Sería injusto atribuir al tedio o al cinismo antropológico mi calmada disección de aquellas agitaciones. Inevitablemente, veía yo en cada uno de aquellos viajeros (y qué persona no es un ser en permanente viaje) un perfil tullido por sus limitaciones, ensombrecido por sus miserias. Tenía ante mí a la humanidad desnuda. Y, aunque uno deseó encontrarse siempre así con media especie, aprendió también que es preferible hallarse con ciertas verdades bajo sus ropajes.
No era, pues, ni menosprecio ni sarcasmo lo que yo sentía ante los demás viajeros; pero tampoco era curiosidad. Era más bien una desazonada compasión, un reconocimiento estremecido y, acaso, culpable. Al principio, bajo nuestra mirada intacta y aún no fatigada, miramos a los otros como a través de una ventana; un nuevo mundo (incierto, temido, deseado) nos solicita en cada ser humano. Pasado el tiempo, esas ventanas acaban degradándose en espejos; nos vemos en los otros y en ellos nos reconocemos. Yo no encontraba novedad alguna ni sorpresa en mis compañeros de viaje, tan sólo conseguía verme reflejado en ellos, como multiplicado en las esquirlas hirientes (tanto laceran al posar los ojos) de un espejo roto. Contempladas a la distancia exacta, todas las cosas nos revelan su secreta urdimbre, la cartografía exacta de su alma. También ocurre así con cada hombre. En cada uno de aquellos viajeros adivinaba yo la trayectoria de sus vidas. Era capaz de proyectar ante mis ojos el resto del camino que andaban recorriendo; podía completar el círculo (aún incompleto su dibujo) que iban trazando en el decurso de sus días. Y, al mismo tiempo, sentía que mi jornada no era menos previsible; sólo que no podía o no quería (probablemente no quería) aplicarme esa mirada despiadada.
Nadie salió jamás ni saldrá nunca de su deriva inexorable -meditaba entonces-, ni puede nadie desviar el rumbo al que nos arrojaron desde nuestro no elegido origen (el gesto más humano e instintivo: el de los ojos y el silencio solidarios con los que acompañamos a la estrella que, fugaz, se lanza en trayectoria inabrogable, atravesando el horizonte oscuro. El gesto en el que comprendemos que uno y lo mismo es el que mira y lo mirado). Nadie se dirigía hacia un idéntico destino en aquel viaje, aunque fuéramos todos a una ciudad que respondía al mismo nombre. Cada camino que emprendemos nos conduce a Roma, hacia una Roma que nos aguarda en solitario y que desaparece en nuestro fuego. A bordo de este bus -seguía meditando-, a bordo de lo que fatalmente soy, también yo me dirijo hacia aquella Roma que me espera en lontananza, que fue erigida sólo para mí (tibia como mi carne) y sabe a mi ceniza.
No era, pues, ni menosprecio ni sarcasmo lo que yo sentía ante los demás viajeros; pero tampoco era curiosidad. Era más bien una desazonada compasión, un reconocimiento estremecido y, acaso, culpable. Al principio, bajo nuestra mirada intacta y aún no fatigada, miramos a los otros como a través de una ventana; un nuevo mundo (incierto, temido, deseado) nos solicita en cada ser humano. Pasado el tiempo, esas ventanas acaban degradándose en espejos; nos vemos en los otros y en ellos nos reconocemos. Yo no encontraba novedad alguna ni sorpresa en mis compañeros de viaje, tan sólo conseguía verme reflejado en ellos, como multiplicado en las esquirlas hirientes (tanto laceran al posar los ojos) de un espejo roto. Contempladas a la distancia exacta, todas las cosas nos revelan su secreta urdimbre, la cartografía exacta de su alma. También ocurre así con cada hombre. En cada uno de aquellos viajeros adivinaba yo la trayectoria de sus vidas. Era capaz de proyectar ante mis ojos el resto del camino que andaban recorriendo; podía completar el círculo (aún incompleto su dibujo) que iban trazando en el decurso de sus días. Y, al mismo tiempo, sentía que mi jornada no era menos previsible; sólo que no podía o no quería (probablemente no quería) aplicarme esa mirada despiadada.
Nadie salió jamás ni saldrá nunca de su deriva inexorable -meditaba entonces-, ni puede nadie desviar el rumbo al que nos arrojaron desde nuestro no elegido origen (el gesto más humano e instintivo: el de los ojos y el silencio solidarios con los que acompañamos a la estrella que, fugaz, se lanza en trayectoria inabrogable, atravesando el horizonte oscuro. El gesto en el que comprendemos que uno y lo mismo es el que mira y lo mirado). Nadie se dirigía hacia un idéntico destino en aquel viaje, aunque fuéramos todos a una ciudad que respondía al mismo nombre. Cada camino que emprendemos nos conduce a Roma, hacia una Roma que nos aguarda en solitario y que desaparece en nuestro fuego. A bordo de este bus -seguía meditando-, a bordo de lo que fatalmente soy, también yo me dirijo hacia aquella Roma que me espera en lontananza, que fue erigida sólo para mí (tibia como mi carne) y sabe a mi ceniza.
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