domingo, 27 de julio de 2008

El gesto que no arde no lo acoge el viento

En vano fatigarás todos los caminos; en vano vampirizarás a todas las mujeres; en vano apurarás todas las auroras y crepúsculos. Nadie viaja, ama, vive más allá de su capacidad de asombro y agradecimiento.

jueves, 24 de julio de 2008

Work in progress (2)

A la impaciencia de Elena.

La lectura es un ámbito propicio a la experiencia, un viaje vertical hacia las vetas más preciosas de la vida. Exige disciplina, atención, energía, temple y respeto al yo ajeno, valor para cuestionar nuestros clichés mentales, esa arrogante pereza de la comprensión. En la lectura, el yo se confronta con espíritus afines, más abarcadores y articulados que el propio. En ese trato sostenido, en el que la grandeza ajena nos conmina a ser humildes y a anhelar la emulación de la excelencia, el lector no sólo escucha otra voz, no sólo mira el mundo con el ojo ajeno, avizora su propio espíritu al pie de la letra; en la lectura se encuentra de improviso con las potencialidades escondidas en su yo, que gracias a la voz del escritor se han hecho acto, vida. Sólo a través de la mirada ajena conseguimos vislumbrarnos. La contemplación es una dádiva que nos ofrece nuestra propia entrega.

Por ello, el lector no busca el aislamiento sublime ni la sublimidad del aislamiento. Animal de trascendencias, persigue, sí, el engrandecimiento y la nobleza de su espíritu. Pero, como todo ser humano, busca, tras el enriquecimiento de su lectura, ofrecerse y compartirse. La soledad es un espejismo; nadie que haya sido socializado podrá sentirse ni quererse ya humanamente solo. Los seres que utilizan el lenguaje sólo pueden padecer las soledades multitudinarias (su mente está habitada inderogablemente por los otros). Las febriles muchedumbres precisan el contacto, pero el temple de sus relaciones es la tibieza. El lector anhela el calor del vínculo; y, sin embargo, el mundo en el que habita es de una indiferencia, de una hostilidad atroz ante su ansia de engrandecimiento y comunión. Con la lectura, pues, no busca aislarse -no alcanzaría la soledad aunque la persiguiera-: la soledad no es tanto su refugio como su estrategia. Busca la socialización por otros medios.

Dice Heath:
Hay el [lector] socialmente aislado, el niño que desde una temprana edad se siente muy diferente de todos los que le rodean. (...) Lo que ocurre es que trasladas a un mundo imaginario ese sentimiento de ser diferente. Pero es un mundo que no puedes compartir con los demás, precisamente porque es imaginario. Y así, el diálogo importante que mantienes en tu vida es con los autores de los libros que lees. Aunque no están presentes, se convierten en tu comunidad.
Y apostilla Franzen:
La lectura (...) es un hábito que nutre una sensación de aislamiento y a la vez la agrava. El simple hecho de sufrir "aislamiento social" de niño no te condena, sin embargo, a tener halitosis o a ser un inepto para la vida social de adulto. De hecho, puede volverte hipersocial. Sólo que en un momento dado empezarás a sentir una necesidad acuciante y contrita de estar solo para leer algo; de volver a conectar con esa comunidad. (...) Si leer era el medio de comunicación dentro de la comunidad de la infancia, tiene sentido que cuando los escritores crezcan sigan sintiendo que escribir es vital para su sentido de la conexión. Lo que se ve como la naturaleza antisocial de los escritores (...) proviene en gran medida del aislamiento social que es necesario para habitar en un mundo imaginario. (...) "Eres un individuo socialmente aislado que desesperadamente quieres comunicarte con un mundo imaginario nutritivo".
Tampoco está dicho que la comunión siempre vaya a ser posible. Dos peligros acechan al lector: el aislamiento esterilizador de lo mundano y la autorreferente y bizantina retórica del autismo.

Acostumbrado a encontrar tan sólo en la lectura la profunda comunidad que no encuentra en el trato con sus semejantes, el lector –espíritu complejo– se entrega, poseído, a la disciplina de sus silenciosos maestros; este hábito adensa de tal forma sus recursos interiores que, a su vuelta a lo mundano, el hiato entre su espíritu y el de sus semejantes resulta cada vez más insalvable. En la desalentadora superficialidad de nuestro tiempo, el hombre de espíritu sobrevive como un exiliado que no halla puentes para sortear el abismo que lo separa de los otros. Su acidia no es sino la tristeza por el conocimiento estéril, aquél al que le está vedado germinar en suelo ajeno y compartirse. En otro tiempo, podíamos conjugar los verbos y las esperanzas del mañana (A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva de futuro); en nuestra época, debo repetirlo, somos huérfanos de toda trascendencia. Sólo poseemos el ahora y los seres con quienes lo compartimos. Cada desencuentro con los otros devuelve al solitario, desterrado, entre sus libros; a cada retorno al mundo, lo encuentran y se encuentra más ajeno.

Leer es una crítica de la vida y de los otros: es enjuiciar. Proclama insuficientes la comprensión y las prioridades que gobiernan la vida ordinaria. Ante el fulgor de un dístico de Hölderlin, ¿no suena a periódico de ayer nuestra conversación con el amigo?; ¿qué son las cacareantes confesiones eróticas de las muchachas ante el sublime amor de Antígona? Las solicitaciones de la realidad mundana son, para el hombre poseído por la fiebre trascendente de las artes, ruido y furia, interpelaciones cenicientas y apagadas.

Frecuentemente se sostiene que leer no es vivir: la literatura es, según el (platónico) lugar común, un resignado y pálido reflejo de la verdadera vida. Wilde, un virtuoso del estereotipo invertido [2], hubiera replicado que es la vida la que imita al arte: vivir sin leer no es vivir. Gracias al arte habitamos en verdad el mundo; sólo aquello que experimentamos estéticamente –un lienzo, un diálogo, una melodía, un verso, un paisaje, un amor- es inteligible y verdadera vida; en la ordinaria, nos limitamos a sobrevivir (Poéticamente habitan los hombres la tierra, certera fórmula). En justicia, vida y arte no se excluyen: se retroalimentan. Las estéticas son las experiencias más poderosas que conoce el hombre (sólo el dolor se permite erigir monumentos más grandiosos al amparo de nuestra memoria). Pero el arte necesita la materia prima de la vida ordinaria. Sin ella, está condenado al bizantismo, la retórica de un cadáver que se quiere vivo. Quien –por temor, por desilusión, por amargura– se retira inapelablemente del ágora para confinarse en sus aposentos, se sustrae del corazón salvaje de la vida. El gallo oscuro ya no canta celebrando el alba; oficia ante sí su propio ocaso.

(Sigue... sólo Dios sabe cuándo.)

[2] Sea entendido sin el estereotipado equívoco.

Work in progress (1)

Cada época encuentra razones justificadas para anunciar el fin del mundo. Cada ser humano sabe –como Borges– que a diario se le ofrece el paraíso. Cambian sólo los senderos que elegimos para hallarlo; pero, sean cuales sean los que tomemos, caminamos siempre en busca de experiencias que apacigüen nuestra fiebre por el otro. El hombre tiene hambre de otredad; Saul Bellow sabía que el reto que plantea la libertad moderna, o la combinación de aislamiento y libertad a la que uno está sujeto, es completarse. Nada nuevo bajo el sol. Pero no todos los caminos nos acercan al lugar de esa experiencia. Acaso lo buscamos hoy por un sendero fatalmente errado.

El ser humano es un animal comunitario; pero nuestra época ha convertido esa necesidad en condena inapelable. Hoy la comunidad es una cárcel que no precisa de barrotes y de la que no hay escapatoria: sus dominios ya coinciden con el mundo. Nuestro tiempo será recordado como aquella época en que fueron sistemáticamente demolidas nuestras fronteras exteriores e interiores. El vacío que dejó la amparadora vigilancia de los dioses ha sido cubierto por la localización total que procuran los medios de comunicación y su invasión totalitaria de nuestra intimidad. La técnica se postula como erradicadora de soledades. Y, sin embargo, la sensación de aislamiento en medio de las multitudes se mantiene. La vida se ha convertido en ese ámbito en el que es imposible estar solo y endémico sentirse solo.

La globalización externa es un reflejo especular de nuestro desalojo interno. Hoy (casi) todo es mundano y público; el adentro es el proscenio del afuera. Los surrealistas soñaban con ciudades constituidas por hogares de cristal. Un sueño de liberación al que hemos sucumbido hasta la servidumbre. La pornografía del amarillismo y del sexo vocea nuestras fatigadas y unánimes intimidades a través de las redes de la comunicación y los medios de formación de masas. Época paradójica la nuestra, donde la reticencia -el pánico- al vínculo particular se traiciona por la entrega incondicional a las "conexiones" colectivas. El grito de Rimbaud resuena más que nunca: "¡Nada es vanidad; a la ciencia, y adelante", grita el Eclesiastés moderno, es decir, Todo el mundo. Es en ese magma de lo colectivo donde nos precipitamos. No hay, empero, sacrificio sin promesa de redención.

La realidad ha sido siempre un alimento insuficiente para la voracidad de los deseos. El deseo, la única tiranía ante la que la libertad se rinde, es un Moloch indestructible que sólo puede y quiere ser apaciguado. Es esa insatisfacción final el terreno donde germinaron el amor, la religión, la gloria, la filosofía, el arte. Antiguos y arrumbados ídolos de un mundo que aún creía en las esencias. Hoy sólo lo cuantitativo nos convoca. Niveladas la excelencia y la vulgaridad, superados el bien y el mal, asesinado Dios, deconstruidos el amor, la religión, el yo, la propia muerte; disuelto, en suma, todo lo cualitativo, el dinero –calderilla de la existencia- ha sobrevivido como el único valor, la última frontera en pie entre un orden en el que aún hay algo que distingue y jerarquiza y el nihilismo de la indiferencia. Sepultada toda trascendencia, el hombre es un desengañado cortejador de sucedáneos inmanentes.

El orden trascendente es un camino cualitativo y vertical; el orden inmanente se despliega en la horizontalidad y en cantidades. Al primero se accede adensando y distinguiendo nuestro yo; al segundo, disolviéndolo. Los media, moderno oráculo de Delfos, nos apremian con su lema Disuélvete a ti mismo (hoy se considera indeseable –o imposible- conocerse). Por miedo a sus abismos, nunca estamos en casa; el hombre del ahora ofrece, sin embargo, un consuelo al lamento de Montaigne: nuestro hogar lo hallamos siempre en un afuera. Para ello precisamos conexiones incesantes y livianas con los otros (el vínculo firme acaba fatalmente abalanzándonos sobre nosotros mismos). Sólo en este contexto se puede vislumbrar la senda que hemos escogido para completarnos. El mercado y sus metáforas son hoy el único acceso general a esa experiencia [1]. Muchedumbres de sujetos y objetos (esencialmente indistinguibles, funcionalmente intercambiables) colman el vacío. Un exégeta de McLuhan lo proclama:

El medio eléctrico ha roto las barreras comunicacionales de tiempo y espacio. Lo que antes se llamaba público (entes aislados, con puntos de vista diferentes), el medio eléctrico lo constituyó como masa (entes relacionados entre sí, obligados al compromiso y a la participación). Ahora, por más que algunos quieran conservar el pensamiento lineal y no participativo, no existen individuos aislados: todos vivimos en una aldea global.

Hoy, nuestro lema es el consejo de McLuhan: Lo que sucede es que debemos vivir con los vivos. Conectados permanentemente con los otros; demandando atención y respondiendo a las demandas de atención inmediata; entregándonos a ese simulacro de comunicación que las tecnologías nos procuran.

El solitario es, pues, un minucioso hedonista de sí mismo, hereje que abomina de la unanimidad febril. Aprender a estar solo es un arte y una rebeldía para el que uno sólo cuenta con el mecenazgo de sí mismo -hoy más que nunca, importa soberanamente que nos atrevamos a ejercerlos-. Y es un arte en el que sólo podemos ser iniciados por maestros ausentes. Sus lecciones son sus libros. Quevedo, incurriendo en un anacronismo que ha sido descubierto a la larga, contesta a McLuhan desde el pozo del pasado:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Lo dice Jonathan Franzen, citando a Bikerts: los libros son los catalizadores de la realización personal y un santuario. “La interioridad, el componente más reflexivo del yo”, exige un “espacio” donde una persona pueda meditar sobre el sentido de las cosas. Acaso, la cuestión de nuestro tiempo sea, en palabras Franzen: el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae. El verdadero lector y el verdadero escritor deben aprender, por encima de todo, a estar solos.

Heath descubrió una "amplia unanimidad" entre lectores serios al respecto de que la literatura "me hace ser mejor persona". Se apresuró a asegurarme que, en vez de resolverles cosas, a modo de una autoayuda, "leer literatura incide en las circunstancias arraigadas de la vida de esas personas de tal modo que tienen que afrontarlas. Y al hacerlo llegan a verse como más profundas y más capaces de sobrellevar su incapacidad de vivir una vida totalmente previsible". (...) De un modo casi unánime, los entrevistados por Heath describieron las obras de ficción sustanciosas como, según ella, "los únicos sitios donde había alguna esperanza cívica y pública de abordar las dimensiones éticas, filosóficas y sociopolíticas de la vida que en otros foros se tratan de una forma muy simplista (...) Y las obra de ficción sólidas son las que se niegan a dar respuestas fáciles al conflicto, a pintar las cosas en blanco y negro, de malos contra buenos. Son todo lo que no es la Psicología popular".

El lector es (una definición plausible para el hábito de cualquier arte) un perseguidor de experiencias. Llamo experiencia a ese momento privilegiado, rompeolas de la existencia, donde la vida acontece mostrándose en su luminosa evidencia, en su verdad. A su luz, asistimos a la radical apertura del mundo y del yo (y el yo siempre es un otro). Alessandro Baricco ha atrapado ese momento, bellamente:

La experiencia es un paso fuerte de la vida cotidiana: un lugar donde la percepción de lo real cuaja en piedra miliar, en recuerdo y en relato. Es el momento en el que el ser humano toma posesión de su reino. Por un momento es dueño y no siervo. Adquirir experiencia significa salvarse. No está dicho que siempre vaya a ser posible.

(Sigue...)

[1] Si es que la experiencia, tal como la ha entendido nuestra civilización, sigue existiendo. La cancerosa proliferación de fotografías testimoniales parece refutarlo. La fotografía es hoy el último testimonio, el único testigo de que aquello que no pudo resguardar nuestra experiencia tuvo sin embargo una existencia.

Respuesta (sin misterios) a una amiga

El misterio es la respuesta que mereces cuando afrentas lo evidente con preguntas.

La costilla de Adán (14). Misterio

Esfinges sin secreto, las mujeres son -como los animales y los dioses*- indescifrables.

* [Semejantes a éstos, émulas de aquéllos, dispares o parejas de los unos y los otros, a cada quien le corresponde elucidar -por la cuenta y riesgo de su experiencia- el cifrado hermanamiento de su sangre]

miércoles, 23 de julio de 2008

Pasamos por la vida una sola vez

Envidio la ceniza en la que convertí al hombre que aquel día hubo de merecerte.

Un demorado encuentro. Génesis, 2: 20

El hombre puso nombre a toda bestia, a toda ave del cielo, a todo animal del campo; mas para el hombre no encontró una ayuda idónea.

Mi nombre susurrado entre tus labios aventura el testamento de mi días.

Condiciones (variación)

Tus bárbaros iluminados y feroces atraviesan mis fronteras; y es de noche. Sol e intemperie: las condiciones que me han exigido para merecer la intimidad desgarradora de sus lanzas. Resuelto a traicionar el testamento de mi decadencia, deponiendo mis murallas, he aceptado.

martes, 22 de julio de 2008

Gramática

Hubiera sido valeroso ante un puñado de ceniza. Footfalls echo in the memory down the passage which we did not take towards the door we never opened into the rose-garden. My words echo thus, in your mind. Nuestro viaje a Islandia, donde hubiéramos hallado la nostalgia del presente. So leben wir und nehmen immer Abschied. Aquella melodía en la que hubiera formulado una dicha inabrogable. Every something is an echo of nothing. Acaso hubiera merecido tus abrazos tras amarte, aquella tarde. La tarde se ha vuelto invisible. Clase de gramática. Pretérito plus- cuamperfecto. Subjuntivo. El tiempo donde fue lo que no ha sido.

[Hay eco de pisadas en la memoria allá por el pasadizo que no tomamos hacia la puerta que nunca abrimos a la rosaleda. Mis palabras tienen eco así, en vuestra mente. (...) Así vivimos, siempre despidiéndonos (...) Todo algo es un eco de nada.]

Glosa a una sentencia de Anaximandro

De donde las cosas nacen, hacia eso perecen, según la necesidad; pues dan justicia y pago unas a otras de la injusticia, según el orden del tiempo.

Todo amor triunfante se precipita inexorablemente a su derrota.

lunes, 21 de julio de 2008

Ausencia

El sol tensa con agónica calma el arco del horizonte. Te espero.

domingo, 20 de julio de 2008

Ardor

La tibieza es el clima de la época. Ante sus tempestades de síes ahogados y voluntades exhaustas, no depondremos el ardor de nuestros corazones. La rendición de nuestra fiebre, amor mío, es una mansedumbre intolerable.

sábado, 19 de julio de 2008

Temis

El ojo que acecha culpabilidades habita en una casa de espejos estratégicamente velados.

viernes, 18 de julio de 2008

Experiencia (copla)

La experiencia es una maestra
selectiva y balbuceante
de lecciones desoídas
y que llegan siempre tarde.

jueves, 17 de julio de 2008

Memento

Nos preceden las tormentas que enfebrecen el verano. Ninguna palabra nos parece demasiado breve. Ninguna promesa insensata. Ola a ola, el silencio rompe contra la hospitalidad del viento. Corazón y corazón laten trenzándose en la espuma. La soledad no sobrevive a nuestra íntima paciencia.

Sacramento

Felicidad, sacramento de administración avarienta que bebo abrasadora e insaciablemente de tu boca.

Definición

Hombre: mamífero autoflagelante.

Esbozo

No cesaba de autorretratarse con la secreta esperanza de -siquiera alguna vez- no reconocerse.

Condiciones

Sol e intemperie. Las condiciones que me has exigido para merecer tu abrazo. Deponiendo mis murallas, he aceptado.

jueves, 10 de julio de 2008

Fronteras


Muro visible,
muro invisible,
fiebre erigida en roca y distancia,
¿qué soledades confrontas?


Recuerdo

Anémona en la nieve. Susurra que no ha sido una mentira.

Metamorfosis


En un solo trazo, con el pulso siempre firme, tu puño cerrado –especular abanderado del relámpago– asciende abriendo los dedos. La mano alcanza su cenit. Tu palma –estatua límpida del trueno– se yergue irrevocablemente abierta.

[Fotos de Susana Guillén y Rocío Calvo]

Tiempo

Las trémulas manos del tiempo reposan, calmas, en tu regazo. Medianoche.