martes, 6 de mayo de 2008

Ocaso

Delante de tus ojos fluye el río. A su marcha majestuosa se cimbrean los juncos -cada una de sus lanzas al servicio de la eternidad-. Y es el viento quien los mece y es también el viento quien convierte la piel acariciada de las aguas en un manojo de centellas titilantes. E irrumpen sin premura los caballos salvajes y hunden paso a paso sus pezuñas en el río y en él abrevan sus gargantas y la tarde despaciosos, despaciosamente. Y allá arriba, el relámpago encendido de un pájaro que avanza irrevocable hacia la arquitectura del ocaso, hacia el desgarramiento de la luz en sombra y el naufragio sangriento del sol en lontananza.

Y aquí en la orilla, bajo la oscura tierra abierta por tus propias manos, un niño que ya nunca será huérfano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Desde la otra orilla, sonrío y, elevo el ancla de la barca que me llevará por el rio,
articulando los juncos y acompañando o desafiando al viento,hasta esa orilla,
donde los caballos dejan su huella,donde se observa el pájaro que irrevocable avanza y donde un niño yace en tierra cultivada.

Un abrazo.

Francisco Sianes dijo...

Allí la espero, gentil Elena, agradeciéndole que no haya dejado huérfano este texto.