Delante de tus ojos fluye el río. A su marcha majestuosa se cimbrean los juncos -cada una de sus lanzas al servicio de la eternidad-. Y es el viento quien los mece y es también el viento quien convierte la piel acariciada de las aguas en un manojo de centellas titilantes. E irrumpen sin premura los caballos salvajes y hunden paso a paso sus pezuñas en el río y en él abrevan sus gargantas y la tarde despaciosos, despaciosamente. Y allá arriba, el relámpago encendido de un pájaro que avanza irrevocable hacia la arquitectura del ocaso, hacia el desgarramiento de la luz en sombra y el naufragio sangriento del sol en lontananza.
Y aquí en la orilla, bajo la oscura tierra abierta por tus propias manos, un niño que ya nunca será huérfano.
Y aquí en la orilla, bajo la oscura tierra abierta por tus propias manos, un niño que ya nunca será huérfano.
2 comentarios:
Desde la otra orilla, sonrío y, elevo el ancla de la barca que me llevará por el rio,
articulando los juncos y acompañando o desafiando al viento,hasta esa orilla,
donde los caballos dejan su huella,donde se observa el pájaro que irrevocable avanza y donde un niño yace en tierra cultivada.
Un abrazo.
Allí la espero, gentil Elena, agradeciéndole que no haya dejado huérfano este texto.
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