lunes, 31 de diciembre de 2007

En la víspera, al norte del futuro

Sin embargo, es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de ternura real. Y con la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.

Arthur Rimbaud. Una temporada en el infierno.


A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva al futuro.

René Char. Hojas de hipnos.


jueves, 27 de diciembre de 2007

Posesión

Nunca soñé que podría tomar posesión de su cuerpo. Tantas veces lo había perseguido en vano. Ahora se me había entregado sin reservas y yo lo tomaría sin reservas. Era mío. Mío: su cuerpo quedaba desprotegido ante la invasión de esa palabra.

Estaba desnuda ante mí: el pelo esparcido, su vientre inerme, las piernas y la boca entreabiertas (tantas veces esas piernas se me habían alejado; tantas veces las palabras y los silencios de esa boca me habían sido esquivos). Al fin podría penetrar, profanar sus secretos sagrados, traspasar el umbral de la confianza, de la entrega final.

Oscuramente comprendí que nuestro encuentro no se repetiría. Vencí mis reticencias últimas, mis últimos temores. Me acerqué a ella en silencio, apreté el bisturí entre las manos (eso siempre me ha dado valor) y comencé la autopsia.

Cuerpo feliz que fluye entre mis manos,

rostro amado donde contemplo el mundo,
donde graciosos pájaros se copian fugitivos,
volando a la región donde nada se olvida.



[A mi vuelta seguimos]

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Los clarines del valor

Con un tropel de fantasías furiosas
que obedecen mi mando,
con una lanza de fuego y un caballo de aire
vago por páramos salvajes.
Un caballero de sombras y fantasmas
me convoca a singular torneo
diez leguas más allá del fin del mundo:
me parece que no es gran cosa el viaje.


"Tom O'Bedlam". Balada inglesa anónima del siglo XVII.

El olor del coraje

Hemos hecho recuento de todo el dolor que, llegado el caso, el verdugo podría extraer de cada pulgada de nuestro cuerpo: después, con el corazón en un puño, hemos avanzado para hacer frente.

René Char. Hojas de hipnos.

La costilla de Adán (2). La mujer ejecutiva

Aspecto físico. Su cuerpo suele ser delgado y con curvas sin peligro. Tienden a llevar el pelo corto modelo “casco de guerra” que, al andar, oscila inquietantemente. En cuanto al vello corporal, existe la variante batracia (por su siniestra ausencia de pelo) y la variante osezna (por su frondosidad pilosa). Visten intimidatorios trajes de chaqueta, ropa de marca y lencería cara y fácilmente desgarrable. Usan bolsos extravagantes y relojes minúsculos.

Sexo y pareja. Son osadas sexualmente; pero de forma cerebral y aséptica: sus dormitorios tienen algo de laboratorio de experimentación. Se sienten atraídas por hombres económicamente solventes, fríos e implacables. Aunque saben manejar un discurso sádico, se someten mentalmente a parejas dominantes y castradoras (no es infrecuente que se sean musulmanes ricos). Han padecido rupturas traumáticas con hombres maduros y (generalmente) casados, que alternan con romances truculentos con artistas jovencitos y asilvestrados. Han salido con protésicos dentales, ingenieros, agentes de bolsa y psicoanalistas, lo que da a sus conversaciones sexuales una precisión que asusta. Tienen tendencia natural a enamorarse de arquitectos. Carecen de instinto maternal; pero, si condescienden a procrear, atormentan a sus hijos con digitaciones de piano y los largan a colegios privados donde desarrollan un aspecto lechuguino, una lumpenhomosexualidad atormentada y tendencias suicidas.

Alimentación.
Han padecido diferentes desórdenes alimenticios y son adictas al Prozac. Conocen restaurantes caros, ingieren comida dietética con disimulada y tensa voracidad (el acompañante teme, con aprensión, que se atraganten), no se pierden en una carta de vinos, beben agua mineral y zumo de papaya.

Costumbres y temperamento. Aunque se esfuerzan por mostrarse orgullosas y seguras de sí mismas, presentan todo tipo de cuadros maniacodepresivos. Mantienen relaciones caníbales con mamá y equívocas con papá. Ríen poco; aunque a veces tienen estallidos espasmódicos que suelen acabar en llantina y sofocón. Cuando pierden la calma, se transmutan en gallinas cloqueantes y furiosas. En el trabajo son de una competitividad y determinación aterradora. No votan o votan a partidos airados y fanáticos. No tienen amigas íntimas y escriben cartas personales llenas de referencias librescas que podrían confundirse con informes forenses. En su variante mística, usan un lenguaje alambicado y no poco cursi. Desde muy jóvenes, manejan con virtuosismo las miradas de condescendencia. Pasan la vida con las mandíbulas y los puños apretados. Tienen pesadillas espantosas y dan dolorosísimas patadas en la cama. Las atemorizan la oscuridad, la vejez y otros fantasmas, ante los que se paralizan cono animalitos desamparados. Conviven con gatos o bien con perros diminutos, intemperantes y aviesos a los que asfixian con los más desaforados mimos y las mariconadas más inimaginables. La decoración de sus casas es minimalista y todo parece estar minuciosamente desinfectado (las mascotas incluidas).

Creen en la astrología.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Infierno. Canto IV. Resplandores

El espolón de un valle era a mi cuenta:
sima abismal do suena dolorosa
cual ayes infinitos la tormenta.
Tan honda era la sima nebulosa
que, aunque clavé la vista en lo profundo,
no pude distinguir ninguna cosa.
"Bajemos a este tenebroso mundo",
el poeta empezó, empalidecido;
yo bajaré el primero, tú el segundo".
Cuando su palidez hube advertido,
dije: "¿Y quieres que baje, cuando sientes
miedo tú, que mi fuerza siempre has sido?"
Y él repuso: "Es la angustia de estas gentes
que sufren ahí abajo quien me inspira
esta piedad que es pánico en tus mientes.
La vía es larga y de nosotros tira."

***

Cuando la voz quedó callada y quieta,
vi cuatro sombras por el lado nuestro,
grandes, ni alegre o triste su etiqueta.
Según llegaban, me explicó el maestro:
"En cabeza del grupo, espada en mano,
marcha el que a todos superó con su estro.
Es Homero, poeta soberano;
sigue Horacio, el satírico; el tercero
viene Ovidio y el último es Lucano.
Todos merecen, como yo, el señero
nombre con que me honró su cantinela;
así, al honrarme, se honran por entero."
Vi congregarse así la bella escuela
de aquel señor del eminente canto
que, águila excelsa, sobre el resto vuela.
Después que hubieron conversado un tanto,
volviéronse hacia mí con dulce gesto
y mi maestro sonrió entre tanto.
Su gentileza no acabó con esto,
pues que pasé a engrosar su compañía,
y así entre tanto genio fui yo el sexto.
Juntos nos fuimos do la luz fulgía,
tratando cosas de que no es sencillo
tratar hoy, cual lo fuera en aquel día.

***

Tras vadear por él con pie seguro,
siete puertas cruce con el conclave,
hasta llegar de un prado al verde puro.
Había gentes de mirada grave,
rostro sereno, autoritarias frentes
y un sosegado hablar en voz süave.
Nos retiramos luego de estas gentes
a un sitio abierto, luminoso y alto
del que ver se podía a los presentes.
Sobre el esmalte verde, allí en resalto,
vi de pie a los espíritus señeros
ante cuya visión aún hoy me exalto.

[Traducción de Abilio Echevarría]

sábado, 15 de diciembre de 2007

Por el don de leértelo y el don de que seas mi eco

Otro poema de los dones

Gracias quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y de las causas
Por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
Por la razón, que no cesará de soñar
Con un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros
Como los ve la divinidad,
Por el firme diamante y el agua suelta,
Por el álgebra, palacio de precisos cristales,
Por las místicas monedas de Ángel Silesio,
Por Schopenhauer,
Que acaso descifró el universo,
Por el fulgor del fuego,
Que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,
Por la caoba, el cedro y el sándalo,
Por el pan y la sal,
Por el misterio de la rosa,
Que prodiga color y que no lo ve,
Por ciertas vísperas y días de 1955,
Por los duros troperos que en la llanura
Arrean los animales y el alba,
Por la mañana en Montevideo,
Por el arte de la amistad,
Por el último día de Sócrates,
Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
De una cruz a otra cruz,
Por aquel sueño del Islam que abarcó
Mil noches y una noche,
Por aquel otro sueño del infierno,
De la torre del fuego que purifica
Y de las esferas gloriosas,
Por Swedenborg,
Que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,
Por los ríos secretos e inmemoriales
Que convergen en mí,
Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
Por la espada y el arpa de los sajones,
Por el mar, que es un desierto resplandeciente
Y una cifra de cosas que no sabemos
Y un epitafio de los vikings,
Por la música verbal de Inglaterra,
Por la música verbal de Alemania,
Por el oro, que relumbra en los versos,
Por el épico invierno,
Por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos,
Por Verlaine, inocente como los pájaros,
Por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
Por las rayas del tigre,
Por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
Por la mañana en Texas,
Por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
Y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
Por Séneca y Lucano, de Córdoba
Que antes del español escribieron
Toda la literatura española,
Por el geométrico y bizarro ajedrez
Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
Por el olor medicinal de los eucaliptos,
Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
Por el olvido, que anula o modifica el pasado,
Por la costumbre, que nos repite y nos confirma como un espejo,
Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
Por la noche, su tiniebla y su astronomía,
Por el valor y la felicidad de los otros,
Por la patria, sentida en los jazmines
O en una vieja espada,
Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
Por el hecho de que el poema es inagotable
Y se confunde con la suma de las criaturas
Y no llegará jamás al último verso
Y varía según los hombres,
Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
Por morir tan despacio,
Por los minutos que preceden al sueño,
Por el sueño y la muerte, esos dos tesoros ocultos,
Por los íntimos dones que no enumero,
Por la música, misteriosa forma del tiempo.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Despedida

En el parque, una esquiva brisa desprende las hojas últimas del castaño, que caen sobre ti como una lluvia de manos. Atrapas una al vuelo, vuelves a casa y contemplas en silencio su forma perfecta, sus nervaduras sangrientas. Sacas su libro de las estanterías y guardas la hoja entre sus páginas. Quieres resguardar, ante el brutal regreso del invierno, la herrumbre irreversible e indeleble del otoño.

martes, 11 de diciembre de 2007

Infierno. Canto III. Resplandores

"Por mí se llega a la ciudad doliente,
por mi se llega al llanto duradero,
por mí se llega a la perdida gente.
Me hizo mi alto hacedor por justiciero:
el divino poder me dio semblanza,
la suma ciencia y el amor primero.
Nada hay creado que en edad me alcanza,
no siendo eterno, y yo eterna duro.
¡Perded cuantos entráis toda esperanza!"

***

Yo, fijando mi vista vi una enseña
que ondulando corría y más corría,
como quien sólo en avanzar se empeña.
Detrás iba una larga romería
de gente: no creí que tanta gente
la hambrienta muerte devorar podría.

***

Como en el frío otoño, sin estruendo,
caen hoja tras hoja hasta que el ramo
sus despojos al suelo va rindiendo,
tal se abalanzan, a la voz del amo,
las de la estirpe adámica, una a una,
como el ave se lanza hacia el reclamo.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Y ondulas al tocarte, como un río

En respuesta a Gaëlle Solal (www.gaellesolal.blogspot.com), por un vídeo en cuyo ritmo y clima -un exilio- no podría yo vivir...



... este otro, que me hace humana y habitable -un hogar- la casa del espacio.

Infierno. Canto II. Resplandores

"Mujer por quien, en gracia y esplendores,
la especie humana excede a cuanto existe
bajo el cielo de círculos menores,
tanto me agrada la orden que me diste
que ya en obedecer se me hace tarde
y nada a tu deseo se resiste.

***

Como la flor, con el nocturno hielo,
se dobla y cierra para abrirse erguida,
cuando el sol la calienta, sobre el suelo;
así en mi alma se insufló tal vida,
y tal aliento en mi ánimo abatido,
que exclamé cual persona decidida:
"¡Oh piadosa la que hame socorrido!

***

Para el viaje a tal punto me has dispuesto
con palabra animosa y oportuna
que vuelvo al plan original propuesto.
Ve, que una sola voluntad nos una:
tú mi maestro, mi señor, mi guía".
Dije y, cuando él se puso a andar, a una
yo me adentré por la tremenda vía.

Infierno. Canto I. Resplandores

En mitad del camino de la vida
me hallé en el medio de una selva oscura
después de dar mi senda por perdida.

***

Pero al llegar al pie de una pendiente,
allí donde acababa el valle fiero
que me llenara de pavor la mente,
levanté la mirada y vi el otero
vestido por los rayos del planeta
que muestra al viandante su sendero.

***

Como el que tuvo y se quedó sin nada,
perdido su tesoro, y llora triste
al mirar su ambición desmantelada;
tal me hallo yo cuando la fiera embiste,
pues me repele, dominando el centro,
donde el sol calla y es cual si no existe.


[Traducción de Abilio Echeverría para Alianza Editorial]

Comedia

Un canto, tres fragmentos. Como Dante se confía a Virgilio y a Beatriz en el Infierno, Purgatorio y Paraíso, así me dejaré llevar -con la sola guía de la brújula de la emoción estética- por el ordenado resplandor dantesco.

martes, 4 de diciembre de 2007

domingo, 2 de diciembre de 2007

Insomnio

Últimamente, me cuesta dormir. Cada noche me desvisto, me cubro con el edredón y siento cómo el cansancio acumulado durante el día -alojado en un punto indeterminable entre el colchón y mi piel- me atrae y sujeta contra la cama. Y sin embargo, cuando me deslizo ya hacia lo oscuro, hacia el horizonte lejano del sueño entre el velamen de las sábanas, comienzan los ruidos. Al principio son casi imperceptibles: apenas el lejano tintineo de unas copas, el lento arrastrar de unas sillas, los velados rumores de las primeras conversaciones. Con los ojos muy abiertos en la oscuridad, como si pudiera así retener más tiempo las palabras que se escapan apenas me rozan, escucho. Escucho la risa limpia de mi amigo Pedro (hacía tanto que no escuchaba esa risa), los cariñosos reproches que se dedican mis padres (cartografiados en mi memoria con la rotundidad de un epitafio), la voz susurrante de Marcela (que llega hasta mis oídos esquivando los oscuros y altos muebles, los libros cubiertos de polvo, las puertas entrecerradas de mi casa: esa voz siempre encontraba el camino hasta mí); tantas voces... Durante las interminables horas de la noche, escucho.

Por la mañana, con el desconcierto de haber sido arrancado de un breve y frágil sueño, bajo las escaleras que separan mi dormitorio del salón. Inútilmente busco una colilla olvidada en un cenicero o sobre la alfombra. Inútilmente una copa sucia o fuera de lugar (me observan limpias y ordenadas desde sus vitrinas con el mudo desconcierto de quien no sabe por qué es interrogado). El espejo del baño brilla intacto con la luz del alba. Las camas del cuarto de invitados siguen como las dejé: estiradas, inmaculadas. Ningún rastro.

La noche llega pronto. Y yo me desvisto, me cubro con el edredón y siento cómo el cansancio acumulado durante el día me atrae y me sujeta contra la cama. Entonces comienzan los ruidos. Como cada noche, me propongo bajar y unirme a la fiesta. Y, como cada noche, sigo aquí. ¿Adónde bajar exactamente? ¿Cómo llegar hasta allí? ¿Qué decirles entonces?

Inmumerables son los escalones que me separan de ellos. ¡Qué cercanas, qué vívidas, qué recuperables sus voces desde la oscuridad y la distancia!

viernes, 30 de noviembre de 2007

La costilla de Adán (1). La mujer discotequera

Aspecto físico. Son fibrosas, tienen pechos de tamaño medio o siliconados y piernas y culos increíbles. Sus rostros rara vez sonríen sin sarcasmo o procacidad. Tienen ojeras. Se escancian con perfumes de olor atrozmente penetrante y se aplican cantidades industriales de maquillaje. Visten con pantalones ajustados (muy ajustados), minifaldas levantiscas y escotes obsequiosos. Usan -con absoluta desenvoltura- tangas rojos, medias de redecilla, botas y prendas de imitación de piel de cebra y leopardo. Su reloj biológico adelanta: alcanzan la madurez muy pronto y envejecen con la misma velocidad; a los treinta están hechas ya unos zorros y a los sesenta parecen cacatúas ajadas y enloquecidas.

Sexo y pareja. Son sexualmente precoces y activas; pero de forma más compulsiva que placentera, lo que les lleva a ser infieles con escasa discriminación y, no pocas veces, con consecuencias nefastas. Les excita arañar y ser dominadas físicamente en la cama. Durante su juventud, son celosa y obsesivamente deseadas; pero no amadas. En su madurez, despreciadas. Se sienten atraídas por jóvenes musculosos de gimnasio, mujeriegos, con el pelo corto y punzante y mandíbulas prominentes, brutales y distraídamente alfabetizados.

Alimentación.
Ingieren todo tipo de alimentos grasientos y frecuentan las cadenas de fast food. Poseen un hígado resistente y trabajado y, a veces, se drogan cuando salen (salen mucho). Fuman como carreteros. Aunque les encanta llevarlas largas, se comen las uñas.

Costumbres y temperamento.
Se emplean en trabajos inhóspitos, subalternos o mercenarios. Se dejan hacer hijos por indiferencia o despiste, a los que descuidan y tratan con escaso miramiento. Su casa es una leonera. No saben cocinar y se les quema la comida. Ven los programas de telebasura y nunca leen (si acaso, prensa rosa). Son ateas. Ignoran la política y no votan. Mientras conservan la línea y la lozanía, les gusta bailar provocativamente. Viven de noche y jamás madrugan. Toman pastillas para dormir. Recién levantadas presentan un aspecto que mueve, a partes iguales, al espanto y a la compasión. A partir de los treinta -o aun antes- empiezan a sentir que su vida carece de sentido y se envilecen con los años. A veces, quedan paralizadas y ensimismadas por una tristeza sorda. Aceptan el machismo y se pelean físicamente con sus parejas. Tienen un carácter de mil demonios y un gesto casi permanentemente mohíno. Ríen poco; pero, cuando lo hacen –por motivos perversos o escatológicos-, sus carcajadas son estentóreas, cavernosas y roncas. Usan un lenguaje barriobajero y han orinado más de una vez de pie.

Creen en la astrología.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Tilos

Paseando, he recordado hoy un momento que compartí con mi abuelo pocas semanas antes de su muerte. Tenía en mente el proyecto de plantar tilos en su jardín.

-Abuelo- le preguntaba yo -¿cuánto tardarán en ponerse grandes?-

Él pasaba las botas por el suelo, como buscando una respuesta en la tierra.

-Pues... unos cincuenta años-

Me quedé mirándole a un punto intermedio entre sus ojos y su gorra. Sabía que mi abuelo estaba a esas alturas muy enfermo. Abriendo las manos con un gesto que entonces tenía ya grabado en mi memoria, me dijo:

-Así que podrás verlos bien grandes para cuando tú tengas mi edad...-

Los tilos no han dejado de crecer. Son inmensos, abuelo.

Efectos visuales, defectos sociales (las no todo apariencias es lo que engañan parece)

martes, 27 de noviembre de 2007

El invierno ya

Variación sobre un tema de Luis Corrales Vasco


Atraviesas la luminosidad del otoño dejando un rastro intenso de trazos ocres, por cada hoja un sueño, por cada paso un miedo.

Caminas. El espejo del pasado se quiebra en infinitos fragmentos al golpe de la luz. El sol penetra en las ramas y tú en el otoño, que se deshace a tus pies en infinitas hojas (únicas, ardientes como cada instante que has vivido). No hay miedos. Entre la vida y el sueño, envés y revés del tiempo que el viento desprende, caminas.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Duda (para desarrollar)

Tras muchos años de visitas a todo tipo de museos (o casi: los de cera y los de porcelana me dan grima) y tras observar a miles de visitantes, me pregunto, les pregunto: ¿han visto alguna vez en algún museo a alguien -descartados los recién llegados- con cara de felicidad?

lunes, 19 de noviembre de 2007

Una mecedora y el viento

[Para Ana y Amanda, que saben encontrar la belleza donde yo la pierdo]

La verdad, la dura verdad

miércoles, 14 de noviembre de 2007

La vida

Qué sencillez, qué limpieza, qué arte -a un tiempo compasivo y agudo- para apresar y dar luz a esa cosa frágil, escurridiza y manida.

En Hannover me alojé una vez en una habitación cuya ventana daba a una calle estrecha que servía de enlace entre dos grandes. Era muy divertido ver cómo la gente cambiaba de cara al llegar a esa callejuela, en la que se creía menos observada; uno orinaba allí al lado, otro se ataba las medias un poco más allá, éste se reía a solas, mientras que aquél meneaba la cabeza. Las jovencitas sonreían pensando en la noche anterior y se acomodaban las cintas para hacer nuevas conquistas en la próxima gran calle.

A lo humano (¿ridículo o milagro?)

A lo divino (¿milagro o ridículo?)

lunes, 12 de noviembre de 2007

El quinto jinete (1)

El otoño ya ha venido: nadie sabe cómo ha sido; pero, ay, la ignorancia rara vez nos libera del deber. Volviendo la cara al sol (más por defender los últimos restos del bronceado que por ideología política), luchando por mantener vivos en la memoria y en las yemas de los dedos los recuerdos de las noches de gloria veraniegas, Francisco Sianes sube la cuesta (real y simbólica) que lo separa de su instituto.

Resoplando, acalorado, sudado en suma, entra en el hall del centro con la prevención de quien comprueba el calor de la plancha con el dedo. Se acerca ya a la salita de profesores cuando, contra todas las reglas de la verosimilitud, este canto de sirena llega a sus oídos:

- Mirad: ¡le he cortado la cabeza a Oliver!-

¿Será posible? ¿Habrá escuchado bien? ¿Por fin se han decidido sus compañeros a aplicar sus métodos pedagógicos? Como toro bravío espoleado por el capote, se lanza hacia la salita; pero no es sangre ni revolución jacobina lo que allí encuentra: una luz de San Telmo inunda la sala. Empeñados en refutar las acusaciones a la ociosidad funcionarial, sus compañeros trabajan con laboriosidad y silencio de scriptorium. El joven Sianes se permite la paradoja mística de sentir un cálido escalofrío que acaricia su espina dorsal, hasta que un chasquido regular y un olor penetrante lo despiertan de su embeleso; aterrado, descubre que sus compañeros, armados con unas tijeritas ridículas y de colores chillones, recortan las fotografías de sus tutorandos, las embadurnan de pegamento y las colocan en una plantilla. El último resto de bronceado se precipita de su semblante, sobre el que se enseñorea la mortal palidez que ya lo acompañará durante el resto del curso. El profesor de matemáticas se levanta para enseñarle la foto del tal Oliver, al que le ha cortado la "cresta", y le da los buenos días y unas palmaditas en el lomo en el punto exacto donde los toros reciben el estoque. Al fondo, el orondo profesor de Música se lamenta de que los dedos no le quepan en las tijeras.

Pero suena ya el timbre y los maestros de corte y confección se dirigen al salón de actos. Sianes entra charlando con el profesor de Educación Física, que despeja de un zurdazo la cabeza de una de las catorce gambas que aderezaron la comida de apertura del curso (catorce gambas para cincuenta profesores: hubo tortas). El claustro comienza con la entrega de una carpetilla con un boli rojo, uno azul y otro negro inestablemente sujetos con Fixo a la cubierta; faltan varias carpetillas y, como son entregadas por orden alfabético, nuestro protagonista se queda un año más sin ella. Hora y media más tarde, mientras los más jóvenes siguen intentando descifrar el papeleo y los veteranos descifran el escolástico lenguaje de los diarios deportivos, el director ataja la verborrea del coordinador TIC (que ha tardado más en hacer funcionar el cañón digital que Agustina de Aragón en disparar ciento) para anunciar con solemnidad cardenalicia:

- Compañeras, compañeros (vocativo que hace dar un respingo y soltar el Marca al jefe del departamento de Sociales): debo anunciaros una importante noticia. Al fin podremos hacer realidad una de nuestras más antiguas reivindicaciones...-

(Sianes se endereza en su asiento. ¿Se reducirán las "ratios"? ¿Se establecerán grupos flexibles desde Primero de ESO? ¿Verá a algún orientador o inspector dar clases o al menos un palo al agua? ¿Podrá prejubilarse a los treinta?)

-... ¡Este año se alicatará al fin el baño de profesores y profesoras!-

Segundos de mudo y trémulo estupor que concluyen en una ovación cerrada. La profesora de Biología agita el puño en alto:

-¡Hacer pipí allí era indigno!-

El clasutro acaba. La jefa de estudios endosa a los tutores la lista de sus alumnos y los manda a presentarse ante sus grupos.

Francisco Sianes coge la lista de Tercero de ESO C, sube las escaleras y abre el aula. Los chicos entran apretujándose e imitando a todo tipo de animales salvajes y domésticos; quince minutos después están todos sentados y en silencio (nuestro protagonista ensayó por la noche ante el espejo diecisite variantes de miradas asesinas). Echa una rápida ojeada a la lista: Yanira, Malena, Jennifer, Cinthya (o Cynthia -nunca se aclara-)... Por un momento se siente como el director de casting de una película porno.

Los alumnos asisten a su perorata barajando los motes más ridículos, injuriosos y precisos que asignarle. Al fin, les pregunta:

-Bueno, ¿tenéis alguna duda?-

Un mozo un palmo más alto que él, considerablemente más musculoso, y que sólo tras un duelo de miradas ha accedido a quitarse la gorra, pregunta:

- ¿Dónde se ha comprado esas deportivas?-

- Un regalo... ¿Alguna duda académica?-

Una chica, maquillada con unos "rabillos" tan largos que podría atárselos al cogote, pregunta:

- Profe: ¿si me porto bien y saco un tres apruebo?-

- No; pero puede que llegues a ministra...-

(Sigue...)

miércoles, 7 de noviembre de 2007

La más dócil de las formas del tiempo

La nota "pedal" a partir de -1:42. A la ascesis por vía de la pasión.

lunes, 5 de noviembre de 2007

París, 3 de abril

Versalles. Las colas para entrar al palacio -incesantes-, las obras que irrumpen con violencia ortopédica aquí y allá no logran perturbar la inhumana belleza, tensa a fuerza de serena, de los jardines. Árboles con las copas guillotinadas flanquean las rectas avenidas. En lontananza: el azul plata del cielo y el azul ceniza de unos árboles que condescienden a convertirse en horizonte. Una infinitud ordenada fuera de la medida, de los ritmos del hombre. Un frío primordial que congela todo lo humano. El mundo resuelto en imagen, no en vida.

Más tarde, en la cola de acceso al palacio, un joven resuelve con rapidez ensimismada un cubo de Rubik ante la discreta y atenta mirada de los que allí esperamos. Por un instante, esa habilidad oscurece los arrogantes edificios, excesivamente seguros de su monumentalidad para conmover en lo más hondo. El virtuosismo mental y físico del joven que juega es de una belleza más viva que la altivez de la roca.

Para acceder al palacio hay que esperar durante horas. ¿Es sólo rutina turística y enajenada? ¿O es la esperanza en esa promesa de felicidad que Nietzsche recibía de todo lo bello?

Por el exacto centro de la plaza, entre la cola de la compra de entradas y la de acceso, cruza una muchacha vestida con un abrigo rojo. Avanza con la irrevocabilidad de una gota de sangre que recorre e impregna una sábana blanca. Como hambrientos polluelos en el nido, hombres (y mujeres) se revuelven, parpadean inquietos, estiran el cuello con avidez depredadora. Por un momento, el silencio se adensa. Puede ocurrir cualquier cosa. Pero la chica pasa y nada sucede. Con el extraño malestar de quien se ha descubierto en una falta, los turistas vuelven abruptamente a los quehaceres con que engañaban la espera. Un hombre rechoncho y con bigotito, sin embargo, queda rezagado intentando robar el último contoneo de la joven. Su esposa lo observa estupefacta y, con indignado ímpetu, le clava uno de sus tacones en el empeine. El hombre da un respingo y abochornado, sin mirar a su mujer, se enfrasca cabizbajo en su guía turística.

Hasta la entrada al palacio, el rastro de la joven se mantiene indeleble. Su taconeo resuena en la memoria como un remordimiento por la vida no vivida.

Al atardecer, en las Tullerías, hombres y mujeres de piedra se cubren el rostro, elevan sus manos, trazan un mudo discurso de gestos sobre el papel plomizo de un cielo impasible. En la tierra, una anciana con inequívoco aspecto de viuda sigue con fatigado caminar a un joven cetrino, que arrastra de la mano a una chica frágil y huidiza; la anciana parece intentar proteger, con la endeble atalaya de su muda presencia, a la que entiendo que es su hija. Otro anciano, vestido con traje de pana, cierra cuidadosamente el periódico que ha estado leyendo, se levanta de su asiento y se ajusta la ropa y el sombrero: toda la rectitud de un carácter confirmada en un gesto forjado durante decenios. Un poco más allá, una niña de no más de cinco años, cubierta con un gorrito verde, contempla a un mendigo que monda una naranja con las manos; el mendigo levanta la vista y la observa fijamente hasta pelar completamente la naranja; durante un instante, se contemplan quietos y en silencio; el mendigo alza la mano y le ofrece con un gesto ancestral la fruta desnuda; entonces la niña echa a correr y se reúne con sus padres; el mendigo la persigue con la mirada y no deja de mirarla mientras esparce las peladuras por el suelo.

París se multiplica en infinitas escenas y el centro de la ciudad está en todas partes.

En el puente del Carrusel, un grupo de muchachos interpreta música jazz entre una algarabía de trompetas, saxos, contrabajos. El cielo se cierra precipitadamente y una paloma acude a posarse sobre una de las farolas que esperan la noche. Espoleados por su propio estrépito y el fenecimiento del día, los instrumentos trazan abigarradas líneas melódicas en las que me siento desorientado, perdido. La música cesa, un golpe de viento dispersa las últimas notas y las cenizas del día y una calma sin orillas se cierne sobre el puente, sobre París, sobre el universo. De pronto, un solitario relámpago restalla sobre nosotros. La paloma emprende el vuelo y arrastra mi mirada hacia lo alto, hacia el hogar del rayo donde el trueno retumba y, confundidas, mi mirada y la paloma se pierden en lo oscuro.

lunes, 22 de octubre de 2007

La legibilidad del mundo

El violento borbotón lírico, la sabia mezcla de austeridad sintáctica y desbordamiento semántico, el adverbio que asoma imprevisto y pertinente, el engarce de citas que ahondan el texto, la sublimidad elocutiva, el controlado abismamiento en las corrientes musicales del verbo. Recursos retóricos que hallan siempre eco en mí.

No conozco, sin embargo, ingenio literario más poderoso y movilizador que la aparición del objeto en su desnudez primigenia. Objetos que, por gracia del oficio verbal, despiertan en el lector resonancias insondables:

En sancta Gadea de Burgos do juran los hijos dalgo,
allí le toma la jura el Cid al rey castellano.
Las juras eran tan fuertes, que al buen rey ponen espanto;
sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo

La rotunda aliteración nos habla del objeto como espacio épico donde el orden natural y el orden humano se hermanan. Objetos artesanales que llevan impresa la mano del hombre, que se embeben de la nobleza del arte de sus forjadores y que impregnan a sus propietarios de la pureza de sus materiales nobles. El objeto es así garante de la limpieza del juramento: verter palabras falsas sobre él es atentar contra el orden del mundo.

Otro ejemplo contundente:

Y hagamos fuego y silencio y sonido
y ardamos y callemos y campanas.

El súbito repique de campanas con que culmina el dinamismo enumerativo irrumpe en el lector con la potencia ominosa de un carrillón. La campana y el lector son la misma cosa: desbordamiento y arrebato de la materia.

En una línea a un tiempo ensoñada y tangible, William Carlos Williams escribió el poema Nantucket, que traduzco así:

Flores tras la ventana
amarillo y lavanda.

Se confunden con los visillos blancos -
Olor a limpio -

Luz del poniente -
En la bandeja de vidrio

un jarro de vidrio, al lado
un vaso, junto a él

una llave - Y
la cama blanca inmaculada.

Todo brilla, se confunde y se disuelve a la luz de un sol que se pone. La intensidad en la que todo al fin se iguala y queda en nada.

El escritor inexperto -por desconfianza en su lector y en el poder evocador de la palabra, por arrogante afán de lucimiento- nos asalta con un lenguaje recargado y huero. Una hipertorfia retórica que emborrona lo que pretende perfilar. En el fragmento que sigue, encontramos a un escritor absolutamente seguro de sus recursos; no intenta imponerse a las palabras: se deja llevar por ellas; es la confianza del viejo timonel en su vetusto barco. Dice Victor Hugo:

No estudiaba las plantas, le gustaban las flores. Respetaba mucho a los sabios, respetaba aun más a los ignorantes; y, sin faltar a ninguno de estos dos respetos, regaba sus platabandas todas las noches de verano con una regadera de hojalata pintada de verde.

Quien no sienta la limpidez del personaje y el olor del verano en esa regadera artesanal ignorará por siempre la alquimia del verbo. Borges, que admiraba a Hugo, escribió: Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.

Los procedimientos retóricos que al comienzo encarezco emparentan la literatura con la música; la epifanía del objeto la emparenta con la pintura. Como Ter Borch iluminando un vestido de raso, como Hockney al colorear una piscina, como Van Gogh cuando presenta la integridad en las gastadas botas de un labriego, como Ribera al alumbrar la calavera entre unas manos vivas y estragadas, como las preñadas frutas de Cezanne, estos poetas hacen comparecer las fuerzas primordiales de un mundo que a través de la palabra podemos ver, oír, oler, tocar.

Es privilegio humano agradecer la legibilidad del mundo y la palabra.

jueves, 18 de octubre de 2007

miércoles, 17 de octubre de 2007

Con la majestad del sol

Elocuencia, elegancia prosódica, densidad evocativa, hondura conceptual y -don supremo del artista, que Schiller definió como belleza en movimiento- gracia. Ante textos de esta categoría, uno rehúye la minuciosa pedantería del guía de museo que quisiera ser más persuasivo que la propia obra y tiene la modestia de imitar el gesto del espectador que, admirado y silencioso, señala con el dedo el cuadro que ha fijado su mirada; y cierra el pico.

Hubo épocas y ciudades, sin embargo, en las que el tiempo se escondió ladinamente. Los funcionarios se arremangaban con lentitud o retorcían la guía de su bigote los hombres de guerra, antes de emprender una tarea despaciosa, atenta y simultáneamente ensoñada, en vastísimos territorios, en gigantescas administraciones. El artesano colocaba con escrúpulo el instrumental sobre la mesa, se recogía y meditaba antes de mojar el pincel o aguzar el buril. Las manos del funcionario chino se movían con la majestad del sol, dibujaban filigranas, tenían toda la vida por delante. Hasta hace pocos años, el último vestigio de la época señorial todavía habitaba en unos cuantos cuerpos profesionales. Algún cirujano había que extendía la palma de la mano como un oficiante bizantino, algún zapatero he visto manejando su lezna como el acuarelista japonés sus cañas cortadas; habla Baroja, no recuerdo dónde, de un pequeño armador que construía una sola embarcación cada decenio, con la paciencia, sagacidad y orgullo de un alfarero helénico; recuerdo el gesto inimitable, papal, con que un barquillero de Alicante entregaba sus mercancías a unos niños convertidos por su arte en comulgantes de catacumba.

Y, como aquí tampoco hay prisas ni queremos llevarnos la vida por delante o por detrás sino por dentro, les invito a que descubran al autor del texto. Pueden tomarse todo el tiempo del mundo.

El destino del héroe


martes, 9 de octubre de 2007

Antología del disparate (2)

En este asunto, ni los periódicos mienten: la catarata de alumnos que abandonan sin título la educación secundaria, el bachillerato y la universidad es ya incontenible. Como si la LOGSE y la flamante LOE no hubieran sido suficientes [1], los gerifaltes de la administración educativa andaluza -alarmados ante este panorama y siempre en la vanguardia de la moderna pedagorgía- rumian iniciativas tan razonables y dadivosas como subvencionar con 600 euros mensuales a los alumnos que continúen sus estudios de bachillerato (aunque vayan a clase a pintar monas) y premiar con 7.000 euros a los profesores que, durante un período sostenido, rebajen el "fracaso escolar" (esto es: que aprueben a los pintamonas). Les ahorraré mis aprensiones ante el futuro que nos espera. Si es que no se lo comen y acabamos.

Porque el DNI tampoco miente: estos chicos crecen (y votan, en universal naufragio). Y no es la burricie enfermedad que se cure con los años. Permíteme lector -lectora- que vuelva a mi talante anecdótico y te ilustre con despropósitos de los ya no niños:

(Reunión de estudiantes en una cafetería universitaria)

Fulana (no recuerdo a cuento de qué): Mi padre trabaja como capataz de obra.

Francisco Sianes: Pues cuidadito y no vayas a echarte un novio comunista.

Fulana (desconcertada; sin asomo de ironía): ¿Qué es comunista? [2]

(Autobús urbano. Un grupo de chicas mantiene una animada tertulia cultureta. Escucha, prudente y silencioso, Francisco Sianes -doy mi palabra de que no me invento lo que sigue-)

Chica 1: Pues estoy leyendo a un autor que me flipa.

Chica 2: ¿Quién, quién?

Chica 1: Se llama Alejandro Baricco, que además está buenísimo. (Y ahora con acutísimo hipío) ¡Uf!

Chica 3: ¿Y qué te estás leyendo, tía?

Chica 1: La Ilíada [Habla de Homero. Ilíada. Una traducción o reescritura de la obra clásica]

Chica 3: Pero el libro ese ¿no es antiguo?

Chica 1: Ah, yo qué sé... Va de la guerra de Troya.

Chica 2: Que sí niña, que ése es tela de antiguo: que yo lo leí en el instituto en latín.

Chica 3: Pero, ¿no hay una peli?

Chica 1: Yo creo que no.

Chica 2: Anda que no: la de Brad Pitt.

Chica 1: ¡Ah bueno, sí! Pero vamos: que tú en esa peli no te fijas más que en Brad Pitt, no me digas que no... (Nuevo hipío) ¡Uf!

Chica 3 (dirigiéndose a la más callada del grupo): Niña: ¿y tú cómo estás?

Chica 4 (empanada): Pues mejor: estoy tomando ahora unas gotas de homeopatía para la ansiedad. Me las ha recomendado mi astróloga. Ella dice que se las dio a su perro y que le fue estupendamente.

Chica 3: ¡A su perro!

Chica 4: Sí, sí: es que también valen para las personas. Aunque me dan un poco de yuyu, ¿sabes? Es que tienen cicuta.

Chica 3: ¿Cicuta? Coño: ¡ese es el veneno con el que se mató Platón!

Francisco Sianes (levantándose de su asiento, a voz en grito y apuntando con el dedo a la Chica 1): Pero vamos a ver, ¡vamos a ver! En primer lugar: el escritor "buenorro" se llama AleSSSSSSSandro Baricco. (Apuntando a la Chica 2) El idioma de la Ilíada es ¡el GRIEGO! (Apuntando a la Chica 3) Quien murió envenenado con cicuta fue Sócrates, ¡o acaso Séneca, por el amor de Dios! (Apuntando a Chica 4) !Y tú haz el favor de decirme cómo se llaman esas gotitas contra la ansiedad perruna!

(Sintiendo las miradas reprobatorias o asustadas a su espalda, Francisco Sianes -ulcerado e infeliz- baja del autobús cabeceando en silencio)

Lo advertía Bergamín: acabaremos por lamentar la decadencia del analfabetismo. Y una amable lectora de este blog nos recuerda que la aventura humana comienza huyendo del mono y terminará volviendo al mono.

Y sin embargo, ¡oh sin embargo! -pese a indocentes, desertores de la tiza, desorientadores, pedabobos, indirectivos, padrabiliarios, politicastros castrantes y comandos de la klaseborroka- uno aún mantiene la esperanza, el entusiasmo, la flexibilidad, la capacidad de autoengaño, la obstinación, la chaladura en suma de creer que esto que hacemos y que nos deshace cada día sirve para algo. Para alguien.

Se me olvidaba. Las gotitas homeopáticas se llaman L72.

No hay de qué.


[1] Para más información, pueden leer "La arquitectura del ocaso": artículo publicado en este mismo blog.

[2] La chica en cuestión estudia tercero de Empresariales (sic).

Antología del disparate (1)

Antes que discursiva, la mente de los mortales es narrativa y anecdótica. De ahí que Platón nos resulte más sabroso que Aristóteles y que asistamos con menos regocijo a una conferencia que a un cotilleo. Como mi objetivo es ilustrar -una vez más- sobre la debacle del sistema educativo público español, me aplicaré mi propio cuento: voy a relatarles una pequeña selección de disparates que, en el ejercicio de la siempre gratificante y enriquecedora labor de profesor, tuve la ocasión de padecer el pasado año.

Se me podrá objetar que convertir la anécdota en categoría es recurso inveterado del buen demagogo. A tan razonables objetores tendría yo que alertarles de que estos casos son cada vez menos anecdóticos; pero, incluso en el caso de que lo fueran, no dejaría de ser alarmante que se aceptaran con tranquilidad de ánimo. Imaginen los recelosos que se minimizara la gravedad de las imprudencias al volante por el mero hecho de que no estuvieran generalizadas en nuestras carreteras.

Añadiré que los alumnos responsables de estos disparates tenían, al menos, quince años en el momento del crimen. Recuerdo que un alumno puede abandonar el sistema educativo a los dieciséis años (antes incluso, según la -vade retro- nueva ley). Dicho de otra forma: estos alumnos (bachilleres la mayoría) podrían abandonar sus estudios con estos océanos (lagunas se queda corto) de incultura y semianalfabetismo. Algunos ya lo han hecho.

Pero vayamos a las anécdotas, que ya imagino a algún que otro lector cabeceando:

Disparate lexicosemántico

(Prueba de "preevaluación")

Pregunta: Escribe, al menos, un sinónimo de "ocaso".

Respuesta: "Compañía de seguros".

Disparate traslaticio

(Clase de guardia [1]. Una alumna traduce un texto escrito en inglés -por sorprendente que resulte el hecho de que la chica estuviera trabajando en una clase de guardia, la anécdota es verídica-)

Alumna: "Profesor: ¿cómo se traduce shakespeare?" (Pronunciado a la española, of course).

Disparate geográfico

Pregunta de examen: Localiza en el mapa de América todos los países y capitales que conozcas.

Respuesta: El alumno señala solamente Brasil -que localiza sobre Argentina-.

Disparate histórico 1

Pregunta de examen: Cuenta todo lo que sepas de Hernán Cortés.

Respuesta: "Nacio en en el 1320 y murio en 1580 d.C. Se fue a vivir a america con los indios. Luego volvio a españa y echo a los moros".

Disparate histórico 2

Pregunta de examen: Explica todo lo que sepas sobre la Armada Invencible.

Respuesta: "Eran muxos barcos que el rey mando contra los moros, cabía muxa gente. En unos barcos iban 1000, en otros 10000, en otros 10000000 de soldaos".

(Ahora entiende uno por qué se hundieron...)

Disparate histórico 3
(y aquí lo dejo; podría multiplicarlos ad infinitum)

Pregunta de examen: Escribe todo lo que sepas sobre Alejandro Magno y sus conquistas.

Respuesta: "alejandro era un xico mu wapo que ligaba muxo i le daba a todo, era el dios de los budistas y gano muxas batallas: la primera la segunda y la tercera".

Disparate global

(Clase de Lengua y literatura)

Francisco Sianes (hablando del Renacimiento): Sabéis que el Renacimiento llega a su esplendor a comienzos de la Edad Moderna...

Alumnos (28): ...

F.S.: Bueno... ¿sabéis qué es la Edad Moderna? ¿Cuándo se desarrolla?

AA.: ...

F.S.: A ver: convencionalmente, se considera que comienza con la Caída del Imperio Romano Oriental (CIRO, como el protagonista de... Nada: olvidadlo...), que sucedió más o menos el año...

AA.: ...

F.S.: O bien con la llegada a América de Colón en...

Alumno voluntarioso: ¿1920?

F.S.: (...) Casi; te falló el 0. En 1492. En fin... Y la Edad Moderna acaba...

AA.: ...

F.S.: ¿Nadie?

Alumna voluntariosa (y temeraria): ¿En el Paleolítico?

Disparate (?) político

Pregunta de examen: ¿Cómo se denomina el derecho al voto de los ciudadanos de una nación?

Respuesta: Naufragio universal.

(Y sí, amigo lector: al naufragio universal vamos en este navío)


[1] Cuando un profesor se ausenta del instituto, los profesores de guardia deben sustituirlo y, en teoría, impartir clase. Son las llamadas "clases de guardia". Los alumnos las llaman -ajustándose escrupulosamente a los hechos- "hora libre".

martes, 2 de octubre de 2007

San Mateo y el ángel

A finales del s. XVI, Caravaggio recibió el encargo de realizar varios trabajos para decorar la capilla Contarelli en la Iglesia de San Luis de los Franceses, en Roma. Uno de ellos, San Mateo y el ángel (cuyo motivo es la redacción del Evangelio, inspirada por el Espíritu) fue rechazado. Caravaggio pintó entonces una segunda obra con el mismo motivo, pero de ejecución radicalmente distinta. Éstas son las dos versiones:





En la obra original, Caravaggio presenta a Mateo como un anciano vestido con ropa ligera, basta, oscura; remangado como un campesino, su mano izquierda sujeta el evangelio sin delicadeza, con el gesto incómodo y culpable del analfabeto que nunca ha sostenido un libro entre sus manos. En el segundo cuadro, su atuendo es más sofisticado: viste una delicada túnica naranja y una manta del mismo tono; su mano izquierda está sobre el evangelio: apoya sólo el canto, con la autoridad de quien domina el texto y como quien ha aprendido a cuidar los libros tras un prolongado trato. La incomodidad del Mateo original está acentuada por la postura que adopta al escribir: apoya el libro sobre las piernas, que cruza con la rigidez y la necesidad de protección con que lo hacemos en la silla de una sala de espera: todo en él transmite provisionalidad. En el otro cuadro, el libro descansa sobre la mesa; Mateo está de pie y apoya una rodilla resueltamente sobre un banco: transmite la seguridad de quien defiende una costumbre. En el original, el ángel (con gesto de sensual capricho y entrelazado con Mateo) sostiene y guía la mano del evangelista que, pasivo y obediente, escribe lo que traza el ángel. En el segundo, el ángel (serio y minucioso, separado del evangelista) dicta instrucciones precisas, a las que Mateo atiende esquivo. La ausencia de aureola sobre la cabeza del primero manifiesta lo que ya se nos había hecho evidente: estamos ante un hombre. Mateo, un judío. El segundo se nos presenta con su aureola: estamos ante un santo. San Mateo, evangelista.

¿Por qué fue rechazado el cuadro original de Caravaggio?

Sus compradores se negaron a exhibir la desmitificada imagen de san Mateo. Consideraron irreverente mostrar al evangelista desmañado, inhábil, asistido, un pobre hombre sobrepasado por misterios que no entiende: humano demasiado humano, en suma. Pero hay algo más.

El primer cuadro fue rechazado por la pertinencia con que representa la sumisión del hombre a su destino: algo que niega el libre albedrío de los católicos y la convicción de libertad del ser humano. La mano del ángel guía a Mateo, que no entiende lo que escribe ni por qué lo escribe, como nosotros ignoramos la razón de lo que pasa y no podemos controlar lo que nos pasa. No somos como el san Mateo que escucha al ángel con prevención y dándole la espalda, celoso de la libertad de lo que escribe; somos el Mateo que se deja llevar por lo que no controla.

Así como la imagen estudiada y tensa que mostramos en las fotos en las que posamos es contradicha por la imagen vulnerable que mostramos en las fotos que nos han robado (fotos que nos incomodan porque exhiben nuestra desnudez y dejan adivinar lo que ocultamos), el cuadro original refleja lo que somos y desnuda al tiempo la hipocresía del segundo cuadro, que nos muestra en el enaltacedor espejo de lo que deseamos ser. La inspiración, la pasión, las fuerzas creadoras y destructoras de la vida son (como el ángel del cuadro primero) jovenes, irresponsables, caprichosas: no las entendemos ni las controlamos, nos manejan como a niños desvalidos e inermes y -como Mateo y el propio Caravaggio- nos dejamos arrastrar por ellas. Y sin embargo, contamos el relato de lo que la vida ha sido como si fuéramos guionistas y no actores.

Esclavos de un destino que creemos escribir mientras somos escritos, los hombres somos instrumentos en manos del misterio. Es ese descontrol lo que tememos. Pero sin entrega a lo desconocido y al peligro ya no hay vida. Y pienso entristecido que puede más el miedo que el valor entre los hombres.

Como un escándalo familiar que la vergüenza oculta, el censurado cuadro original acabó destruido en el Berlín bombardeado del Tercer Reich: ceniza dispersada bajo escombros; la venganza del hombre contra lo que tememos ser y que en el fondo somos.

Miras esta noche el cuadro que hoy es polvo y sientes como quienes lo dieron al olvido.

No elegiste aquella tarde de agosto de 1979 para venir entre los vivos, ni elegirás la fecha ignota y ya preescrita para volver entre los muertos; no elegiste tu lengua ni tu nombre: Francisco de Asís, que loaba a Dios por nuestra hermana muerte; no elegiste tu rostro que, cambiante y uno, en el tiempo fluye como el río de Heráclito; no elegiste la muerte de tu abuelo entre acero, asfalto y sangre ni, con la suya, la presentida muerte propia aún siendo niño; no elegiste el amor, que conociste y perdiste como se pierde el rocío, ni elegiste no amar a las mujeres que no eligieron amarte; no has elegido la emoción de un Gloria en las catedrales de cristal y luz de Monteverdi, ni la pasión del mar, que descubriste en el ocaso azul de Portugal, donde termina Europa; no elegiste tus miedos, que te educaron y te educarán en los rigores del valor, ni elegirás las afrentas y los dones del tiempo, que te harán sentir, al cabo del camino, que has vivido. No has elegido las dudas, los deseos, la esperanza, los recuerdos que son hoy tu vida y que mañana marcharán contigo a no ser más que un eco de tu polvo.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Msn (y 2)

Pero hay algunos casos que se merecen un trato aparte. Como entre los tifosi del mundo de la cultura, entre los usuarios del Messenger podemos distinguir apocalípticos e integrados: los primeros participan de su mundo de referencia denigrándolo; los segundos se abrazan a él con el espíritu acrítico y el fanatismo del converso.


Entre los que conozco, el ejemplo más representativo de esto último es una chica que dedica el espacio del lema a informar a sus contactos de todo lo que a lo largo de los días hace:

En la ducha

Paseando a Tono (es de suponer que se trata de su mascota)

Trabajando

Me voy al cine

¡En el otorrino! (un misterio el sentido de los signos de admiración)

Con Nacho (presumiblemente, su novio: en este caso siempre añade un corazón e inverosímiles cantidades de rosas)

En los últimos tiempos, he asistido a su boda y su embarazo. Todo comenzó con una cuenta atrás:

321 días para la boda

No relataré mi aprensión ante esa serie que encontraba diariamente decrecida. Como el preso que traza en la pared de su celda los días que le restan para volver a la luz, quien así descuenta vive la espera como tiempo inútil, como trámite: fastidioso paréntesis a cuyo cierre volveremos al épico relato de la vida que cuenta. Cuesta creerlo; pero, en un momento de estupefacción, pude llegar a leer:

Noche de boda

No mucho después (hay que reconocerle a Nacho su puntería):

¡Ya somos tres!

A lo que siguió una vertiginosa y pormenorizada relación de pataditas en el vientre, varices y antojos; por no hablar de un book de ecografías del feto y una serie de impúdicas especificaciones prenatales que me revolvían el estómago. Ante el inminente nacimiento del bebé, me he visto obligado a eliminarla de mi lista de contactos.

Asombra la naturalidad con que esta chica ha convertido su vida en escaparate o ready-made de su propia intimidad, la soltura con que ha hecho real el viejo sueño surrealista de los hogares de cristal, donde lo público y lo privado se confunden y se disuelven.

Frente a esto: la conmoción de los apocalípticos.

Algunos agitan proclamas que han sido escritas en el agua desde el principio de los tiempos:

Vales por lo que eres, no por lo que representas

Otros rumian un minucioso rencor que inspira a un tiempo conmiseración y suspicacia:

¡Entra en www.blocko.com para saber quién te tiene bloqueado!

Candor y rabia que no son sino muecas desesperadas ante lo inevitable: pintadas desleídas y autocompasivas en los muros de la inexpugnable fortaleza de lo fáctico.

Pero quiero acabar hablándoles de Mario Torres. Ése será su nombre y ése será su nick. Lo conocí en un foro de música clásica donde compartía sus enciclopédicos conocimientos operísticos y lucía -la frase es de Walpole- un sentido común que llegaba a lo genial. Pese a nuestra considerable diferencia de edad y temperamento, simpatizamos e intercambiamos nuestras direcciones de correo; y, durante varios meses, mantuvimos una frecuente correspondencia sobre asuntos musicales donde toda confesión personal fue tácitamente excluida.

Una tarde, recibí una invitación de contacto en el Messenger. Para mi sorpresa, se trataba de Mario. Había descubierto el programa y le había parecido oportuno agregarme a su cuenta. Nada me resultaba más incongruente que imaginar a mi amigo chateando. Su ventana mostraba la foto predefinida e inquietante de un amarillo patito de goma con el pico intensamente rojo (en suma: un patito psicópata y bujarrón) que, por contraste, arrojaba una sombra involuntariamente cómica a su escrupulosidad ortográfica: Mario escribía comenzando todas sus frases con mayúsculas y rematándolas sistemáticamente con un punto final.

Más chocante aun me resultó constatar que, casi cada vez que abría mi Messenger, encontraba conectado a mi amigo. A veces hablaba con él; aunque no mucho tiempo: lo notaba ocupado, apresurado y nervioso (sus mayúsculas iniciales, sus puntos finales y el pato de goma habían desaparecido) y no deseaba incomodarlo. Esta desconcertante situación se alargó un par de meses, durante los que dejé de recibir su habitual correspondencia.

Un sábado, ya de madrugada, volví a casa de la fiesta de cumpleaños de una amiga. En esos días esperaba con impaciencia un correo y abrí el Messenger. El correo no había llegado; pero ahí estaba Mario. La sorpresa pudo más que la discreción:

"Pero, ¿qué hace usted aquí a estas horas?"

Tardó unos minutos en responderme. Durante la hora siguiente, me contó su historia. Jamás habíamos hablado -lo he dicho- de temas personales. Quizá por eso, o quizá por la olímpica imagen que de él tenía, su confesión me impactó tanto. Antes del verano, había conocido en un blog a una chica chilena, fotógrafa y casi treinta años más joven que él. Los pormenores de su relación (el desconcierto y deslumbramiento inicial, las interminables conversaciones nocturnas frente a la pantalla, los intercambios de fotos, la nota desafinada de las primeras excusas, las laberínticas justificaciones de la ausencia y el silencio ajeno) son -estoy seguro- conocidos por todos.

"Al principio, hablábamos a diario durante horas. Últimamente, apenas una o dos veces a la semana y siempre con prisas. Ahora parece estar siempre agobiada por asuntos impostergables. Paso horas ante el ordenador esperando que aparezca. No sé qué hacer. No le he pedido su número de teléfono por temor a una negativa. He pensado en borrarla de mi cuenta o bloquearla, por si mi ausencia la mueve a ponerse en contacto conmigo. Pero no me atrevo. Me he enamorado, Francisco."

Después de esa noche y durante semanas, como si yo mismo me sintiera responsable de la suerte de mi amigo, entraba siempre con el temor de verlo conectado. No fue así. Como un vencejo velocísimo que hubiera emigrado al reino de las sombras, su cuenta aparecía desconectada con la irrevocabilidad de un epitafio.

Hace una semana, mientras preparaba las primeras clases del curso, apareció un aviso en la pantalla de mi ordenador. Acababa de recibir un correo de Mario Torres. En él me hablaba, con su antigua sensatez y sensibilidad, de la riqueza estructural de El arte de la fuga y de la desgarradora garganta con que Kathleen Ferrier interpretó La canción de la tierra poco antes de morir.

Nunca le confesaré la emoción con la que he vuelto a leer sus palabras.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Msn (1)

Soy profesor de instituto. Aunque me llevo trabajo a casa y procuro preparar las clases con decencia, tengo tiempo libre. Cuando no viajo, leo, estudio, escribo, escucho música, paseo, dibujo (esto último cada vez menos, también las manos tienen su fatiga). No me gusta la tele; ante ella me siento incómodamente pasivo: como con una amante que se afanara en hacerlo todo por mí con escasa pericia. A veces, me tumbo en el sofá o en la cama o salgo a mi patio y dejo sencillamente pasar el tiempo. En estas cosas consumo mis días. Y aun así, sigo teniendo tiempo.

Vivo en un lugar apartado: fuera de mi trabajo, no trato con nadie. Pueden pasar semanas hasta volver a encontrarme con la gente que quiero. Así que, en los momentos en que no me apetece otra cosa y el tiempo parece avanzar con fofa lentitud, me preparo un café y abro Internet. Hace unos años, descubrí el programa Messenger. Como tantos, tengo una cuenta formal y otra frívola. Al principio, daba mi dirección frívola casi indiscriminadamente: hombres o mujeres, jóvenes, viejos, compatriotas, extranjeros. Me daba igual. Soy muy curioso y me intriga saber de qué y cómo habla la gente. A lo largo de estos años, he conversado con cientos de personas. A menudo, las conversaciones no han durado más de un par de minutos; en algunos (muy pocos) casos, las conversaciones empezaron hace años y aún no han cesado.

El Messenger ha hecho posible algunos de los más viejos sueños del hombre. Uno de ellos: ser invisible cuando lo deseamos. Podemos elegir quién puede vernos conectados y quién no. Otro: deshacernos de los demás cuando molestan. Basta presionar un botón para eliminar a un contacto que se ha vuelto indeseable, como si su presencia en nuestras vidas no hubiera sido más que un lejano repique de campanas que no estamos seguros de haber oído o imaginado.

Como toda invención humana, el Messenger es un espejo que refleja nuestros deseos y nuestras carencias. En él tenemos a nuestra disposición -o así nos engañamos- una cantidad ilimitada de contactos (en el mundo virtual, ya no se habla de relaciones sino de contactos: como cuando tropiezas con un desconocido por la acera o en el supermercado). Y sin embargo, en virtud de ese mecanismo que nos hace desviar fatalmente la mirada desde cualquier punto del horizonte hasta nuestro propio ombligo, hemos convertido un espacio creado para hablar con los otros en un medio para hablar a los otros y exhibirnos ante ellos. En él, uno tiene la sensación de entrar en una plaza llena de "artistas del hambre": muchedumbres hambrientas de atención donde unos se ensordecen a otros con sus ansiosos y excluyentes kikirikís. Ante este panorama, algunos han emigrado de los chats y los foros a los blogs personales: un aplazamiento del problema; pero no una solución, porque solución no tiene (a nadie se le escapa que una comunidad conformada por individuos obsesionados por recibir atención y desinteresados por ofrecerla tiene un problemático pasado, un conflictivo presente y ningún futuro).

Ajeno a las contradicciones de sus usuarios, los programadores de Messenger nos han ofrecido un recurso más para captar miradas y robar unos segundos ajenos: no hablo de la posibilidad de mostrar fotos personales o de mostrarnos por la webcam (en el mundo de la dictadura de la imagen, el Messenger es el único espacio de comunicación no diferida donde la palabra aún es más importante que la imagen; al menos hasta que la imagen hace por primera vez su aparición con el deslumbramiento de una Venus que se yergue desnuda y desdeñosa sobre la espuma), sino de ese espacio junto a nuestro nick que nos permite dejar una firma, una huella: un lema con el que presentarnos ante los demás y que nos permita -o eso deseamos- vendimiar sus ojos.

He estado leyendo los lemas de mis contactos. "Entiende tu barrio y entenderás el mundo", decía mi abuelo. Así que voy a contarles lo que en mi barrio se dice.

Hay quienes te comunican algún acontecimiento cotidiano y (más o menos) relevante:

Al fin he encontrado piso (el problema es, advertiría yo, poder pagarlo...).

A un mes de la gran boda (ignoro si acabó celebrándose el feliz acontecimiento; la firmante lleva meses con el mismo lema. Hubo plantón o me tiene bloqueado).

Comienzan mis vacaciones en un par de horas (que deja traslucir una inconcebible cantidad de ansiedad y estrés)

Fina, me han llamado la atención los toalleros, pero no los necesito (confidencia sin duda interesante para Fina, pero irrelevante para el resto: bastaba una llamada).

Pero este último comentario me da pie a trascribir aquellos lemas que podríamos incluir en la categoría de "Lemas con destinatario falsamente particular" (algo así como cuando alguien procura -raro- alabarte o -más común- injuriarte en público por un asunto privado).

Enérgicos e individualistas: No quiero ser como tú ni como nadie

Despechados: Tú te lo pierdes...

Tanáticos: Santi, me muero por ti

Pintorescos y desordenados: Me das más miedo tú que las tormentas... ay mamita... yo a ti te como

Ambiguos: Te quiero, chiqui (imposible determinar si el destinatario es hombre o mujer; firma además, andróginamente, un o una tal Gordi. Espeluzna imaginar sus conversaciones...)

Apodícticos: Marta, eres una PUTA

Los hay que se cuidan de transmitir su adhesión o animadversión visceral y casi siempre sangrienta por entidades más o menos abstractas y metafísicas:

Sevillista hasta la muerte.

Chicharrera hasta la muerte

(Constato una inquietante querencia por la muerte entre mis "contactos")

Ole mi Betis bueno (de reconfortante ingenuidad; firma mi joven primo)

ZP traidor. Viva España ("La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra", dice Ferlosio)

Rajoy, confiamos en ti (animoso y electoralista: mi Messenger convertido en mitin)

Otros manifiestan sus tribulaciones y delirios eludiendo toda referencia externa, ensimismados en su yoidad dolorida y superfetatoria:

Toy muy triste.

Vaya mierda...

Soy el amo

Qué malita estoy y qué poco me quejo.

Miau

Para hacerme feliz, hay que estar muy loco... por mí (de un escandaloso solipsismo)

Tengo abiertos todos mis chakras (sin comentarios)

Muy apreciados son los lemas líricos y aforísticos. Verbigracia:

No estoy dormida: sólo sueño despierta.

Con el paso de los años, nada es como yo soñé.

Si tienes un sueño... haz de tu vida un sueño, y de tu sueño una vida

Me dormí para olvidarte, pero olvidé que tú eras mi sueño

(Como se ve, el topos del sueño es una variante calderoniana y conceptista que arrasa. Uno podría concluir que los españoles se debaten ininterrumpidamente entre las tentaciones de dormir y matar o morir. No obstante, hay quien se toma la cuestión con espíritu falsamente aprensivo, prosaico y siestero, tal como se puede apreciar en lo que sigue)

Imagina la vida sin tu cama

En esta variante sentenciosa, cabe destacar también:

Si revelas tus secretos al viento, no le eches la culpa al viento por revelárselos a los árboles

La felicidad es un espejo que no tiene nada que reflejar (¿banal o iluminado?)

Ser fiel a uno mismo no implica pensar sólo en sí mismo (me aplico el cuento)

Si estás triste sonríe, llorar es demasiado fácil (voluntarista y estoico)

Antes de la vejez, procuré vivir bien; en la vejez, procuro morir bien (de un pragmatismo que asusta)

La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades. Aristóteles (384 AC-322 AC) Filósofo griego (lo espeluznante no es tanto la frase en sí, como el hecho de que sea necesario aclarar quién es Aristóteles)

Claro que hay quien se toma el asunto con guasa:

Cuando sientas que el mundo se te viene encima, ábrete de piernas

Tonto el que lo lea (que uno creía extingido tras la generalización del alfabetismo)

Espacio para comentarios pedantes que hagan parecer al que firma más listo de lo que en realidad es (autorrefencial y concluyente)

Hasta aquí el inventario.

martes, 11 de septiembre de 2007

Arder un instante en el viento

Fui un niño y un joven impaciente. La infancia y la juventud son edades en las que todo se quiere aquí y ahora: épocas encarceladas en el presente. Para bien. Para mal. Recuerdo algo que repetía mi abuela (las mujeres, mucho más que los hombres, conocen la modestia de la sabiduría): "Hijo: nunca tengas prisa para lo importante, sólo para lo urgente". Pero ya sabía Wilde que no puede enseñarse nada que merezca la pena ser aprendido. Y esta urgencia es algo que sólo he aprendido a superar con ayuda de los escarmientos del tiempo.

Enumerativamente, confesaré que no me acostumbro a los ritmos de hoy: en los restaurantes, tengo la sensación (acertada) de que mastico más lento que nadie; leo siempre subrayando, anotando, copiando o memorizando los pasajes que me incumben; en la cama, las mujeres se me antojan casi siempre ansiosas, desalentadoramente imperativas; en el cine, atornillado en mi butaca, me he acostumbrado a recibir la mirada impaciente de aquellos a los que obstaculizo el paso cuando salen disparados ya antes del fundido en negro; de viaje, me gusta parar cada pocos minutos a contemplar el paisaje desde improvisados miradores o a tomar un café en pueblos atravesados al azar; nunca me impaciento cuando las mujeres "se arreglan"; al contrario: siento un placer tan lánguido y embelesador observándolas que me molestaría que dejaran sin repasar la más recóndita parte de su anatomía, vestuario o complementos. Sintéticamente, confesaré que a veces me siento como un reloj de arena en un mundo de relojes digitales.

Pero si hay un ámbito en que este apresuramiento me irrita es el de las relaciones personales. Hace unas semanas entré en un chat de contactos. Sentía curiosidad por conocer los nuevos códigos con los que hoy se corteja. Nada más entrar, el desconcierto: conversaciones erráticas, descoyuntadas; iconos de caritas con muecas amarillentas; apodos semipornográficos; onomatopeyas por doquier; ventanitas emergentes de lo que sólo al cabo del tiempo descubrí que eran mensajes privados. Quizá los que conversan en chats manejan un complejo código que yo no he aprendido a decodificar; pero todo aquello me transmitía una impresión de desgarradora trivialidad: la angustia de necesitar comunicarse y no poseer recursos para hacerlo [1].

Ya he explicado en otro artículo mis aprensiones ante los riesgos de la escritura en foros y en blogs (sintomáticamente, la primera variante está siendo fagocitada por la segunda: de lo orgiástico a lo masturbatorio). En uno de sus ensayos, William Hazlitt hace referencia a la correspondencia del Barón von Grimm, donde el prologuista incluye esta reflexión sobre los salones del siglo XVIII:

Allí donde hay una amplia comunidad de personas cuya única ocupación consiste en hallar entretenimiento, brotará inevitablemente la agudeza del intelecto, el refinamiento en los modos y el buen gusto en la conversación; y, con la misma seguridad, se descartarán el pensamiento profundo y la pasión seria.

La multitud de personas y cosas que, en tal caso, fuerzan sobre ellas la atención, así como la rapidez con que se suceden unas a otras antes de desaparecer, impiden que ninguna de ellas deje una impresión profunda ni duradera. Y la mente, que nunca ha tenido que emplearse en un método aplicado, y que desde hace mucho tiempo se ha habituado a esa vivaracha sucesión de objetos, al final termina por exigir la excitación que provoca el cambio permanente; de tal modo que encontrar una multiplicidad de amigos le parece tan indispensable como tener una multiplicidad de diversiones. Así, las características de esta amplia sociedad se reducen casi forzosamente al ingenio y la crueldad, a la agudeza y la mofa perpetuas.

La misma impaciencia hacia la uniformidad y la misma pasión por la variedad que tanta gracia confieren a sus conversaciones -aquellas que evitan el tedio y las disputas pertinaces- les hacen incapaces de detenerse siquiera durante unos minutos en los sentimientos y las preocupaciones de un individuo; al mismo tiempo, su búsqueda constante de gratificaciones insignificantes y su débil miedo hacia las sensaciones molestas les convierten en enemigos de la comprensión exacta y el pensamiento profundo.

Estas palabras, escritas casi dos siglos antes de la aparición de Internet, resuenan hoy con una extraña pertinencia. Vivimos en una especie de consumismo, de "zapeo" espiritual por el que procuramos experimentarlo todo y a todos para acabar por no centrarnos en nada ni en nadie. Kafka -judío, virtuoso de la postergación- escribió: "Sólo hay tres pecados: la impaciencia, la impaciencia, la impaciencia". Pienso en el amor, que nos alecciona en los rigores de la paciencia, y recuerdo "The broken tower", el poema de Hart Crane:

Al mundo roto entré, tras las huellas fantasmas
del amor, y su voz -¿dónde sonó, terrible?-
ardió en desesperadas, elegidas imágenes
un instante en el viento sin que pudiese asirlas.
¿Seremos capaces de mantener el atrevimiento, la imprudencia, el valor, la candidez de arder en el viento el tiempo necesario para poder asirnos? ¿Creemos que merece la pena? ¿Estamos dispuestos a reconocer que merece la pena?


[1] Mi límite lo marcó una breve conversación (privada y -doy mi palabra- real) que intentaré reproducir fielmente, conservando la idiosincrasia ortográfica de mi interlocutora:

wapa_sevilla: ola
Francisco Sianes: Hola.
w_s: de donde eres
F.S.: Soy sevillano.
w_s: yo tb
F.S.: Sí: lo había deducido por tu apodo.
w_s: ajjajajajj eres mu gracioso [?]
w_s: quieres sexo?
F.S.: Mujer: no sé qué decirte... Así, en frío, en plena digestión...
w_s: yo vivo en nervion y tu? puedo ir a tu casa, si kieres
F.S.: Oye: ¿no te parece un poco precipitado?
w_s: no te gusta follar? eres marikita?
F.S.: Pero ¿esto qué es? ¿Una encuesta de Durex? Bueno... No sé bien qué decirte. Estoy algo desconcertado. ¿Qué te gusta hacer?
w_s: me gusta chupar, el sexo anal y el spanking
F.S.: Lo primero y lo segundo me suenan; pero, ¿qué es el spanking?
w_s: azotes en el culo
F.S.: Ah... Y aparte del sputnik ese: ¿qué más te gusta?
w_s: k m agarren del pelo, k m den fuerte y una propina de 200 euros
w_s: jejeje

miércoles, 5 de septiembre de 2007

París, 2 de abril

En la mítica librería Shakespeare no conocen a George Steiner. Pregunto al dependiente por uno de sus libros. Desconcertado, consulta a una compañera que se vuelve hacia mí para decirme: "¿Es autor de ficción?" La ficción, pienso, son las humanidades.

Quizá para resarcirlo mentalmente, compro la edición francesa de Presencias reales en la plaza de la Sorbona. Pero la realidad nos desaconseja ser enfáticos en nuestras desilusiones y, a veces, nos ofrece compensaciones secretas: encuentro el tributo a las humanidades en los Jardines de Luxemburgo. Jóvenes, adultos y ancianos leen, estudian, escriben en sus cuadernos y portátiles mientras toman el sol. Muchos de ellos leen con un lápiz en la mano -me acuerdo, sonriendo, del ignorado Steiner: un intelectual es, sencillamente, alguien que lee con lápiz-. El ocio sereno y silencioso de estos jardines me hace sentir una modesta alegría.



Me siento en un banco al pie del Sagrado Corazón, en Montmartre, para observar a los visitantes que ascienden penosamente la escalinata, resoplando con las manos en la cintura como morsas enloquecidas y exhaustas.

A mi lado, dos jóvenes norteamericanas pijas (vestidas con un estilo estudiado y vaquero -minifaldas y camisas repujadas, botas de piel-, maquilladas y peinadas de forma convencionalmente esmerada) comen pizza, beben cerveza y fuman Marlboro con voraz promiscuidad. Me parece estar asistiendo a la puesta en escena de un telefilme estudiantil. ¿Son sus vidas tan previsibles como aparentan? ¿Cómo es el relato que se cuentan a sí mismas mientras visitan la ciudad? ¿Qué historias contarán cuando vuelvan a casa? Me recuerdan algo: allá donde viajamos, llevamos nuestra cultura a cuestas. ¿Es más rico, más pertinente, más enriquecedor el propio relato que yo me cuento mientras escribo estas notas?

Se levantan y una de ellas se acerca a dos parisinos de mediana edad para que les tomen una foto. El más orondo coge la cámara con una sonrisita coqueta y las acecha hasta que se colocan al pie de la escalinata. Una de ellas le pide que espere: lleva un jersey en la cintura y no quiere que aparezca en la foto. Con pocos escrúpulos, lo lanza al suelo; luego anima a su compañera (que precisa de pocos estímulos) a adoptar una postura de pin-up; y finalmente, con un gracioso gesto de la mano que abarca la escalinata, la iglesia, el cielo, la propia espesura y la tonalidad de la tarde, le indica a su fotógrafo: "Every". Luego se acerca sonriendo para que le devuelva su cámara y se agacha para recoger el jersey, momento que el avispado fotógrafo aprovecha para buscar la perspectiva más abarcadora de su entrepierna; vuelve con su amiga, le dedica al encantado fotógrafo un "Thank you!" agudo y, como quien emprende una gesta imposible con generosidad de ánimo, comienza a subir la blanca escalinata. Los dos parisinos intercambian miraditas procaces y se quedan un rato mirándoles el culo. Ellas, previsiblemente, llegarán arriba agotadas.

Ya en la iglesia, un joven en camiseta de mangas cortas escucha la misa. Sus gestos, mezcla de misticismo y desvarío, contrastan con la quieta desesperación de una anciana que reza de rodillas a su espalda. Un sacerdote negro oficia, mientras el coro de monjas entona cantos de liturgia. Contemplo las estatuas iluminadas por la luz de las vidrieras: monjas inertes que transmiten una devoción no menos profunda que las que ahora cantan durante el oficio y que, para la medida del tiempo de la piedra, habrán muerto en un instante. Sólo quedará de ellas el símbolo petrificado de estas monjas que me miran, con sus ojos ciegos, desde un tiempo en el que ya no hay tiempo: el mismo del que me hablan las gargantas vivas que se apagan con el fin del canto. Todo es, a la vez, elocuente e inútil en este solemne templo. La monumentalidad intenta honrar y convocar una espiritualidad para la que basta un solo ser humano traspasado por la fe. Pienso en el joven y en la anciana que ahora -distintos, angustiados, repentinamente unidos al estrecharse la mano- se dan la paz.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Una vida de fregona

Salgo poco de noche. O debería decir mejor que frecuento poco "la noche". No es que sienta el ambiente especialmente frívolo o vacuo, tampoco es que no sepa manejar el código nocturno de gestos, silencios y miradas; pero, en el fondo, toda va a trasmano para mí. Demasiada ansiedad, demasiadas expectativas insatisfechas (quizá imposibles de satisfacer); una alegría y una vivacidad demasiado ruidosas, demasiado teatrales para ser auténticas; demasiada premeditación. No es mi mundo.

Pero, hace unos días, me dejé arrastrar por una amiga a un local de moda. Acababan las vacaciones y ella insistía en que había que apurarlas. Supongo que mi amiga adivinaba en mis ojos entrecerrados y poco alentadores que mi idea de apurar las vacaciones tenía poco que ver con la suya; pero a veces me cuesta decir "No". Así que tomé aire, me levanté de mi cómodo sillón, miré con aprensión el libro que acababa de dejar sobre la mesita y la acompañé sin protestas.

No quiero parecer pusilánime; pero me sentí inquieto desde que entré en el local. Intentaba disimular para no aguarle la fiesta a mi amiga, hasta que descubrí que mi inquietud no era más que una reacción física: la música estaba tan alta que me hacía retumbar (literalmente) la caja torácica. Pensé en rogarle a alguna de las camareras que bajara un poco el volumen; pero reflexioné que lo tomaría por una gracieta, un capricho de lunático o un coqueteo a la desesperada. Así que me aseguré visualmente de que mi amiga estaba ya rodeada por una bandada de buitres y busqué (inverosímilmente) un lugar tranquilo. Para ello tuve que rozarme sin decoro contra varios chicos y chicas, que recibieron mis magreos (lo juro) involuntarios con absoluta desafección o con miradas invitadoras que me aseguré de no secundar.

Al fin encontré un asiento libre; pero entonces me di cuenta de que no tenía nada para beber. Así que di media vuelta y me lancé a la pista de baile. Esta nueva tanda de roces y magreos (lo juro) involuntarios sí que despertó la suspicacia de alguna que otra bailarina y de sus admiradores, que me observaban con una mezcla de condescendencia y envidia por mi (supuesto) atrevimiento. Consciente de la facilidad con que se incendian los ánimos en estas circunstancias, me escabullí lo más rápido que pude hacia la barra, en la que permanecí durante interminables minutos hasta que comprendí que allí nadie respetaba el turno de llegada. Esta situación candorosa y desconcertante la disculpa quizá el hecho de que llevo años viviendo solo: eventualidad que obliga a hacer visitas periódicas a la pescadería, la frutería y otros locales no tan de moda, donde el respeto a tales normas civilizadas (excepción hecha de alguna ama de casa impaciente, descarada y talludita) es ley. El caso es que cuando una camarera reparó en mi aspecto desorientado, se acercó con esa desgarradora sonrisa de barra que está presente en los labios pero no en los ojos y me preguntó (o así lo interpreté yo, porque no podía oírla):

- ¿Qué vas a tomar?
- Un café con leche, por favor.
- ¿Cómo?
- ¡UN CAFÉ CON LECHE! (Tuvo que entenderme: tengo un buen torrente de voz; de hecho, una chica a mi lado -concienzudamente estrábica- dio un respingo y me miró con un ojo asustado y otro enloquecido)
- ¿¡QUÉ!? (Ella tampoco era muda...)
- ¿Servís cafés? Allí veo una máquina...
- Ah... ¡que quieres tomar un café!
- Sí, con leche.
- ¿A estás horas?
- Sí, mami: ¿me lo llevas a la cama?
- Ahora te lo traigo. (Risita ambigua)

Trajinó un buen rato, rezongando ante la máquina, mientras las otras compañeras observaban sus torpes movimientos (presumiblemente, no hacía el turno de tarde) con estupefacción y rencor (debían de pensar que se escaqueaba).

- Tu café... con leche. (Más risitas)

Consideré que no merecía la pena seguirle el vacile a aquella chica: mis juegos de palabras lácteos no son precisamente sutiles y no quería arriesgarme a recibir una respuesta airada (o incluso una bofetada). Así que me largué. Para llegar de nuevo a mi asiento, tuve que volver a atravesar, con la taza entre las manos, la masa de cuerpos que se contorsionaban apretada y espasmódicamente frente a mí; con la dificultad añadida de que el café salpicaba ligeramente cada vez que los altavoces expulsaban una nota singularmente potente (casi todas). Lo más angustioso del asunto es que hacía un calor de espanto y que todo el mundo parecía sudar de forma descontrolada y atroz. Yo intentaba llevar la taza en alto para evitar que las gotas de sudor cayeran dentro, al tiempo que hacía virtuosos equilibrismos para no volcar el café sobre los bailarines. Felizmente, no hubo que lamentar contratiempos (si por tal cosa descartamos la mirada ya decididamente inquieta de ellas, ya declaradamente amenazante de ellos). Llegué a mi asiento, que seguía libre, y (sofocado y exhausto) me senté con mi café.

Cuento todo esto porque, mientras estaba allí (hundiéndome inadvertida pero irremisiblemente en un sillón verde pistacho de última generación) pude observar con cierta calma a la gente que bailaba o conversaba (o hacía que conversaba. Imposible que oyeran nada). Puede que yo estuviera predispuesto a ver así las cosas; pero se hablaban no como lo harían dos personas que se gustan, sino como dos actores que interpretaran a personajes que se gustan. Más que una verdadera pasión, aquello parecía un rito o simulacro ineludible para alcanzar la presa. Incluso cuando se miraban a los ojos o se besaban o se metían mano parecían extrañamente ausentes. Parecían estar revisando mentalmente qué pasos debían dar. No había duda: muchas de estas parejas repentinas acabarían follando esa noche; pero daba la impresión de que, mentalmente, lo habían hecho ya: lo que seguía era sólo la confirmación de algo que ya se daba por pasado. Tal vez por olvidado.

Entonces recordé una escena de un libro (Ampliación del campo de batalla) que había leído no hacía mucho. El narrador (en una situación muy parecida a la que yo estaba viviendo en las verdosas arenas movedizas del sillón) observa a una chica en una discoteca. Y se dice:

Esa niña era una maravilla, estaba íntimamente convencido; pero no era grave, ya me había masturbado. Desde el punto de vista amoroso Véronique pertenecía, como todos nosotros, a una generación sacrificada. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna. Véronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos. En realidad, las sucesivas experiencias sexuales acumuladas en el curso de la adolescencia minan y destruyen con toda rapidez cualquier posibilidad de proyección novelesca; poco a poco, y de hecho bastante deprisa, se vuelve uno tan capaz de amar como una fregona vieja. Y desde ese momento uno lleva, claro, una vida de fregona; al envejecer se vuelve menos seductor, y por tanto amargado. Uno envidia a los jóvenes, y por tanto los odia. Este odio, condenado a ser inconfesable, se envenena y se vuelve cada vez más ardiente; luego se mitiga y se extingue, como se extingue todo. Y sólo quedan la amargura y el asco, la enfermedad y esperar la muerte.

Pensando en todo esto, no me percaté de que la pareja que yo estaba observando había desaparecido de mi campo de visión. Un poco desubicado, sin duda incómodo, me llevé la taza a los labios; pero el café ya estaba frío y (mis escrúpulos no me permitían reconocérmelo) algo salado. En estas circunstancias me encontró mi amiga: zozobrando en el sillón de diseño y aferrado a una taza de café con leche y sudor. Debía de transmitir yo una absoluta impresión de desamparo, porque se acercó a mí y me dijo piadosamente:

- Fran... pero ¿qué haces aquí sentado solo, hombre?
- (Largo silencio. Mirada suplicante) Deseo salir de aquí.
- Anda, sí: vámonos a casa...

La novela de Houellebecq cuenta, precisamente, lo que nos sucede durante esos largos silencios

en los que tu absoluta soledad, la sensación de vacuidad universal, el presentimiento de que tu vida se acerca a un desastre doloroso y definitivo, se conjugan para hundirte en un estado de verdadero sufrimiento. Y, sin embargo, todavía no tienes ganas de morir.

Salí de allí acompañado por mi amiga; pero esta vez no me rocé con nadie ni a nadie magreé. El local empezaba a quedarse vacío y la música arreciaba con más fuerza que nunca. Ya fuera, durante el camino a casa, en la ducha, incluso acostado en la oscuridad y el silencio de la cama, imaginaba a esas parejas en camas menos oscuras y menos silenciosas que la mía, cumpliendo un trámite que certificaría hasta qué extremo, con qué naturalidad y entereza, han aprendido a ser incapaces de amar.