Ante las miserias de la especie, ante su fatalidad probada, Terencio dictamina: Hombre soy y nada humano estimo ajeno. Frase que instituye una seguridad jactanciosa sobre la previsibilidad de los caminos de la especie. En su dictum, Terencio condensa el escepticismo clásico: una cosmovisión -la grecolatina- que nos des-engaña, pero que nos des-ilusiona. Nihil novum sub sole. Ante él, ante los griegos congregados en Corinto, Pablo -espíritu profético- erige su apología del porvenir: Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum (I, Corintios, XIII, 12) Vemos ahora en un espejo, en la oscuridad; pero veremos luego cara a cara. Ahora conozco sólo en parte; pero conoceré luego como soy conocido. Si las palabras del griego son burlonamente aquiescentes con los hechos, las del judío -temple utópico- se rebelan contra la tiranía de lo dado. No es, sin embargo, una disconformidad rencorosa e impotente. Pablo impugna lo que el hombre es a la luz de lo que puede ser. La ironía se vuelve profecía. Como Borges, dice misterio donde otros sólo dicen costumbre.
Para Leon Bloy: La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculum in aenigmate sería una claraboya para sumergirse en el Abismo verdadero, que es el alma del hombre.
El pensamiento platónico y parmenídeo teme el caos y el azar: es un notario de eternidades. Pero el momento de la absoluta seguridad es también el de la completa quietud o la completa inercia; la claridad fulminante, el germen de la ceguera ante lo imprevisible. Cuando olfateamos lo que sobreviene como un cadáver que huele a pasado, cada presente acaba confinado en el exilio de lo no vivido. Echamos la llave a las puertas del campo.
Sigue Bloy: No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.
Antes que un gestor racional de hechos y desechos consumados, el ser humano es una buena nueva que espera cumplimiento. Así lo entiende Hannah Arendt: Reconocer nuestra humanidad nos proporciona algo más que una carga -la necesidad de comprender nuestros actos-, nos proporciona también un legado. Qué tentador es renunciar a esa herencia promisoria. ¿Cómo ser fiel cuando la carga es tan pesada? ¿Cómo guardar lealtad cuando los alaridos ensordecen las promesas, cuando la tempestad y la marea oscura ahogan al espíritu que busca e interpela?
Se encuentra en la misma naturaleza de las cosas el que cada acto, una vez que aparece y queda registrado en la historia de la humanidad, permanezca en la raza humana como algo potencial mucho después de que se haya convertido en algo perteneciente al pasado... Una vez que un crimen especifico surge por primera vez, su reaparición es más probable de lo que podía haber sido su emergencia inicial.
La sangre es nuestro lenguaje. En el juicio del hombre contra el hombre, tenemos a la historia por testigo. ¿Somos algo más que un crimen latente, una recurrencia asesina? Basta mirar en torno. No todo porvenir está manoseado. Pero, ¿cómo se activa esa cuenta de posibles que es el hombre? Con el ejemplo. Igual que sucede con el crimen, también la reaparición del gesto noble es más probable después de que por vez primera haya comparecido. La esperanza de Pablo en la perfectibilidad de cada ser humano se sustenta en el impulso a la emulación de aquel al que admiramos.
Según Peter Sloterdijk: En el núcleo de una antropología noble, encontramos una disciplina filológica que, para el intelecto vulgar, es ipso facto inconcebible: la lingüística del entusiasmo. Partiendo de la tesis de que el hombre es el animal que se predice, esta lingüística trata de actos verbales con los que los hombres anuncian hombres venideros. (...) Los hombres anuncian a otros hombres en cuanto hablan -también en los más eminentes tonos- de las posibilidades humanas. Es la lengua como melos, mitos y logos en la que los hombres invitan a sus semejantes a convertirse en hombres. Quien corresponde a la invitación del discurso sobre las más eminentes posibilidades humanas va a parar al centro del proceso de humanización. Al penetrarse de la importancia de tales discursos, los individuos experimentan el impulso no sólo de ser oyentes de la palabra, sino también de convertirse en sus autores. Desde siempre fue la humanización un suceso en el que predicadores eminentes proponían a sus semejantes modelos de humanidad, historias ejemplares de los antepasados, los héroes, los santos, los artistas. A esa fuerza demiúrgica de la lengua la llamo la promesa. (...) El hombre tiene que ser prometido al hombre antes de someter a prueba, en sí mismo, lo que puede ser.
La emulación entusiasta nos proscribe abusar de la naturaleza humana como justificación de la tiniebla íntima: supone sentir, con Camus, que hay en el hombre más cosas admirables que merecedoras de desprecio. Gracias al ejemplo de la persona amada, accedemos a nuestras potencialidades más nobles (se equivocaba Wilde y acertaba Éluard: a cada uno nos construye lo que amamos; el amor es el hombre que se sabe inacabado). La mimesis admirada es la revuelta radical del ser humano, aquella que alzamos (Kundera): "contra la condición humana que no hemos elegido".
Para Leon Bloy: La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculum in aenigmate sería una claraboya para sumergirse en el Abismo verdadero, que es el alma del hombre.
El pensamiento platónico y parmenídeo teme el caos y el azar: es un notario de eternidades. Pero el momento de la absoluta seguridad es también el de la completa quietud o la completa inercia; la claridad fulminante, el germen de la ceguera ante lo imprevisible. Cuando olfateamos lo que sobreviene como un cadáver que huele a pasado, cada presente acaba confinado en el exilio de lo no vivido. Echamos la llave a las puertas del campo.
Sigue Bloy: No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.
Antes que un gestor racional de hechos y desechos consumados, el ser humano es una buena nueva que espera cumplimiento. Así lo entiende Hannah Arendt: Reconocer nuestra humanidad nos proporciona algo más que una carga -la necesidad de comprender nuestros actos-, nos proporciona también un legado. Qué tentador es renunciar a esa herencia promisoria. ¿Cómo ser fiel cuando la carga es tan pesada? ¿Cómo guardar lealtad cuando los alaridos ensordecen las promesas, cuando la tempestad y la marea oscura ahogan al espíritu que busca e interpela?
Se encuentra en la misma naturaleza de las cosas el que cada acto, una vez que aparece y queda registrado en la historia de la humanidad, permanezca en la raza humana como algo potencial mucho después de que se haya convertido en algo perteneciente al pasado... Una vez que un crimen especifico surge por primera vez, su reaparición es más probable de lo que podía haber sido su emergencia inicial.
La sangre es nuestro lenguaje. En el juicio del hombre contra el hombre, tenemos a la historia por testigo. ¿Somos algo más que un crimen latente, una recurrencia asesina? Basta mirar en torno. No todo porvenir está manoseado. Pero, ¿cómo se activa esa cuenta de posibles que es el hombre? Con el ejemplo. Igual que sucede con el crimen, también la reaparición del gesto noble es más probable después de que por vez primera haya comparecido. La esperanza de Pablo en la perfectibilidad de cada ser humano se sustenta en el impulso a la emulación de aquel al que admiramos.
Según Peter Sloterdijk: En el núcleo de una antropología noble, encontramos una disciplina filológica que, para el intelecto vulgar, es ipso facto inconcebible: la lingüística del entusiasmo. Partiendo de la tesis de que el hombre es el animal que se predice, esta lingüística trata de actos verbales con los que los hombres anuncian hombres venideros. (...) Los hombres anuncian a otros hombres en cuanto hablan -también en los más eminentes tonos- de las posibilidades humanas. Es la lengua como melos, mitos y logos en la que los hombres invitan a sus semejantes a convertirse en hombres. Quien corresponde a la invitación del discurso sobre las más eminentes posibilidades humanas va a parar al centro del proceso de humanización. Al penetrarse de la importancia de tales discursos, los individuos experimentan el impulso no sólo de ser oyentes de la palabra, sino también de convertirse en sus autores. Desde siempre fue la humanización un suceso en el que predicadores eminentes proponían a sus semejantes modelos de humanidad, historias ejemplares de los antepasados, los héroes, los santos, los artistas. A esa fuerza demiúrgica de la lengua la llamo la promesa. (...) El hombre tiene que ser prometido al hombre antes de someter a prueba, en sí mismo, lo que puede ser.
La emulación entusiasta nos proscribe abusar de la naturaleza humana como justificación de la tiniebla íntima: supone sentir, con Camus, que hay en el hombre más cosas admirables que merecedoras de desprecio. Gracias al ejemplo de la persona amada, accedemos a nuestras potencialidades más nobles (se equivocaba Wilde y acertaba Éluard: a cada uno nos construye lo que amamos; el amor es el hombre que se sabe inacabado). La mimesis admirada es la revuelta radical del ser humano, aquella que alzamos (Kundera): "contra la condición humana que no hemos elegido".
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