lunes, 15 de febrero de 2010

Averías

Recuerdo que, cuando vivía en la sierra de Cádiz, mi casera insistió en que me quedara con un viejo televisor que, en un principio, había rechazado. Por no resultar incivil ni despertar excesivas sospechas entre el vecindario (¿Qué va a hacer un muchachito como tú sin tele ¡y solo!?, se alarmaba ella), acabé cargando con el cacharro. Mi televisor no disponía de mando a distancia por lo que, para cambiar de canal, usaba el palo de una escoba (la misma con la que ahuyentaba, como un basilisco en pijama, a las culebras que entraban desde el patio hasta mi pasillo, en el crepúsculo). Tenía además otro problema: cada diez minutos, como máximo, la señal de las cadenas desaparecía para dejar paso a esa ensaladilla de nódulos grises y alborotados donde -dicen- aún resuena el origen del universo. El único método plausible para hacer retornar la señal consistía en descargar un golpe seco en el flanco derecho del aparato, con el inconveniente de que la cadena que volvía nunca era la misma que había desaparecido. Todo ello, unido a mi desapego televisivo, hacía que le prestara poca atención a mi vieja tele. Una tarde, sin embargo, viendo un programa de ligue al por mayor que me tenía fascinado, la señal se fundió tras un fuerte ruido y no hubo palo de escoba ni golpe recio que enmendase el tuerto.

Misteriosamente enterada de mi contratiempo doméstico, mi casera se empeñó en mandarme a un electricista de confianza para que arreglase la avería. Como me sentía culpable por la somanta de palos y las azotainas a las que había sometido al cacharro, recibí al electricista quien, contemplándome de hito en hito tras revisarlo, me preguntó:

- Pero a ver, muchacho... ¿qué es lo que ha pasado?
- Pues nada: que un día la tele hizo un ruido y desapareció la señal.
- ¿Un ruido? -impacientábase ante mi electrónica impericia léxica- Pero ¡cómo un ruido!
- Sí. Un ruido... no sé... fuerte.
- Pero a ver, muchacho -me alentaba, pedagógico- ¿en verdad que ha sido: un traquío, un zumbío o un explotío?

Terminológicamente desconcertado, consideré el asunto y acabé concediendo:

- Sí... Yo diría que fue un traquío...

Su cara se relajó, iluminada:

- ¡Ah, entonces te lo apaño! Es que si hubiera sido zumbío o explotío no te lo arregla ni la virgen.

Y, en efecto, el electricista acabó arreglando la avería. Pude volver al programa de ligues al por mayor, a sus amores y desamores apresurados que cabían (siempre cabían) en los diez minutos (nunca más de diez minutos) durante los que sobrevivía la señal antes de fundirse (y con ella canal, amores, desamores) en la ensaladilla de nódulos grises y alborotados donde -dicen- aún resuena la musica auroral del universo.

***

Hoy te contemplo, oh inútil, abatido corazón. También tú has recibido tu azotaina y tu somanta. Hace tiempo que he perdido tu señal. Y está lejos (está muy lejos) nuestra electricista de confianza. Confío, sin embargo, en que sólo fuera un traquío el desgarro que precedió a nuestro fundido.

***

(Mi antigua casa no es ya mi casa; pero, por lo que sé, mi vieja tele, intermitentemente, sobrevive.)

jueves, 11 de febrero de 2010

Abstenerse y escuchar a Bach:

nueve de cada diez depresivos lo recomiendan.

(El otro está demasiado ocupado suicidándose)