lunes, 22 de octubre de 2007

La legibilidad del mundo

El violento borbotón lírico, la sabia mezcla de austeridad sintáctica y desbordamiento semántico, el adverbio que asoma imprevisto y pertinente, el engarce de citas que ahondan el texto, la sublimidad elocutiva, el controlado abismamiento en las corrientes musicales del verbo. Recursos retóricos que hallan siempre eco en mí.

No conozco, sin embargo, ingenio literario más poderoso y movilizador que la aparición del objeto en su desnudez primigenia. Objetos que, por gracia del oficio verbal, despiertan en el lector resonancias insondables:

En sancta Gadea de Burgos do juran los hijos dalgo,
allí le toma la jura el Cid al rey castellano.
Las juras eran tan fuertes, que al buen rey ponen espanto;
sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo

La rotunda aliteración nos habla del objeto como espacio épico donde el orden natural y el orden humano se hermanan. Objetos artesanales que llevan impresa la mano del hombre, que se embeben de la nobleza del arte de sus forjadores y que impregnan a sus propietarios de la pureza de sus materiales nobles. El objeto es así garante de la limpieza del juramento: verter palabras falsas sobre él es atentar contra el orden del mundo.

Otro ejemplo contundente:

Y hagamos fuego y silencio y sonido
y ardamos y callemos y campanas.

El súbito repique de campanas con que culmina el dinamismo enumerativo irrumpe en el lector con la potencia ominosa de un carrillón. La campana y el lector son la misma cosa: desbordamiento y arrebato de la materia.

En una línea a un tiempo ensoñada y tangible, William Carlos Williams escribió el poema Nantucket, que traduzco así:

Flores tras la ventana
amarillo y lavanda.

Se confunden con los visillos blancos -
Olor a limpio -

Luz del poniente -
En la bandeja de vidrio

un jarro de vidrio, al lado
un vaso, junto a él

una llave - Y
la cama blanca inmaculada.

Todo brilla, se confunde y se disuelve a la luz de un sol que se pone. La intensidad en la que todo al fin se iguala y queda en nada.

El escritor inexperto -por desconfianza en su lector y en el poder evocador de la palabra, por arrogante afán de lucimiento- nos asalta con un lenguaje recargado y huero. Una hipertorfia retórica que emborrona lo que pretende perfilar. En el fragmento que sigue, encontramos a un escritor absolutamente seguro de sus recursos; no intenta imponerse a las palabras: se deja llevar por ellas; es la confianza del viejo timonel en su vetusto barco. Dice Victor Hugo:

No estudiaba las plantas, le gustaban las flores. Respetaba mucho a los sabios, respetaba aun más a los ignorantes; y, sin faltar a ninguno de estos dos respetos, regaba sus platabandas todas las noches de verano con una regadera de hojalata pintada de verde.

Quien no sienta la limpidez del personaje y el olor del verano en esa regadera artesanal ignorará por siempre la alquimia del verbo. Borges, que admiraba a Hugo, escribió: Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.

Los procedimientos retóricos que al comienzo encarezco emparentan la literatura con la música; la epifanía del objeto la emparenta con la pintura. Como Ter Borch iluminando un vestido de raso, como Hockney al colorear una piscina, como Van Gogh cuando presenta la integridad en las gastadas botas de un labriego, como Ribera al alumbrar la calavera entre unas manos vivas y estragadas, como las preñadas frutas de Cezanne, estos poetas hacen comparecer las fuerzas primordiales de un mundo que a través de la palabra podemos ver, oír, oler, tocar.

Es privilegio humano agradecer la legibilidad del mundo y la palabra.

2 comentarios:

uminuscula dijo...

gracias!
qué hermosa es esa colección, verdad? me encanta el tamaño

en realidad creo que en general me gustan los libros de ese tamaño, sobre todo si hay poemas

no sé
vi libros más bonitos ayer..

Francisco Sianes dijo...

Sí que es una colección bonita, u minúscula.

Me preocupa hacer casi permanentemente comentarios propios de anciano; pero ¡es que son fatigosísimos los libros que pesan mucho!

Un abrazo.