Arthur Rimbaud. Una temporada en el infierno.
A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva al futuro.
René Char. Hojas de hipnos.
Variaciones y fuga de Francisco Sianes
En Hannover me alojé una vez en una habitación cuya ventana daba a una calle estrecha que servía de enlace entre dos grandes. Era muy divertido ver cómo la gente cambiaba de cara al llegar a esa callejuela, en la que se creía menos observada; uno orinaba allí al lado, otro se ataba las medias un poco más allá, éste se reía a solas, mientras que aquél meneaba la cabeza. Las jovencitas sonreían pensando en la noche anterior y se acomodaban las cintas para hacer nuevas conquistas en la próxima gran calle.
No estudiaba las plantas, le gustaban las flores. Respetaba mucho a los sabios, respetaba aun más a los ignorantes; y, sin faltar a ninguno de estos dos respetos, regaba sus platabandas todas las noches de verano con una regadera de hojalata pintada de verde.
Hubo épocas y ciudades, sin embargo, en las que el tiempo se escondió ladinamente. Los funcionarios se arremangaban con lentitud o retorcían la guía de su bigote los hombres de guerra, antes de emprender una tarea despaciosa, atenta y simultáneamente ensoñada, en vastísimos territorios, en gigantescas administraciones. El artesano colocaba con escrúpulo el instrumental sobre la mesa, se recogía y meditaba antes de mojar el pincel o aguzar el buril. Las manos del funcionario chino se movían con la majestad del sol, dibujaban filigranas, tenían toda la vida por delante. Hasta hace pocos años, el último vestigio de la época señorial todavía habitaba en unos cuantos cuerpos profesionales. Algún cirujano había que extendía la palma de la mano como un oficiante bizantino, algún zapatero he visto manejando su lezna como el acuarelista japonés sus cañas cortadas; habla Baroja, no recuerdo dónde, de un pequeño armador que construía una sola embarcación cada decenio, con la paciencia, sagacidad y orgullo de un alfarero helénico; recuerdo el gesto inimitable, papal, con que un barquillero de Alicante entregaba sus mercancías a unos niños convertidos por su arte en comulgantes de catacumba.
Entre los que conozco, el ejemplo más representativo de esto último es una chica que dedica el espacio del lema a informar a sus contactos de todo lo que a lo largo de los días hace:
En la duchaPaseando a Tono (es de suponer que se trata de su mascota)
Trabajando
Me voy al cine
¡En el otorrino! (un misterio el sentido de los signos de admiración)
Con Nacho (presumiblemente, su novio: en este caso siempre añade un corazón e inverosímiles cantidades de rosas)
En los últimos tiempos, he asistido a su boda y su embarazo. Todo comenzó con una cuenta atrás:
321 días para la boda
No relataré mi aprensión ante esa serie que encontraba diariamente decrecida. Como el preso que traza en la pared de su celda los días que le restan para volver a la luz, quien así descuenta vive la espera como tiempo inútil, como trámite: fastidioso paréntesis a cuyo cierre volveremos al épico relato de la vida que cuenta. Cuesta creerlo; pero, en un momento de estupefacción, pude llegar a leer:
Noche de boda
No mucho después (hay que reconocerle a Nacho su puntería):
¡Ya somos tres!
A lo que siguió una vertiginosa y pormenorizada relación de pataditas en el vientre, varices y antojos; por no hablar de un book de ecografías del feto y una serie de impúdicas especificaciones prenatales que me revolvían el estómago. Ante el inminente nacimiento del bebé, me he visto obligado a eliminarla de mi lista de contactos.
Asombra la naturalidad con que esta chica ha convertido su vida en escaparate o ready-made de su propia intimidad, la soltura con que ha hecho real el viejo sueño surrealista de los hogares de cristal, donde lo público y lo privado se confunden y se disuelven.
Frente a esto: la conmoción de los apocalípticos.
Algunos agitan proclamas que han sido escritas en el agua desde el principio de los tiempos:
Vales por lo que eres, no por lo que representas
Otros rumian un minucioso rencor que inspira a un tiempo conmiseración y suspicacia:
¡Entra en www.blocko.com para saber quién te tiene bloqueado!
Candor y rabia que no son sino muecas desesperadas ante lo inevitable: pintadas desleídas y autocompasivas en los muros de la inexpugnable fortaleza de lo fáctico.
Pero quiero acabar hablándoles de Mario Torres. Ése será su nombre y ése será su nick. Lo conocí en un foro de música clásica donde compartía sus enciclopédicos conocimientos operísticos y lucía -la frase es de Walpole- un sentido común que llegaba a lo genial. Pese a nuestra considerable diferencia de edad y temperamento, simpatizamos e intercambiamos nuestras direcciones de correo; y, durante varios meses, mantuvimos una frecuente correspondencia sobre asuntos musicales donde toda confesión personal fue tácitamente excluida.
Una tarde, recibí una invitación de contacto en el Messenger. Para mi sorpresa, se trataba de Mario. Había descubierto el programa y le había parecido oportuno agregarme a su cuenta. Nada me resultaba más incongruente que imaginar a mi amigo chateando. Su ventana mostraba la foto predefinida e inquietante de un amarillo patito de goma con el pico intensamente rojo (en suma: un patito psicópata y bujarrón) que, por contraste, arrojaba una sombra involuntariamente cómica a su escrupulosidad ortográfica: Mario escribía comenzando todas sus frases con mayúsculas y rematándolas sistemáticamente con un punto final.
Más chocante aun me resultó constatar que, casi cada vez que abría mi Messenger, encontraba conectado a mi amigo. A veces hablaba con él; aunque no mucho tiempo: lo notaba ocupado, apresurado y nervioso (sus mayúsculas iniciales, sus puntos finales y el pato de goma habían desaparecido) y no deseaba incomodarlo. Esta desconcertante situación se alargó un par de meses, durante los que dejé de recibir su habitual correspondencia.
Un sábado, ya de madrugada, volví a casa de la fiesta de cumpleaños de una amiga. En esos días esperaba con impaciencia un correo y abrí el Messenger. El correo no había llegado; pero ahí estaba Mario. La sorpresa pudo más que la discreción:
"Pero, ¿qué hace usted aquí a estas horas?"
Tardó unos minutos en responderme. Durante la hora siguiente, me contó su historia. Jamás habíamos hablado -lo he dicho- de temas personales. Quizá por eso, o quizá por la olímpica imagen que de él tenía, su confesión me impactó tanto. Antes del verano, había conocido en un blog a una chica chilena, fotógrafa y casi treinta años más joven que él. Los pormenores de su relación (el desconcierto y deslumbramiento inicial, las interminables conversaciones nocturnas frente a la pantalla, los intercambios de fotos, la nota desafinada de las primeras excusas, las laberínticas justificaciones de la ausencia y el silencio ajeno) son -estoy seguro- conocidos por todos.
"Al principio, hablábamos a diario durante horas. Últimamente, apenas una o dos veces a la semana y siempre con prisas. Ahora parece estar siempre agobiada por asuntos impostergables. Paso horas ante el ordenador esperando que aparezca. No sé qué hacer. No le he pedido su número de teléfono por temor a una negativa. He pensado en borrarla de mi cuenta o bloquearla, por si mi ausencia la mueve a ponerse en contacto conmigo. Pero no me atrevo. Me he enamorado, Francisco."
Después de esa noche y durante semanas, como si yo mismo me sintiera responsable de la suerte de mi amigo, entraba siempre con el temor de verlo conectado. No fue así. Como un vencejo velocísimo que hubiera emigrado al reino de las sombras, su cuenta aparecía desconectada con la irrevocabilidad de un epitafio.
Hace una semana, mientras preparaba las primeras clases del curso, apareció un aviso en la pantalla de mi ordenador. Acababa de recibir un correo de Mario Torres. En él me hablaba, con su antigua sensatez y sensibilidad, de la riqueza estructural de El arte de la fuga y de la desgarradora garganta con que Kathleen Ferrier interpretó La canción de la tierra poco antes de morir.
Nunca le confesaré la emoción con la que he vuelto a leer sus palabras.
Vivo en un lugar apartado: fuera de mi trabajo, no trato con nadie. Pueden pasar semanas hasta volver a encontrarme con la gente que quiero. Así que, en los momentos en que no me apetece otra cosa y el tiempo parece avanzar con fofa lentitud, me preparo un café y abro Internet. Hace unos años, descubrí el programa Messenger. Como tantos, tengo una cuenta formal y otra frívola. Al principio, daba mi dirección frívola casi indiscriminadamente: hombres o mujeres, jóvenes, viejos, compatriotas, extranjeros. Me daba igual. Soy muy curioso y me intriga saber de qué y cómo habla la gente. A lo largo de estos años, he conversado con cientos de personas. A menudo, las conversaciones no han durado más de un par de minutos; en algunos (muy pocos) casos, las conversaciones empezaron hace años y aún no han cesado.
El Messenger ha hecho posible algunos de los más viejos sueños del hombre. Uno de ellos: ser invisible cuando lo deseamos. Podemos elegir quién puede vernos conectados y quién no. Otro: deshacernos de los demás cuando molestan. Basta presionar un botón para eliminar a un contacto que se ha vuelto indeseable, como si su presencia en nuestras vidas no hubiera sido más que un lejano repique de campanas que no estamos seguros de haber oído o imaginado.
Como toda invención humana, el Messenger es un espejo que refleja nuestros deseos y nuestras carencias. En él tenemos a nuestra disposición -o así nos engañamos- una cantidad ilimitada de contactos (en el mundo virtual, ya no se habla de relaciones sino de contactos: como cuando tropiezas con un desconocido por la acera o en el supermercado). Y sin embargo, en virtud de ese mecanismo que nos hace desviar fatalmente la mirada desde cualquier punto del horizonte hasta nuestro propio ombligo, hemos convertido un espacio creado para hablar con los otros en un medio para hablar a los otros y exhibirnos ante ellos. En él, uno tiene la sensación de entrar en una plaza llena de "artistas del hambre": muchedumbres hambrientas de atención donde unos se ensordecen a otros con sus ansiosos y excluyentes kikirikís. Ante este panorama, algunos han emigrado de los chats y los foros a los blogs personales: un aplazamiento del problema; pero no una solución, porque solución no tiene (a nadie se le escapa que una comunidad conformada por individuos obsesionados por recibir atención y desinteresados por ofrecerla tiene un problemático pasado, un conflictivo presente y ningún futuro).
Ajeno a las contradicciones de sus usuarios, los programadores de Messenger nos han ofrecido un recurso más para captar miradas y robar unos segundos ajenos: no hablo de la posibilidad de mostrar fotos personales o de mostrarnos por la webcam (en el mundo de la dictadura de la imagen, el Messenger es el único espacio de comunicación no diferida donde la palabra aún es más importante que la imagen; al menos hasta que la imagen hace por primera vez su aparición con el deslumbramiento de una Venus que se yergue desnuda y desdeñosa sobre la espuma), sino de ese espacio junto a nuestro nick que nos permite dejar una firma, una huella: un lema con el que presentarnos ante los demás y que nos permita -o eso deseamos- vendimiar sus ojos.
He estado leyendo los lemas de mis contactos. "Entiende tu barrio y entenderás el mundo", decía mi abuelo. Así que voy a contarles lo que en mi barrio se dice.
Hay quienes te comunican algún acontecimiento cotidiano y (más o menos) relevante:
Al fin he encontrado piso (el problema es, advertiría yo, poder pagarlo...).
A un mes de la gran boda (ignoro si acabó celebrándose el feliz acontecimiento; la firmante lleva meses con el mismo lema. Hubo plantón o me tiene bloqueado).
Comienzan mis vacaciones en un par de horas (que deja traslucir una inconcebible cantidad de ansiedad y estrés)
Fina, me han llamado la atención los toalleros, pero no los necesito (confidencia sin duda interesante para Fina, pero irrelevante para el resto: bastaba una llamada).
Pero este último comentario me da pie a trascribir aquellos lemas que podríamos incluir en la categoría de "Lemas con destinatario falsamente particular" (algo así como cuando alguien procura -raro- alabarte o -más común- injuriarte en público por un asunto privado).
Enérgicos e individualistas: No quiero ser como tú ni como nadie
Despechados: Tú te lo pierdes...
Tanáticos: Santi, me muero por ti
Pintorescos y desordenados: Me das más miedo tú que las tormentas... ay mamita... yo a ti te como
Ambiguos: Te quiero, chiqui (imposible determinar si el destinatario es hombre o mujer; firma además, andróginamente, un o una tal Gordi. Espeluzna imaginar sus conversaciones...)
Apodícticos: Marta, eres una PUTA
Los hay que se cuidan de transmitir su adhesión o animadversión visceral y casi siempre sangrienta por entidades más o menos abstractas y metafísicas:
Sevillista hasta la muerte.Chicharrera hasta la muerte
(Constato una inquietante querencia por la muerte entre mis "contactos")
Ole mi Betis bueno (de reconfortante ingenuidad; firma mi joven primo)
ZP traidor. Viva España ("La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra", dice Ferlosio)
Rajoy, confiamos en ti (animoso y electoralista: mi Messenger convertido en mitin)
Otros manifiestan sus tribulaciones y delirios eludiendo toda referencia externa, ensimismados en su yoidad dolorida y superfetatoria:
Toy muy triste.Muy apreciados son los lemas líricos y aforísticos. Verbigracia:Vaya mierda...
Soy el amo
Qué malita estoy y qué poco me quejo.
Miau
Para hacerme feliz, hay que estar muy loco... por mí (de un escandaloso solipsismo)
Tengo abiertos todos mis chakras (sin comentarios)
No estoy dormida: sólo sueño despierta.En esta variante sentenciosa, cabe destacar también:Con el paso de los años, nada es como yo soñé.
Si tienes un sueño... haz de tu vida un sueño, y de tu sueño una vida
Me dormí para olvidarte, pero olvidé que tú eras mi sueño
(Como se ve, el topos del sueño es una variante calderoniana y conceptista que arrasa. Uno podría concluir que los españoles se debaten ininterrumpidamente entre las tentaciones de dormir y matar o morir. No obstante, hay quien se toma la cuestión con espíritu falsamente aprensivo, prosaico y siestero, tal como se puede apreciar en lo que sigue)
Imagina la vida sin tu cama
Si revelas tus secretos al viento, no le eches la culpa al viento por revelárselos a los árboles
La felicidad es un espejo que no tiene nada que reflejar (¿banal o iluminado?)
Ser fiel a uno mismo no implica pensar sólo en sí mismo (me aplico el cuento)
Si estás triste sonríe, llorar es demasiado fácil (voluntarista y estoico)
Antes de la vejez, procuré vivir bien; en la vejez, procuro morir bien (de un pragmatismo que asusta)
La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades. Aristóteles (384 AC-322 AC) Filósofo griego (lo espeluznante no es tanto la frase en sí, como el hecho de que sea necesario aclarar quién es Aristóteles)
Claro que hay quien se toma el asunto con guasa:
Hasta aquí el inventario.Cuando sientas que el mundo se te viene encima, ábrete de piernas
Tonto el que lo lea (que uno creía extingido tras la generalización del alfabetismo)
Espacio para comentarios pedantes que hagan parecer al que firma más listo de lo que en realidad es (autorrefencial y concluyente)
Allí donde hay una amplia comunidad de personas cuya única ocupación consiste en hallar entretenimiento, brotará inevitablemente la agudeza del intelecto, el refinamiento en los modos y el buen gusto en la conversación; y, con la misma seguridad, se descartarán el pensamiento profundo y la pasión seria.
La multitud de personas y cosas que, en tal caso, fuerzan sobre ellas la atención, así como la rapidez con que se suceden unas a otras antes de desaparecer, impiden que ninguna de ellas deje una impresión profunda ni duradera. Y la mente, que nunca ha tenido que emplearse en un método aplicado, y que desde hace mucho tiempo se ha habituado a esa vivaracha sucesión de objetos, al final termina por exigir la excitación que provoca el cambio permanente; de tal modo que encontrar una multiplicidad de amigos le parece tan indispensable como tener una multiplicidad de diversiones. Así, las características de esta amplia sociedad se reducen casi forzosamente al ingenio y la crueldad, a la agudeza y la mofa perpetuas.
La misma impaciencia hacia la uniformidad y la misma pasión por la variedad que tanta gracia confieren a sus conversaciones -aquellas que evitan el tedio y las disputas pertinaces- les hacen incapaces de detenerse siquiera durante unos minutos en los sentimientos y las preocupaciones de un individuo; al mismo tiempo, su búsqueda constante de gratificaciones insignificantes y su débil miedo hacia las sensaciones molestas les convierten en enemigos de la comprensión exacta y el pensamiento profundo.
Al mundo roto entré, tras las huellas fantasmas
del amor, y su voz -¿dónde sonó, terrible?-
ardió en desesperadas, elegidas imágenes
un instante en el viento sin que pudiese asirlas.
Me siento en un banco al pie del Sagrado Corazón, en Montmartre, para observar a los visitantes que ascienden penosamente la escalinata, resoplando con las manos en la cintura como morsas enloquecidas y exhaustas.
A mi lado, dos jóvenes norteamericanas pijas (vestidas con un estilo estudiado y vaquero -minifaldas y camisas repujadas, botas de piel-, maquilladas y peinadas de forma convencionalmente esmerada) comen pizza, beben cerveza y fuman Marlboro con voraz promiscuidad. Me parece estar asistiendo a la puesta en escena de un telefilme estudiantil. ¿Son sus vidas tan previsibles como aparentan? ¿Cómo es el relato que se cuentan a sí mismas mientras visitan la ciudad? ¿Qué historias contarán cuando vuelvan a casa? Me recuerdan algo: allá donde viajamos, llevamos nuestra cultura a cuestas. ¿Es más rico, más pertinente, más enriquecedor el propio relato que yo me cuento mientras escribo estas notas?
Se levantan y una de ellas se acerca a dos parisinos de mediana edad para que les tomen una foto. El más orondo coge la cámara con una sonrisita coqueta y las acecha hasta que se colocan al pie de la escalinata. Una de ellas le pide que espere: lleva un jersey en la cintura y no quiere que aparezca en la foto. Con pocos escrúpulos, lo lanza al suelo; luego anima a su compañera (que precisa de pocos estímulos) a adoptar una postura de pin-up; y finalmente, con un gracioso gesto de la mano que abarca la escalinata, la iglesia, el cielo, la propia espesura y la tonalidad de la tarde, le indica a su fotógrafo: "Every". Luego se acerca sonriendo para que le devuelva su cámara y se agacha para recoger el jersey, momento que el avispado fotógrafo aprovecha para buscar la perspectiva más abarcadora de su entrepierna; vuelve con su amiga, le dedica al encantado fotógrafo un "Thank you!" agudo y, como quien emprende una gesta imposible con generosidad de ánimo, comienza a subir la blanca escalinata. Los dos parisinos intercambian miraditas procaces y se quedan un rato mirándoles el culo. Ellas, previsiblemente, llegarán arriba agotadas.
Ya en la iglesia, un joven en camiseta de mangas cortas escucha la misa. Sus gestos, mezcla de misticismo y desvarío, contrastan con la quieta desesperación de una anciana que reza de rodillas a su espalda. Un sacerdote negro oficia, mientras el coro de monjas entona cantos de liturgia. Contemplo las estatuas iluminadas por la luz de las vidrieras: monjas inertes que transmiten una devoción no menos profunda que las que ahora cantan durante el oficio y que, para la medida del tiempo de la piedra, habrán muerto en un instante. Sólo quedará de ellas el símbolo petrificado de estas monjas que me miran, con sus ojos ciegos, desde un tiempo en el que ya no hay tiempo: el mismo del que me hablan las gargantas vivas que se apagan con el fin del canto. Todo es, a la vez, elocuente e inútil en este solemne templo. La monumentalidad intenta honrar y convocar una espiritualidad para la que basta un solo ser humano traspasado por la fe. Pienso en el joven y en la anciana que ahora -distintos, angustiados, repentinamente unidos al estrecharse la mano- se dan la paz.
Esa niña era una maravilla, estaba íntimamente convencido; pero no era grave, ya me había masturbado. Desde el punto de vista amoroso Véronique pertenecía, como todos nosotros, a una generación sacrificada. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna. Véronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos. En realidad, las sucesivas experiencias sexuales acumuladas en el curso de la adolescencia minan y destruyen con toda rapidez cualquier posibilidad de proyección novelesca; poco a poco, y de hecho bastante deprisa, se vuelve uno tan capaz de amar como una fregona vieja. Y desde ese momento uno lleva, claro, una vida de fregona; al envejecer se vuelve menos seductor, y por tanto amargado. Uno envidia a los jóvenes, y por tanto los odia. Este odio, condenado a ser inconfesable, se envenena y se vuelve cada vez más ardiente; luego se mitiga y se extingue, como se extingue todo. Y sólo quedan la amargura y el asco, la enfermedad y esperar la muerte.
en los que tu absoluta soledad, la sensación de vacuidad universal, el presentimiento de que tu vida se acerca a un desastre doloroso y definitivo, se conjugan para hundirte en un estado de verdadero sufrimiento. Y, sin embargo, todavía no tienes ganas de morir.