Tiene alma de psicólogo quien te convierte en un conjunto de síntomas. Tiene alma de puta quien te convierte en un conjunto de dólares. Tiene alma de poeta quien te convierte en un conjunto de metáforas.
Dime en qué conjunto me conviertes y te diré qué eres.
Reflexiona Elena en su blog sobre la escritura colaborativa, también denominada hiperficción constructiva: "los textos narrativos redactados mediante la colaboración de varios autores".
Y yo pienso: ¿qué son, en suma, nuestra historia personal y la otra historia que exige las fatuas mayúsculas sino hiperficciones constructivas? ¿Son los imperios, nuestros amoríos, nuestras conquistas (aquí un pueblo vencido; allá rendidas doncellas), la onerosa antología de nuestros fracasos y desdichas algo distinto de nuestras ficciones; es la existencia íntima y social de cada hombre algo más que hebras de un tapiz que sin cesar tejemos y que tejen por nosotros (a la espera de ser destejidos cuando cae, Penélope, la noche)?
Decía Stephen Dedalus que "la Historia es la pesadilla de la que nunca despertamos"; Próspero, que "estamos hechos de la materia de los sueños y nuestra breve vida cierra su círculo con otro sueño". Dos personajes de ficción que nos dan lecciones de realidad. Todos escribimos nuestra vida y la de los demás y también somos escritos por los otros. ¿Quién es entonces el autor, quién el intérprete y quién el público? Lo que de verdad importa es no empuñar las hebras del dolor. Construir y ser construidos junto a quien no nos inspira y a quien no inspiramos miedo. (If I can stop one Heart from breaking / I shall not live in vain.)
Él aprendió a mostrarse invulnerable. Sabe también que, desde entonces, puede engendrar admiración, mas nunca verdadero amor. Tan sólo amamos en verdad (de ahí la culpabilidad, la desazón y la melancolía íntima que escoltan al latido enamorado) a aquel a quien podemos hacer daño. De ahí también que sólo amemos arrebatadoramente cuando nos hemos presagiado (lengua que hiende, mano, respuesta que no llega, mirada que desprecia y que desgarra) haciendo daño.
Una amiga -plusmarquista mundial de siesta- se despierta a las 20.06 y me escribe para preguntarme: Pero ¿es que tienen todas las cosas un nombre?
No. No todas las cosas tienen nombre. Pero todos los nombres tienen cosas. Por eso es tan apasionante, peligroso y -en suma- comprometido formularlos, apropiárselos, responsabilizarse de ellos.
Quizá fue en el supermercado, en un ascensor, o desde la casa -inermes las paredes- de un vecino cuando volvió a asaltarme la Oda a la Alegría de Beethoven (hoy la música es el bajo continuo, el líquido amniótico que rodea nuestra existencia: hogar sin ventanas; Nietzsche estaría satisfecho). Escribo asaltar con plena conciencia: la de Beethoven es una alegría con mayúsculas, una alegría que -lo dijo Kundera o tal vez lo invento- "nos obliga a cuadrarnos", que nos aplasta bajo el peso de sutrascendencia (abrazaos millones). No el arrebato ni el embeleso ni la euforia ni el regocijo íntimo: un sí premeditado -apretadas las mandíbulas-, rayano en el deber; el triunfo de la voluntad, no el éxtasis.
... curioso eso de equiparar el pasado sin terminar con imperfecto y el terminado = perfecto... debe ser que cuando se termina algo del todo es porque alcanzó la perfección, digo yo. si es necesario corrígeme...
Amiga: yo prefiero "corregir" por placer que por necesidad. En este caso, sin embargo, voy a limitarme a recordar lo que ya escribí al respecto en otra ocasión: Era, fue
Hoy comprendes que sólo en la alambrada que te desgarra de un futuro ya imposible (cómo retrocede inabrogablemente hacia al pasado sin que vayas a abrazarlo más en el presente), cuelga el espejo que te refleja conformado por lo ya vivido, por aquello que, sólo una vez concluso, adquiere su perfil cerrado, su contorno al fin visible e intratable.
Hay tardes enteras que ha pasado hojeando -sin apenas leer, por el entrañable placer de acariciarlos, olerlos, tenerlos cerca- los manoseados volúmenes de sus estanterías. Rara es la semana que ha dejado pasar sin escribir a mano una carta a un antiguo maestro, al que un día temió y hoy aprecia. Alguna vez, algún vecino curioso podría descubrirlo en ensimismada contemplación tras la ventana; podría acaso pensar que alguna melancolía lo aturde o acosa: él sólo escucha una música lejana o el calmado discurrir de sus ritmos interiores. Nunca un café se alargó como aquel que compartía con ella las soleadas e infinitas mañanas de domingo, a la sombra del árbol que plantara su abuelo. Nadie encontrará con más facilidad una excusa para interrumpir sus paseos por la playa en penumbra, tal como los interrumpía con ella, ahora que ella le falta. Jamás un latido ha durado tanto. Sin duda, observadores imparciales que nada saben ni quieren saber de él dictaminarían, con justicia, que ha perdido el tiempo. Él, si tuviera el valor de contestar, sin exigirles comprensión y con no menos justicia, sostendría que ha ganado una vida.