jueves, 26 de agosto de 2010

Un tigre que me destroza...

Para Elena, río que me nutre, flecha en mi diana.

Luego, liberado tanto del dios del momento como del de la eternidad, aunque sin aquel afán por quitarles la fuerza a los dos, siguió el período de un tercer poder, de un poder meramente del aquí, declaradamente mundano, y éste –qué me importa, helenos, vuestro culto al kairós, vuestra felicidad celestial, cristianos y musulmanes– apostó por algo que estaba en medio de los dos, por el logro de cada una de mis cosas de aquí, por que se lograra el tiempo único de la vida. (Peter Handke)


En 1877, cuando el pintor norteamericano Whistler expuso sus ocho “Nocturnos” en la galería Grosvenor de Londres, el crítico John Ruskin publicó una violenta diatriba acusando a Whistler de pedir, sin pudor alguno: “doscientas guineas por arrojar un cubo de pintura a la cara del público”. Temiendo por su reputación y celoso de su libertad como artista para comerciar con la belleza según sus propios criterios, Whistler demandó a Ruskin por difamación. Así lo refieren Robert Rosenblum y Horst Woldemar Janson en El arte del siglo XIX:

En 1878, tras un proceso judicial largo y, con frecuencia, grotesco (la ofensiva pintura fue mostrada al revés al jurado) y tras el testimonio de muchos artistas británicos sobre si el cuadro era una obra de arte legítima y satisfactoria, Whistler obtuvo una victoria simbólica al recibir un cuarto de penique por los daños, exigua compensación por los enormes gastos del juicio.

Fue una victoria pírrica y una baudelaireana advertencia para todos los artistas del siglo XX: Whistler salvó su honor como artista; pero quedó arruinado como burgués. Borges añade a la historia una anécdota jugosísima. Interrogado en el juicio sobre cómo podía exigir doscientas guineas por una obra que le había pintado en sólo unas horas, Whistler contestó, impertérrito: “Para pintar ese cuadro no he necesitado unas horas: he necesitado toda mi vida”. A lo que añade Borges: “En rigor, puede afirmarse que había necesitado toda la historia del Universo”. La historia de quien consuma una experiencia estética es paralela a la de Whistler. En ella, el sujeto actualiza lo que su sensibilidad ha ido incorporando a lo largo de toda su vida. Así lo explica Jonh Dewey:

Cuando un relámpago ilumina el paisaje oscuro, hay un momentáneo reconocimiento de los objetos, pero el reconocimiento no es un mero punto en el tiempo, sino que es la culminación focal de un largo y lento proceso de maduración; es la manifestación de la continuidad de una experiencia, temporalmente ordenada, en un repentino y limitado instante de clímax.

Tanto al crear como al recrear una obra artística (y sucede los mismo con cualquier experiencia) actualizamos el bagaje completo de nuestra sensibilidad, de nuestros contactos con el mundo. Eso es lo que provoca que un poema leído en la vejez no sea el mismo que leímos siendo adolescentes; que un cuadro, una catedral, un paisaje ante los que pasamos con indiferencia ayer nos deje hoy paralizados (y viceversa).

No obstante, no debemos confundir esta dinámica temporal con el mero recuerdo. El pasado, sí, se recupera; pero sólo para actualizarse: para aportar, aquí y ahora, densidad y hondura a la experiencia presente. Presente y pasado se sintetizan en un proceso en el que ambos resultan enriquecidos. De nuevo Dewey:

El organismo que responde con la producción del objeto experimentado, es aquél cuyas tendencias de observación, deseo y emoción están moldeadas por experiencias anteriores. En la experiencia estética, […] el material del pasado ni llena la atención, como en el recuerdo, ni está subordinado a un propósito especial. Hay en verdad una restricción impuesta al material admitido, cuya medida viene dada por la contribución a la materia inmediata de una experiencia que se tiene ahora. El material no se emplea como un puente para alguna experiencia posterior, sino como un incremento e individualización de la experiencia presente. El fin de la obra de arte se mide por el número y variedad de elementos que vienen de las experiencias pasadas orgánicamente absorbidos en la percepción aquí y ahora. Le dan su cuerpo y su capacidad de sugestión. Vienen a menudo de fuentes muy oscuras para ser identificadas de algún modo consciente en la memoria y, en consecuencia, crean el aura y la penumbra en que se mueve la obra de arte.

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