruskin publicó una violenta diatriba acusando a Whistler de pedir, sin pudor alguno: “doscientas guineas por arrojar un cubo de pintura a la cara del público”. Temiendo por su reputación y celoso de su libertad como artista para comerciar con la belleza según sus propios criterios, Whistler demandó a Ruskin por difamación. Así lo refieren Robert Rosenblum y Horst Woldemar Janson en El arte del siglo XIX:

En 1878, tras un proceso judicial largo y, con frecuencia, grotesco (la ofensiva pintura fue mostrada al revés al jurado) y tras el testimonio de muchos artistas británicos sobre si el cuadro era una obra de arte legítima y satisfactoria, Whistler obtuvo una victoria simbólica al recibir un cuarto de penique por los daños, exigua compensación por los enormes gastos del juicio.

Fue una victoria pírrica y una baudelaireana advertencia para todos los artistas del siglo XX: Whistler salvó su honor como artista; pero quedó arruinado como burgués. Borges añade a la historia una anécdota jugosísima. Interrogado en el juicio sobre cómo podía exigir doscientas guineas por una obra que le había pintado en sólo unas horas, Whistler contestó, impertérrito: “Para pintar ese cuadro no he necesitado unas horas: he necesitado toda mi vida”. A lo que añade Borges: “En rigor, puede afirmarse que había necesitado toda la historia del Universo”. La historia de quien consuma una experiencia estética es paralela a la de Whistler. En ella, el sujeto actualiza lo que su sensibilidad ha ido incorporando a lo largo de toda su vida. Así lo explica Jonh Dewey:

Cuando un relámpago ilumina el paisaje oscuro, hay un momentáneo reconocimiento de los objetos, pero el reconocimiento no es un mero punto en el tiempo, sino que es la culminación focal de un largo y lento proceso de maduración; es la manifestación de la continuidad de una experiencia, temporalmente ordenada, en un repentino y limitado instante de clímax.

Tanto al crear como al recrear una obra artística (y sucede los mismo con cualquier experiencia) actualizamos el bagaje completo de nuestra sensibilidad, de nuestros contactos con el mundo. Eso es lo que provoca que un poema leído en la vejez no sea el mismo que leímos siendo adolescentes; que un cuadro, una catedral, un paisaje ante los que pasamos con indiferencia ayer nos deje hoy paralizados (y viceversa).

No obstante, no debemos confundir esta dinámica temporal con el mero recuerdo. El pasado, sí, se recupera; pero sólo para actualizarse: para aportar, aquí y ahora, densidad y hondura a la experiencia presente. Presente y pasado se sintetizan en un proceso en el que ambos resultan enriquecidos. De nuevo Dewey:

El organismo que responde con la producción del objeto experimentado, es aquél cuyas tendencias de observación, deseo y emoción están moldeadas por experiencias anteriores. En la experiencia estética, […] el material del pasado ni llena la atención, como en el recuerdo, ni está subordinado a un propósito especial. Hay en verdad una restricción impuesta al material admitido, cuya medida viene dada por la contribución a la materia inmediata de una experiencia que se tiene ahora. El material no se emplea como un puente para alguna experiencia posterior, sino como un incremento e individualización de la experiencia presente. El fin de la obra de arte se mide por el número y variedad de elementos que vienen de las experiencias pasadas orgánicamente absorbidos en la percepción aquí y ahora. Le dan su cuerpo y su capacidad de sugestión. Vienen a menudo de fuentes muy oscuras para ser identificadas de algún modo consciente en la memoria y, en consecuencia, crean el aura y la penumbra en que se mueve la obra de arte.

... pero yo soy el tigre

Es preciso subrayar que, en la experiencia estética, el pasado no se revive de manera nostálgica, sino siempre ligado al momento actual. Para no abortar esa experiencia, debe producirse una selección de aquellos materiales ya vividos que acentúan, en la circunstancia presente, la intensidad del contacto con el mundo. Una sobrecarga de elementos del pasado puede ser tan nociva para la experiencia actual como la ausencia de materiales acumulados en nuestra sensibilidad: en el primer caso, el material del pasado no dejaría espacio al material presente; en el segundo, el material presente no tendría dónde arraigarse: su peso tan leve que se volatilizaría, mero instante: nada.

Imaginemos esta escena. Un espectador contempla un paisaje marítimo en un museo. La obra le evoca otras obras de tema similar que, en el pasado, le han conmovido; recuerda otros cuadros del autor, con los que establece, inmediatamente, toda suerte de relaciones; recupera también sus propios contactos directos con el mar; las innumerables asociaciones (artísticas y existenciales) que, en su sensibilidad, van unidas a este tema, etc. Puede entonces suceder que el cuadro, por sí mismo, recoja una dinámica de fuerzas lo suficientemente poderosa como para mantener la atención del espectador: en ese caso, la obra artística lograda se convierte en un vórtice de energía centrípeta que atrae, filtra y redirige todo ese material del pasado para consumar, en el momento presente, la experiencia estética. Puede suceder también que (o bien porque el cuadro no sea en sí mismo suficientemente persuasivo o porque el espectador esté desconcentrado) la contemplación de la obra se convierta en un mero acicate para revivir un poema marítimo o escenas del pasado vividas junto al mar. En este último caso, el cuadro provocaría una dinámica de energía centrífuga, dispersando la atención del espectador. El material del pasado sería, sí, recuperado; pero no contribuiría a consumar una experiencia presente.

Así pues, debe producirse una verdadera incorporación del pasado en el presente. E incorporar no constituye una adición, un amontonamiento de experiencias: "incorporar" es una experiencia vital, algo más que colocar algo en la cima de la conciencia, sobre lo previamente conocido. Incorporar implica una reconstrucción que puede ser dolorosa.

No podemos recuperar el pasado como si se tratase de una reproducción objetiva de un material inmutable: cada vez que lo recuperamos lo estamos recreando (en la dinámica temporal también debe aplicarse la frase de Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”). Esa recreación tiene siempre un propósito: dar un sentido al pasado en nuestro presente y dar sentido al presente en relación con nuestro pasado. La incorporación no es, pues lineal (incluir el pasado en el presente), sino circular.

La mujer que recuerda para su pareja un pasado en el que “no éramos así”, en el que “todo horizonte nos parecía pequeño”, no realiza un mero ejercicio de nostalgia o de resentimiento: evoca su pasado (inventa su pasado) porque comprende su presente a la luz de aquél, porque desea transformar ese presente a la luz de aquel pasado evocado, recreado. Quiere que el presente sea (como en aquel pasado creativamente recuperado) el ámbito de la aventura y de la posibilidad. Recordarlo es inventarlo.

Se trata de una dinámica temporal en la que también está implicado el futuro. Cualquier acto que realizamos está condicionado por el porvenir. Si el presente posee un sentido es porque no se reduce a una pura instantaneidad, sino porque emprende (o continúa) una trayectoria dirigida a un cumplimiento.

Mientras escuchamos una sinfonía o vemos una película, mientras mantenemos una conversación, la experiencia no es una mera acumulación de instantes, sino una sucesión concatenada en la que el pasado fecunda y se actualiza en cada momento presente, aportándole densidad significativa. Pero pasado y presente están también condicionados por las anticipaciones del porvenir. En una película asistimos a la aparición de los personajes y los acontecimientos preguntándonos por su importancia y sus consecuencias futuras e incluso anticipándolas. En la conversación, nos percatamos de los silencios, los titubeos y el rubor de nuestro interlocutor interpretándolos como un indicio de lo que nos dirá a continuación; elegimos nuestras palabras y gestos en función de hacia dónde deseamos que, en el futuro, se mueva esa conversación, urdiendo un laberinto de propuestas y profecías. De este modo, las anticipaciones del futuro condicionan las acciones del presente y lo dotan de sentido (literalmente: de dirección y significado).

Conviene aclarar, sin embargo, que sólo podemos hacer esas anticipaciones porque ya hemos experimentado situaciones similares en el pasado; de tal manera que la vivencia de cada momento supone siempre una interacción del presente con el pasado y el futuro: sin la perspectiva de éstos, aquél sería, sencillamente, ciego. Es por eso que puede sostenerse que el tiempo es el organizador de la experiencia.

Ahora bien, para que ésta sea posible, es preciso que la interacción temporal sea equilibrada y se retroalimente. En ocasiones, experimentamos en pasado como un peso que nos hunde, una red que nos apresa, un pozo que nos abisma en la nostalgia, las antiguas heridas y las vivencias traumáticas no resueltas; también en ocasiones, el futuro es la trampa que nos acecha, la dificultad que nos paraliza, la amenaza que nos espanta. En estos casos, pasado y futuro nos hurtan la posibilidad de experimentar el presente en toda su amplitud y claridad, en su intensidad lograda. La experiencia (artística y existencial) sólo se verifica cuando el pasado es una fuente que permea y fecunda el momento que vivimos, como río que se desborda y fertiliza la tierra del ahora; cuando el futuro es presentido como el blanco adonde se dirige la trayectoria que trazamos implacablemente, el horizonte cierto de la consumación, de las promesas cumplidas. Pasado, río que nos nutre; futuro, flecha en la diana.

Heráclito sabía que “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. No porque el río del tiempo fluya, ajeno, alejándose incesantemente de nosotros. Somos nosotros quienes conducimos el caudal de tiempo que cada uno somos para que fluya hacia el futuro y nos distancie incesantemente de lo que hemos sido. Este distanciamiento no es una quiebra: es una recreación. Nuestro quehacer con el tiempo es una constante donación de sentido a nuestra vida: una tarea siempre por hacer y deshacer y que nos hace y nos deshace cada día. Hay consumación de una experiencia cuando esta integración del tiempo concentra y afina la percepción del ahora, a la vez que amplía el horizonte vital hacia donde esta percepción puede dirigirse: cuando el ciclo temporal que cerramos –no en torno, sino en nosotros– traza un círculo más amplio que aquel en el que antes habitábamos. En el ámbito de la experiencia, esa amplitud es también fecundidad.

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

Borges, sabio para tantas cosas, olvida que la elocuencia no es siempre un índice de veracidad. Del tiempo puede decirse y negarse (y se ha dicho y se ha negado) casi todo; posee, sin embargo, dos atributos incuestionables: es maleable y es reversible. No hay acto que no lo modifique. De nuestro trato con el mundo depende que esa modificación inapelable nos aprisione y nos consuma o nos libere en el espacio de la incandescencia.

miércoles, 25 de agosto de 2010

En sus manos

Noticia, comentario y vídeo.

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http://www.elconfidencial.com/espana/eva-almunia-educacion-curriculum-magisterio-aragon-20100825-68871.html

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70 .- Un buen amigo estudió Magisterio con Eva Almunia.
Realmente sí empezó Magisterio, fueron compañeros de promoción.

Según cuenta mi amigo, era la peor alumna de todos, posiblemente, según sus palabras era la mollera más dura de la clase. Muy corta pero con buena delantera.

Cuando mi amigo y otros compañeros acabaron los estudios, Eva Almunia se quedó rezagada y ya no sabemos si los acabó o los abandonó.

De todos modos, como Consejera de Educación del Gobierno de Aragón, su mayor logro fue nombrar portavoz de su Consejería en Las Cortes a ISABEL TERUEL, señora que generó semejante verguenza ajena en su primera intervención en el Parlamento que fue destituida la día siguiente.

El vídeo de su intervención está en Youtube. Pongan ISABEL TERUEL y vean el vídeo, son 9 minutos inborrables que te dejan sin saber si reír o llorar.

Y Eva Almunia la nombró su segunda de a bordo. Háganse una idea.

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Descuiden: yo les cuelgo el vídeo.

Sin comentarios.

lunes, 23 de agosto de 2010

Tiene el amor,

como la mar
su mácula, declives
cuando el dolor
es la verdad
que las heridas dicen.

Seré serás,
cuando el tú y yo
del nosotros desiste,
la luz del sol
que aguarda y sobrevive en el eclipse.

Brama tu nombre

en un aquí que mortifica.

Redobla nunca
la percusión que tu recuerdo brama.

sábado, 14 de agosto de 2010

La línea de sombra

One goes on. And the time, too, goes on —till one perceives ahead a shadow-line warning one that the region of early youth, too, must be left behind.

[Uno avanza. Y el tiempo avanza también: hasta que uno descubre ante sí una línea de sombra que le advierte que la región de la primera juventud también debe ser dejada atrás.]