miércoles, 25 de junio de 2008

¡Insoportables! ¡Insoportables!

La vanidad, el recelo, el rencor, la sed insaciable de aprobación y elogio, la exigencia de amor exclusivo, no les impiden a los creadores plásticos, repito, ser a menudo los compañeros más deliciosos, pero resultan más agotadores que el más susceptible de los escritores. Una noche de 1962 salía yo en compañía de Cioran de una cena en casa de una "protectora de las artes", en la calle Octave Feuillet. El escultor Étienne Hajdu se había pasado la velada entera hostigándome a causa de tres renglones del último Peatón de París sobre una exposición suya que no eran lo suficientemente elogiosos. Mientras Cioran y yo, disfrutando del anochecer primaveral y tibio, caminábamos bajo los árboles de la avenida Georges Mandel hacia el Trocadero, aproveché para desahogarme con él: "Hajdu se ha puesto pesadísimo. La verdad es que a veces estos pintores y escultores son insoportables". Advertí que, sin darme cuenta había golpeado la reserva de vinagre de Cioran, un tonel lleno a reventar, y reventó: "¡Insoportables! ¡Insoportables! -repitió con acento trágico- ¡Qué orgullo! ¡Qué orgullo! Verá, es muy sencillo - prosiguió, deteniéndose y volviéndose hacia mí para inmovilizarme y obligarme a escuchar su mensaje con la atención debida-: Es muy sencillo; en caso de revolución, lo primero que hay que hacer, lo más urgente, ¡es cargarse a todos los pintores!". Lo decía con tal rabia que me asustó. Le sugerí otras sanciones menos sanguinarias. Yo oía crepitar en su voz los pelotones de ejecución. Pero se mantuvo en sus trece. Por suerte no estalló ninguna revolución y Cioran no tuvo ocasión de aplicar su programa de depuración, pero durante mucho tiempo siguió dándole importancia y, como Sila, mantuvo al día su lista de proscripción.

Jean-François Revel. Memorias. El ladrón en la casa vacía.

5 comentarios:

Idea dijo...

Francisco, ¿no será tal vez esa eterna insatisfacción del artista, la que lo empuja a seguir buscando, porque su ego compite cuerpo a cuerpo con su obra, y el reconocimiento inapelable sólo llegará con la muerte, cuando ya no pueda ejercer su derecho a la réplica?
Quienes hayan gozado y padecido el privilegio de compartir un tramo de su vida junto a un artista plástico, saben que las delicias van de la mano del hartazgo.

Sir John More dijo...

Los pintores sólo se salvan con una digna obsesión, que a veces puede desembocar en la locura. Tal vez pasa en el arte en general, pero con los pintores, habiendo tantos con ese nombre que se limitan a decorar espacios y a pavonearse en los ambientes distinguidos, mucho más. Abrazos y agradecimiento por la cita-empujón a Revel.

Francisco Sianes dijo...

Idea,

No dudo que, entre los dos, podremos encontrar infinitas justificaciones a la invulnerable egomanía de tantos artistas. Me temo que sería en vano: son, sencillamente, insoportables. Uno ha aprendido a disfutar de sus obras y huir de los autores como de las hipotecas y del matrimonio (valga la redundancia).

Un abrazo.

***

Sir John More,

¡Cuánto más benigno es el temperamento de los pintores de brocha gorda!

(Aunque hay que reconocer que se han acabado contagiando de la inagotable rapacidad de sus colegas artistas)

¿Por qué dice lo de "empujón" al gran Revel?

Saludos a brochazos.

Sir John More dijo...

Digo, porque llevaba tiempo dudando si leerlo y esa cita me empuja un poco, y suavemente, claro... Abrazos.

Francisco Sianes dijo...

Revel -resistente en la Francia ocupada, socialista en sus comienzos, permanente azote de comunistas (un discípulo espiritual de Raymond Aron), ejemplo insigne (con sus luces y sus sombras) del liberalismo- ha recibido todo tipo de denuestos por parte de la izquierda totalitaria y la derecha ultramontana. Sus fustigadores más virulentos suelen ser los que menos lo han leído. Parece ser que nunca nos libraremos de las gafas etiquetadoras, incluso antes de leer un libro.

Te recomiendo -encarecidamente- que leas "El conocimiento inútil" (hay edición reciente en la colección Austral, por unos 10 eurillos de na), uno de los ensayos más lúcidos que he leído en mi vida. Comienza así: "La primera de todas las fuerzas que mueven el mundo es la mentira". No es que sea muy preciso demostrarlo; pero el tipo lo hace. ¡Y cómo! Algunos puntos son discutibles, claro; pero es el típico libro del que uno subraya hasta el copyrigth.

Abrazos propagandísticos.