lunes, 5 de noviembre de 2007

París, 3 de abril

Versalles. Las colas para entrar al palacio -incesantes-, las obras que irrumpen con violencia ortopédica aquí y allá no logran perturbar la inhumana belleza, tensa a fuerza de serena, de los jardines. Árboles con las copas guillotinadas flanquean las rectas avenidas. En lontananza: el azul plata del cielo y el azul ceniza de unos árboles que condescienden a convertirse en horizonte. Una infinitud ordenada fuera de la medida, de los ritmos del hombre. Un frío primordial que congela todo lo humano. El mundo resuelto en imagen, no en vida.

Más tarde, en la cola de acceso al palacio, un joven resuelve con rapidez ensimismada un cubo de Rubik ante la discreta y atenta mirada de los que allí esperamos. Por un instante, esa habilidad oscurece los arrogantes edificios, excesivamente seguros de su monumentalidad para conmover en lo más hondo. El virtuosismo mental y físico del joven que juega es de una belleza más viva que la altivez de la roca.

Para acceder al palacio hay que esperar durante horas. ¿Es sólo rutina turística y enajenada? ¿O es la esperanza en esa promesa de felicidad que Nietzsche recibía de todo lo bello?

Por el exacto centro de la plaza, entre la cola de la compra de entradas y la de acceso, cruza una muchacha vestida con un abrigo rojo. Avanza con la irrevocabilidad de una gota de sangre que recorre e impregna una sábana blanca. Como hambrientos polluelos en el nido, hombres (y mujeres) se revuelven, parpadean inquietos, estiran el cuello con avidez depredadora. Por un momento, el silencio se adensa. Puede ocurrir cualquier cosa. Pero la chica pasa y nada sucede. Con el extraño malestar de quien se ha descubierto en una falta, los turistas vuelven abruptamente a los quehaceres con que engañaban la espera. Un hombre rechoncho y con bigotito, sin embargo, queda rezagado intentando robar el último contoneo de la joven. Su esposa lo observa estupefacta y, con indignado ímpetu, le clava uno de sus tacones en el empeine. El hombre da un respingo y abochornado, sin mirar a su mujer, se enfrasca cabizbajo en su guía turística.

Hasta la entrada al palacio, el rastro de la joven se mantiene indeleble. Su taconeo resuena en la memoria como un remordimiento por la vida no vivida.

Al atardecer, en las Tullerías, hombres y mujeres de piedra se cubren el rostro, elevan sus manos, trazan un mudo discurso de gestos sobre el papel plomizo de un cielo impasible. En la tierra, una anciana con inequívoco aspecto de viuda sigue con fatigado caminar a un joven cetrino, que arrastra de la mano a una chica frágil y huidiza; la anciana parece intentar proteger, con la endeble atalaya de su muda presencia, a la que entiendo que es su hija. Otro anciano, vestido con traje de pana, cierra cuidadosamente el periódico que ha estado leyendo, se levanta de su asiento y se ajusta la ropa y el sombrero: toda la rectitud de un carácter confirmada en un gesto forjado durante decenios. Un poco más allá, una niña de no más de cinco años, cubierta con un gorrito verde, contempla a un mendigo que monda una naranja con las manos; el mendigo levanta la vista y la observa fijamente hasta pelar completamente la naranja; durante un instante, se contemplan quietos y en silencio; el mendigo alza la mano y le ofrece con un gesto ancestral la fruta desnuda; entonces la niña echa a correr y se reúne con sus padres; el mendigo la persigue con la mirada y no deja de mirarla mientras esparce las peladuras por el suelo.

París se multiplica en infinitas escenas y el centro de la ciudad está en todas partes.

En el puente del Carrusel, un grupo de muchachos interpreta música jazz entre una algarabía de trompetas, saxos, contrabajos. El cielo se cierra precipitadamente y una paloma acude a posarse sobre una de las farolas que esperan la noche. Espoleados por su propio estrépito y el fenecimiento del día, los instrumentos trazan abigarradas líneas melódicas en las que me siento desorientado, perdido. La música cesa, un golpe de viento dispersa las últimas notas y las cenizas del día y una calma sin orillas se cierne sobre el puente, sobre París, sobre el universo. De pronto, un solitario relámpago restalla sobre nosotros. La paloma emprende el vuelo y arrastra mi mirada hacia lo alto, hacia el hogar del rayo donde el trueno retumba y, confundidas, mi mirada y la paloma se pierden en lo oscuro.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Lo ve? ¿Ve como en las bitácoras hay buena literatura? Debería intentar una novela o un ensayo.(Desde ya me pido firmado el primer ejemplar)

Un saludo.

(Hummm... lo de lectora silenciosa... casi mejor para más adelante, ¿no?)

Francisco Sianes dijo...

Xania,

¿Y por qué no lo escribe usted por mí?

Con su gusto por el disfraz, podría hacer el papel de su vida. Imagine: ¡persuadirnos de que puede escribir como un tipo con barba!

Un cariñoso abrazo.

Anónimo dijo...

(Hum... oigo cierto chirrido...? Bah!, da igual).

Bueno, si me paga... no me importaría hacerle de "negra". Pero me temo que escribir como un tipo con barba sería tarea imposible: mi vello es demasiado escaso y fino.

Otro abrazo ídem para usted.

(Y olvide ya mis artes en el disimulo, que en esta vida el "disfraz" lo llevamos todos);.)