En Latina, un café del Boulevard Montmartre decorado con cuadros de motivos españoles y grandes espejos antiguos, reina una calma de hacienda colonial a resguardo del verano. En el techo, sobre una alambicada lámpara de negro fierro, un mapa del Brasil grabado en piedra. Bajo la lámpara, una enorme mesa rectangular y de madera flanqueada por once sillas decimonónicas que esperan. En torno, se extienden rincones de variado estilo con mesas y sillas armoniosamente desiguales. Los dos camareros negros -reposados, discretos, eficaces- trabajan, allá lejos. La música es un murmullo circunspecto que uno pronto deja de escuchar, pero incesante. En los baños, un banco de madera que parece haber sido arrastrado desde un parque, aquí varado. En él espero un rato, aunque no hay nada que esperar ni a nadie: sólo deseo sentarme a contemplar el lento discurrir del mundo y aprender quizá las lecciones de la calma.
Mientras recojo mis cosas, observo a una pareja sentada a mi espalda: ella ya mayor, desgastada pero implacable; el mucho más joven, sin duda desubicado y necio. Vigilo su forma de agarrarlo por las solapas y acercarlo, la laxa sumisión con la que él se deja besar. La ceremonia de la mantis. Salgo de allí sin mirar atrás. Su fin justifica mis miedos.
El cementerio de Montparnasse se convierte para mí tan sólo en un lugar sin prisas: paseo en sus espaciosas avenidas y entre tortuosas tumbas, pero no consigo penetrar en el enigma de los muertos -sentir que yacen y yacerán allí sus huesos hasta el instante en que prescriba el tiempo-, como he sido incapaz de sentir aquí en París la vida cotidiana que esconden las ventanas de los vivos. El zarpazo esquivo de un gato que huye entre los nichos me conduce a la tumba de Baudelaire. Sobre una sencilla lápida, hay pulseras, billetes de metro, cantos rodados, un fragmentario poema en español adolescente, restos de todas las cosas, pecios de sombra. Allí compartirá la eternidad el poeta solitario con Jacques y Caroline, a quienes la memoria humana ignora. Guiado por el instinto, encuentro también la tumba de Cortázar, tan cubierta de flores; parece que el cadáver del gigante Julio hubiera florecido. Mezclado entre las flores, un folio amarillo; dibujado en él, una rayuela, en el que una mano amiga trazó la vereda que enlaza tierra y cielo. Busco a Samuel Beckett; pero me desoriento pronto. Deambulo entre tumbas anónimas y pienso que es mejor dejarlo así, dejar al fin al muerto reposar en el anonimato que acaso deseó para sus restos. Cuesta tanto distinguir a un muerto de otro muerto y para qué. Tan imprecisos son los límites del polvo.
Y escucho entonces un lejano llamado, el silbato agudo del guardián del cementerio, que palpita entre las tumbas para recordarnos que llegó la hora. Los visitantes últimos se incorporan, gota a gota, a la avenida donde al fondo el vigilante espera. Y salimos uno a uno silenciosos y el guardián, que ignora por igual a quienes salen y a quienes se quedaron, cierra la cancela tras de mí para volver al fin semejantes y hermanos, bajo un sol que ya se pone, a los vivos y a los muertos.
Atravieso los campos Elíseos y el ocaso hasta el Arco del Triunfo. Aquí debajo, el suelo está cubierto con las placas que honran a los muertos: su sangre fue vertida en Austerlitz, también en las batallas contra Prusia, no poca derramada en la Gran Guerra, también en la Segunda y en Argel. Y aquí los nombres de los que murieron: yo fui Marcel Dupon, yo me llamé François Marchais, a mí me conocieron como Jean Giscard, mi padre me llamó -como él- Charles Dyens, Ives de Lasalle fue nuestro camarada, junto a él caímos Louis Lacroix y Jacques Revel. Y aquí también la llama eterna ante la tumba del soldado ignoto, Ici repose un soldat français mort pour la patrie. Qué fácil no ser más un pecho ardiente y ser tan sólo una inscripción en bronce iluminada por un fuego inextinguible que ya no alienta vida. A qué habrían prestado vista sus ojos tan oscuros, a qué imágenes queridas habrían deseado retornar: la fuente que manaba entre los tilos, el rostro de la hermana tan amada, el cálido regazo de la madre, el gallo que anunciaba la mañana, las playas donde el sol rojo se pone, los caminos airosos que llevan al hogar. Y qué habrían dicho las bocas de los muertos tan callados, qué palabras habrían atravesado los senderos del pisoteado mundo, qué ruegos, qué donaires habrían llegado a tus oídos, que ya no escucharás: "Florecen los almendros", "Mañana habrá tormenta", "Aparta tu mirada", "Se llamará Marie", "Hoy no cantó la tórtola", "Qué hermosa tu sonrisa", "Fui indigno de quererte", "París es ya París", "A qué he venido al mundo", "Un rayo derrumbó la torre", "Tu padre ya murió". Todo ello lo segó la imagen última: centella de metralla grabada en la pupila.
Y aquí a mis pies aún queda, sin embargo, espacio para nuevas placas, eventualmente condonado a permanecer vacante hasta que, sacrificial, la Patria reclame sangre nueva. De pie sobre esta piedra desnuda de honores, pienso en los próximos muertos a cuya memoria se dedicará el vacío que ahora ocupo. Y miro la ciudad y el fuego del soldado ignoto, la noche que aquieta al fin todas las cosas, los viajeros de rodillas para hacer fotografías que parecen extrañamente orar. Ajena a la premura, arde París. Y pienso que pisé también quizá, durante mi peregrinaje, la tierra que algún día guardará mis restos, la lápida que, aún no arrancada de la piedra, aguarda mis dos fechas. Francisco Sianes fue mi nombre. Aquello que yo fui lo dicen mis palabras. Quisieron ser, como París, de bronce y fuego. Mi rostro ya no existe. Tampoco lo que tanto amé. También a esto habremos de decirle adiós, todo fue sueño y ya ha cesado. El viaje acaba y has estado en casa. Hoy sabes, al alba hiriente y redentora del regreso, que Ítaca es el nombre de tu sombra.
7 comentarios:
Francisco, conmovedor. Gracias
Sr. Sianes:
¿Acepta usted solicitudes para acompañarle en próximos vijes?.
París, París… me llega el olor de las calles donde un día sentí mi casa.
Yo encontré la tumba de Samuel Beckett, sombría, estrellada contra el suelo, y sí, casi imperceptible, casi anónima.
Dejo a París de momento el bronce y me quedo con el fuego de mi corazón que aún late.
Gracias por compartir tu viaje.
Por cierto, no te pierdas, un “viaje a París”, sueño de muchos de los que yacen bajo esas placas y que ya nunca tendrán ocasión de hacer.
Y es que, París son muchos viajes.
¡Besos!
Francisco,
Resulta curioso el efecto que produce en mí su escritura.
Publica en su página un aforismo o una breve reflexión y, con palabra impulsiva, me enrollo (o me enrollaría) cual persiana indiscreta para, la mayoría de las veces, no decir nada.
Sin embargo, escribe usted un artículo como este, sobre el que una querría expresar tantas cosas, y, al igual que me sucedió cuando leí el de "París, 1 de abril", "París, 3 de abril" –ciertamente inspiradora la ciudad de la luz en abril-, "San Mateo y el ángel" y algún otro, me quedo como esas tumbas de Montparnasse: sumida en el más profundo y elocuente silencio.
Y con un nudo en la garganta, que confieso aún no sé bien si se debe a la conmovedora belleza del texto o a lo deprimida que me deja.
En fin, sé que le complacería más la colleja, pero siento decepcionarle, amigo, hoy no puedo darle más que mi aplauso.
Y este afectuoso abrazo.
Gracias a ti, amiga.
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Soy todo oídos, Anónima (espero).
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Algún día -estoy seguro- me contarás el tuyo, Elena.
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Hasta la obra más apocalíptica nace siempre de un amor invencible por la vida. Ante sus demás palabras, querida Inés, comprenderá que yo también me sirva de ese elocuente silencio.
Un abrazo.
Mis respetos y mi asombro, caballero. Además, sienta tan bien ver a alguien describir con tanta serenidad y precisión el brillo de nuestras desdichas, lo feraz de nuestras miserias, los rincones más verdaderos de nuestra existencia... Sí, podría decirse que sus palabras son uno más de los frutos deliciosos e incomparables de nuestro dolor esencial. Un abrazo, Señor mío.
Pd.- ¿Qué no podrá usted escribir sobre nuestro hermoso y descuidado cementerio de San Fernando? Me gustaría descubrirlo...
Antes de que nos encontremos allí, querido amigo, tenemos que confirmar y desmentir muchas verdades del polvo.
Un abrazo.
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