viernes, 24 de octubre de 2008

¿Qué tiempo es éste

en que la mujer, alienada por el estupidizante culto al cuerpo amputado del espíritu, siente como la violación más descarnada de su intimidad la mirada minuciosa y apremiante con la que el deseo del hombre atrapa y depreda su figura? Es en la mirada que sondea los abismos de la ajena -los ojos arrojados frente a otros que no maliciaban ni se han protegido del acecho- donde el hombre, si no estuviera él mismo enajenado por un mundo que prefiere la tibieza de una piel siempre accesible al calor de un corazón que en las entrañas arde, podría penetrar en la mujer hasta su vulnerabilidad más íntima, hasta la hondonada donde el pudoroso y delicado nudo del espíritu se entreabre en la ternura floreciente de la carne.

El hundimiento

Día a día asisto al imparable hundimiento, a la agonía imperiosa del sistema educativo. Siempre ha habido generaciones que (errada o acertadamente) se han considerado inferiores a las precedentes; pero los individuos que las conformaban sentían esta devaluación como una deshonrosa mácula. Desde la admiración, el honorable deseo de emulación, hasta el decoroso avergonzamiento ante la conciencia de la falta, se tensaba el hilo que unía a una generación con su mitificada predecesora. La nuestra es, sin embargo, la primera generación en siglos (quizá en toda la historia de Occidente) que no sólo reconoce su inferioridad inabrogable, sino que la asume con indiferencia, cuando no con complacencia jactanciosa. Nietzsche se equivocaba: trasvalorados todos los valores, situada la existencia más allá del bien y del mal, la humanidad no ha alumbrado al superhombre, sino al infrahombre. En el triunfo y la apoteosis del espíritu de masa, el hombre es -al fin- la medida de todas las cosas pequeñas.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Dos líneas oblicuas hacia la misma cima

Nuestra palabra, como un archipiélago, os ofrece, tras el dolor y el desastre, unas fresas que trae de las landas de la muerte, así como los dedos calientes de haberlas buscado.

Lloras a Char bajo mi limonero. Tus lágrimas son un ofrecimiento; mi silencio, una gratitud.

En mi país, no se interroga a un hombre conmovido.

Hacia horizontes perpendiculares, nos perseguimos a través de lo que lees. Al cabo de la página, en nuestra encrucijada, nos encontramos, sonriendo.

Amor mío, poco importa que yo haya nacido, te vuelves visible en el lugar en el que yo desaparezco.

La savia enterrada en la página irriga las negras palabras cuando tu voz las desposa con la sangre que palpita en tu garganta. El pájaro que, sediento, se posa sobre la rama acude a beber de la voz que alza el vuelo desde la página.

Hay hojas, muchas hojas en los árboles de mi país. Las ramas son libres de no tener frutos.

Tus manos empuñan el libro. El árbol ofrece sus ramas. El libro empuña sus poemas. Las ramas ofrecen sus frutos. El poema empuña tu voz. Los frutos ofrecen su semilla. Tu voz empuña, roturados, tu corazón, mi corazón.

El poema es el amor realizado del deseo que permanece deseo.

La sombra del árbol, la luz de la página, el claroscuro de mi memoria trazan un círculo cuyo abrazo te acoge.

lunes, 6 de octubre de 2008

Destierro

A veces, el viento arroja contra mí el olor de la tierra en la que llueves, del hogar en el que ya no soy sino un extraño.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Adiós ha muerto

(... de momento.)

Las ideas de que es capaz la mente humana son avaramente limitadas; los sentimientos que nos agitan caben incluso en el corazón más pequeño. No es, pues, extraño que el tiempo sea un carrusel en el que giran ajadas e incesantes criaturas que ora se esfuman y ora comparecen en un ciclo tras otro, y otro tras otro, haciendo aparecer de nuevo lo que no es ni fue ni será nunca nuevo.

El avatar del carrusel nos hace hoy vivir en el imperio de lo efímero. Las relaciones se han distendido en contactos, los caprichos dilapidan la herencia minuciosa del deseo, el amor eterno dejó de ser el alimento de la lírica para convertirse en pasto del cinismo, el chiste, la ironía. Ya ni siquiera existe esa figura cándida de los comprometidos (tan poca eternidad cobijan las promesas). Pero esto no conlleva que todo lo sintamos como perecedero. Hoy nada pasa nunca totalmente, ni por tanto nada deja de pasar del todo. Las cosas se resignan a su cotidiano acabamiento en el horizonte no de un fin, sino de un continuará en donde lo que ya ha cesado queda cautelosamente abierto. Hasta la muerte y el olvido parecen tener fecha de caducidad: hoy nadie dice ni a nada se le dice adiós, sino tan sólo un tímido hasta luego.

Este terror ante lo terminal, lo radical, lo imperativo se refleja, por supuesto, en el lenguaje. Palabras como compromiso, gloria, ley, destino; y tradición, deber, raíces; verdad, mentira; bien y mal y nunca y siempre y nada y todo afrontan su silenciosa desaparición. No extraña, pues, que lo directo, la expresión tajante y sin matices, también padezca su callado acabamiento. Entre la realidad y las palabras que la designan, la línea recta es hoy el único camino que nos ha sido vedado: navegamos los meandros del circunloquio, como si la luz demasiado violenta de determinadas palabras nos dañara los ojos: ya no hay gente malvada (tan sólo complicada o disruptiva) que deba recibir castigo y escarmiento (porque es que no hay castigo, sino a lo sumo pedagógica sanción); no hay tontos (que nunca son hoy tontos, sino especiales o tal vez idiosincrásicos) que esparzan su irritante e incansable estupidez en torno; ni hay -ni mucho menos- individuos nobles, ejemplares y modélicos (la virtud y la excelencia no son modelos, sino incómodos recordatorios de lo que podemos ser pero no somos). Ya no hay siquiera gordas (hoy son llamadas rellenitas) a las que uno anhele achuchar -no sin lujuria- sus lorzas cimbreantes o de las que tema -no sin sensatez- su precipitación grasienta y sicalíptica sobre nuestro escuálido esqueleto.

Es un desinflamiento semántico (que no dietético; otro fantasma recorre hoy Europa: los obesos) en el que se disuelven y confunden las ideas y los sueños de que estamos hechos. No se tolera ya lo desigual, lo distintivo, lo señero; no hay ya cenit ni hay nadir: todo se abisma en una sorda igualación de mediodía sin orillas. Cada concepto encuentra su fatiga antes que el pensamiento alcance a recorrerlo hasta su extremo. Porque es bien cierto que hoy no hay nada, ni nadie hay que sea malo o bueno; ni Pepe es ya mejor que Juan, ni es la Angustias peor que la Consuelo; tampoco hay especimen que sea macho o hembra. Todo se quiere medianito, ni fu ni fa y, en la alcoba, epiceno.

Así lo dicta el avatar de nuestro tiempo. Ya gira el carrusel y aquello que estaba aquí tan familiar, tan firme, tan a la mano, tan imperecedero -la eternidad, el alma, el ardor que no se apaga, la continuidad de los anhelos- desapareció sin remisión hasta que en otro giro vuelva (aunque ese giro acaso ya no lo veremos). Y sin embargo, aún quedan remanentes de naufragio: escucha a veces uno un jamás inapelable, un que resplandece, un para siempre que circula inexorable desde unos labios susurrantes hasta un oído atento: esas palabras que -como aquel miembro que quedó marchito y que sentimos que aún escuece aunque nos fue amputado ya- se arrastran en la noche cual fantasmas por el hogar de una generación que ya no cree en ellos. Porque ¿qué fue lo que decía amar aquél y cómo le correspondieron? ¿Dejaste alguna huella o fue tu paso sólo pasajero? ¿Qué fue lo que nos hizo arder y consumirnos? ¿Ha sido todo aquello realidad o sueño? ¿Qué diferencia hay? ¿Importa acaso? Pasemos página... ¿Qué hay de nuevo (aunque no es nunca nada nuevo)?

"Así vivimos, siempre despidiéndonos", escribió Rilke. Pero eso fue en un tiempo en el que aún era posible decirle a algo adiós y no en el nuestro, en el que no podemos despedirnos ya del todo, ni hay ya siempre, ni aun podríamos convencernos de que eso que una vez llamamos vida ha sido algo más que aquel lejano redoble de campanas que no sabemos si inventamos o si es que aconteció de cierto. La vida aconteció sin duda; pero eso fue en otro azar del carrusel del tiempo.

Adiós, por tanto, adiós. O es quizá mejor decir no adiós sino hasta luego.