jueves, 24 de julio de 2008

Work in progress (2)

A la impaciencia de Elena.

La lectura es un ámbito propicio a la experiencia, un viaje vertical hacia las vetas más preciosas de la vida. Exige disciplina, atención, energía, temple y respeto al yo ajeno, valor para cuestionar nuestros clichés mentales, esa arrogante pereza de la comprensión. En la lectura, el yo se confronta con espíritus afines, más abarcadores y articulados que el propio. En ese trato sostenido, en el que la grandeza ajena nos conmina a ser humildes y a anhelar la emulación de la excelencia, el lector no sólo escucha otra voz, no sólo mira el mundo con el ojo ajeno, avizora su propio espíritu al pie de la letra; en la lectura se encuentra de improviso con las potencialidades escondidas en su yo, que gracias a la voz del escritor se han hecho acto, vida. Sólo a través de la mirada ajena conseguimos vislumbrarnos. La contemplación es una dádiva que nos ofrece nuestra propia entrega.

Por ello, el lector no busca el aislamiento sublime ni la sublimidad del aislamiento. Animal de trascendencias, persigue, sí, el engrandecimiento y la nobleza de su espíritu. Pero, como todo ser humano, busca, tras el enriquecimiento de su lectura, ofrecerse y compartirse. La soledad es un espejismo; nadie que haya sido socializado podrá sentirse ni quererse ya humanamente solo. Los seres que utilizan el lenguaje sólo pueden padecer las soledades multitudinarias (su mente está habitada inderogablemente por los otros). Las febriles muchedumbres precisan el contacto, pero el temple de sus relaciones es la tibieza. El lector anhela el calor del vínculo; y, sin embargo, el mundo en el que habita es de una indiferencia, de una hostilidad atroz ante su ansia de engrandecimiento y comunión. Con la lectura, pues, no busca aislarse -no alcanzaría la soledad aunque la persiguiera-: la soledad no es tanto su refugio como su estrategia. Busca la socialización por otros medios.

Dice Heath:
Hay el [lector] socialmente aislado, el niño que desde una temprana edad se siente muy diferente de todos los que le rodean. (...) Lo que ocurre es que trasladas a un mundo imaginario ese sentimiento de ser diferente. Pero es un mundo que no puedes compartir con los demás, precisamente porque es imaginario. Y así, el diálogo importante que mantienes en tu vida es con los autores de los libros que lees. Aunque no están presentes, se convierten en tu comunidad.
Y apostilla Franzen:
La lectura (...) es un hábito que nutre una sensación de aislamiento y a la vez la agrava. El simple hecho de sufrir "aislamiento social" de niño no te condena, sin embargo, a tener halitosis o a ser un inepto para la vida social de adulto. De hecho, puede volverte hipersocial. Sólo que en un momento dado empezarás a sentir una necesidad acuciante y contrita de estar solo para leer algo; de volver a conectar con esa comunidad. (...) Si leer era el medio de comunicación dentro de la comunidad de la infancia, tiene sentido que cuando los escritores crezcan sigan sintiendo que escribir es vital para su sentido de la conexión. Lo que se ve como la naturaleza antisocial de los escritores (...) proviene en gran medida del aislamiento social que es necesario para habitar en un mundo imaginario. (...) "Eres un individuo socialmente aislado que desesperadamente quieres comunicarte con un mundo imaginario nutritivo".
Tampoco está dicho que la comunión siempre vaya a ser posible. Dos peligros acechan al lector: el aislamiento esterilizador de lo mundano y la autorreferente y bizantina retórica del autismo.

Acostumbrado a encontrar tan sólo en la lectura la profunda comunidad que no encuentra en el trato con sus semejantes, el lector –espíritu complejo– se entrega, poseído, a la disciplina de sus silenciosos maestros; este hábito adensa de tal forma sus recursos interiores que, a su vuelta a lo mundano, el hiato entre su espíritu y el de sus semejantes resulta cada vez más insalvable. En la desalentadora superficialidad de nuestro tiempo, el hombre de espíritu sobrevive como un exiliado que no halla puentes para sortear el abismo que lo separa de los otros. Su acidia no es sino la tristeza por el conocimiento estéril, aquél al que le está vedado germinar en suelo ajeno y compartirse. En otro tiempo, podíamos conjugar los verbos y las esperanzas del mañana (A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva de futuro); en nuestra época, debo repetirlo, somos huérfanos de toda trascendencia. Sólo poseemos el ahora y los seres con quienes lo compartimos. Cada desencuentro con los otros devuelve al solitario, desterrado, entre sus libros; a cada retorno al mundo, lo encuentran y se encuentra más ajeno.

Leer es una crítica de la vida y de los otros: es enjuiciar. Proclama insuficientes la comprensión y las prioridades que gobiernan la vida ordinaria. Ante el fulgor de un dístico de Hölderlin, ¿no suena a periódico de ayer nuestra conversación con el amigo?; ¿qué son las cacareantes confesiones eróticas de las muchachas ante el sublime amor de Antígona? Las solicitaciones de la realidad mundana son, para el hombre poseído por la fiebre trascendente de las artes, ruido y furia, interpelaciones cenicientas y apagadas.

Frecuentemente se sostiene que leer no es vivir: la literatura es, según el (platónico) lugar común, un resignado y pálido reflejo de la verdadera vida. Wilde, un virtuoso del estereotipo invertido [2], hubiera replicado que es la vida la que imita al arte: vivir sin leer no es vivir. Gracias al arte habitamos en verdad el mundo; sólo aquello que experimentamos estéticamente –un lienzo, un diálogo, una melodía, un verso, un paisaje, un amor- es inteligible y verdadera vida; en la ordinaria, nos limitamos a sobrevivir (Poéticamente habitan los hombres la tierra, certera fórmula). En justicia, vida y arte no se excluyen: se retroalimentan. Las estéticas son las experiencias más poderosas que conoce el hombre (sólo el dolor se permite erigir monumentos más grandiosos al amparo de nuestra memoria). Pero el arte necesita la materia prima de la vida ordinaria. Sin ella, está condenado al bizantismo, la retórica de un cadáver que se quiere vivo. Quien –por temor, por desilusión, por amargura– se retira inapelablemente del ágora para confinarse en sus aposentos, se sustrae del corazón salvaje de la vida. El gallo oscuro ya no canta celebrando el alba; oficia ante sí su propio ocaso.

(Sigue... sólo Dios sabe cuándo.)

[2] Sea entendido sin el estereotipado equívoco.

5 comentarios:

Elena dijo...

Jajaja!!! Dios mío... si era totémico si... :)

Gracias!!

sandmann dijo...

Leo con sumo placer su último artículo, hermano, y le dejo acá una línea de mi mucho más humilde entrada que, con un paralelismo que asusta pero no sorprende, contenía algunos lugares comunes con esta suya: "Creo que leer es la forma más (in)satisfactoria -sin duda la forma más (im)perfecta- de estar solo. Porque en la belleza de la satisfacción, encuentra su forma el reflejo de la soledad."
Cariños desde Chile.

Eugenia dijo...

Hola Francisco, quería felicitarte por tu artículo, me resulto interesantísimo.
Creo que todos los amantes de la literatura,la música y todas las artes (y, los que como en mi caso, intentamos convertirnos en artistas) nos sumergimos en otras dimensiones, viajamos a otros mundos leyendo un libro o escuchando una pieza musical...y cuando regresamos a la vida cotidiana miramos alrededor nuestro y nos sentimos muchas veces aislados por no poder compartir esas vivencias, aunque eso no quiere decir que seamos antisociales, al contrario. Tal vez nos sentimos incompletos ante el otro, que difícilmente comprenda que disfrutamos y nos conmovemos ante un conjunto de palabras, sonidos o imágenes. Esto quizá se deba a que uno aprendió a decodificar lenguajes y códigos y puede ver más allá: eso genera una complicidad con el autor, y permite que uno se identifique y se conmueva con una obra, que pueda realmente vivenciarla, mientras que el otro sólo se queda en la superficie.
Quizá por esto uno siente la necesidad de regresar una y otra vez a la lectura y audición de obras de arte...no lo sé. En mi caso sólo sé que es necesario, que es parte de mi esencia.
Me encantó también que mencionaras el tema del conflicto en la niñez...me identifiqué mucho con lo que escribiste.
Quisiera escribir muchas otras cosas, pero no quiero hacer un comentario interminable.

Saludos.

Francisco Sianes dijo...

Elena,

Hay quien junta palabras con la pretensión de que alguien se arrodille ante ellas. Nunca negaré lo tentador (lo perturbadoramente tentador) de semejantes genuflexiones (tan perturbadoramente extrapolables, por otra parte); pero uno se acerca ya a la treintena y se encuentra emborronando líneas que querrían ser el comienzo de un incesante diálogo (o un tímido e imperfecto homenaje).

Un beso.

***

Querido Sandmann,

Uno sabe que está envejeciendo cuando se descubre combatiendo con las manías y las esperanzas de su hermano.

Se lo advierto: mantenga alejado de mí ese (delicioso) plato de lentejas...

Abrazos cariñosos (y algo inquietos).

***

Eugenia,

Felices los que, como tú, disfrutáis de la diaria intimidad de aquello que tu compatriota definía como la más dócil de las formas del tiempo.

Los lectores formamos devotas comunidades secretas. Sin embargo, rara vez somos conscientes de nuestra subterránea hermandad. No hay mayor alegría que la constatación de que algo que uno ha escrito mueve a otro a responderle. Puedes ser todo lo interminable que desees.

Un saludo cómplice y bienvenida.

Elena dijo...

Creo recordar que tú y yo tenemos varios diálogos abiertos. Allí te sigo esperando.

Un beso.