jueves, 22 de mayo de 2008

Humanidades e inhumanidad (Prólogo)

¿Bajo qué supuestos se fundaron las facultades de Literatura? Con esa pregunta comienza "La formación de nuestros caballeros", un artículo de George Steiner escrito en 1965 y publicado en Lenguaje y silencio . Pero subyace en el planteamiento de Steiner una pregunta más amplia: ¿En qué supuestos se sostiene la pertinencia de la enseñanza y el estudio de las disciplinas humanísticas? Al final del artículo encontramos otra, aun más apremiante: ¿Merece la pena la enseñanza y el estudio de la literatura y las humanidades?

Las respuestas de Steiner a estas preguntas son a un tiempo esclarecedoras y provisorias.

El primer supuesto que hace siquiera posible la filología es la familiaridad con la cultura clásica. Hablo de familiaridad en el sentido histórico de continuidad: somos los herederos encargados de su transmisión. Pero también en un sentido profundamente carnal; no somos albaceas casuales de ese legado: somos hijos de la cultura clásica. Nos vincula a ella una filiación y un compromiso de sangre. Sólo en este sentido se hace justicia a la etimología de la palabra filología: estamos ligados a la palabra de los clásicos por un vínculo de amor familiar.

No es así extraño que, para los grandes filólogos decimonónicos:

El estudio crítico, textual, histórico de la literatura griega y latina no sólo suministró antecedentes y justificaciones para un estudio similar de las lenguas vulgares: también proveyó de las bases para la implantación de esos estudios. (...) La idea de que un individuo pudiera estudiar o editar honradamente un texto sin tener una formación clásica habría parecido algo reprobable o inverosímil.

El segundo supuesto en que se sustenta la enseñanza y el estudio de las humanidades es su religación con el nacionalismo.

Como lo proclamaban francamente Herder, los hermanos Grimm y toda la dinastía de profesores y críticos alemanes, el estudio del propio pasado literario resultaba vital para afirmar la identidad nacional. Taine y los positivistas históricos añadieron a esta opinión la teoría de que el genio racial específico de un pueblo, de nuestro propio pueblo, se conoce mediante el estudio de su literatura.

De nuevo el concepto de familiaridad: la única forma de conocer nuestro yo personal (indisoluble de nuestro yo social) pasa por recuperar fielmente la herencia del pasado: sólo podemos acceder a las fuentes de nuestro yo remontando el curso de la sangre. Es el estudio de la historia de la literatura lo que hace inteligible nuestra identidad.

El tercer supuesto. En la trasmisión de las humanidades:

yace una especie de optimismo racional y moral. En sus métodos filológicos e históricos el estudio de la literatura refleja una enorme esperanza, un positivismo grande, un ideal de parecerse a la ciencia (...) Se suponía que el estudio de la literatura implicaba casi necesariamente una fuerza moral. Parecía evidente que no sólo habría de enriquecer el gusto o el estilo sino también la sensibilidad moral; que cultivaría la facultad de juicio y actuaría contra la barbarie. (...) Henry Sidgwick (...) ve en la literatura -creo que ésta es la frase clave- "el origen de una cultura verdaderamente humanizadora". Y esta gran ambición se prolonga desde la idea de Mathew Arnold de la poesía como sustitutivo del dogma religioso hasta la definición del doctor Leavis del estudio de la literatura (...) como "humanidad básica".

Se cierra el círculo de la familiaridad. El estudio de la literatura y las humanidades obra con el yo como un padre con su hijo: disciplina y reconduce nuestros instintos bajo los imperativos de la razón y la religación con los otros. La música, según el adagio tradicional, amansa a las fieras. El cultivo de las letras hará posible el mito utópico de la Edad de Oro, en el que las fieras trocarán rapacidad por fraternidad. El concepto de paternidad implica necesariamente el de hermandad. Las humanidades nos hermanan con todos aquellos que han sido educados por ellas: nos hacen humanos en cuanto reconocemos al otro como semejante y hermano.

Como he intentado demostrar, estos tres supuestos constituyen una poética de la familiaridad. Hijos de la cultura clásica, el cultivo de su tradición literaria (la religación con el ayer y el mañana) nos hace accesible nuestro yo más profundo, nos revela que ese yo está necesariamente vinculado con el pasado, que está firmemente hermanado en el presente y que, si somos fieles a nuestra herencia ancestral, dejará un legado de perfectibilidad progresiva para el futuro.

Sin embargo, Steiner se pregunta:

¿Son válidos aún estos supuestos -la formación clásica, la conciencia nacional, la esperanza racional moralizante?-, esas costumbres y tradiciones de la sensibilidad?

Sus respuestas a esta pregunta van demoliendo sistemáticamente los cimientos de la ciudad utópica que ha proyectado el humanismo clásico.

En lo que respecta a los clásicos nuestra situación ha cambiado radicalmente. (...) Las referencias clásicas [en la época del Renacimiento y el Neoclasicismo] le eran en gran parte conocidos a una gran parte de la audiencia (...) eran parte reconocible para cualquiera que hubiera tenido un poco de educación elemental (...) ¿Pero hoy? (...) El asunto no es trivial. A medida que aumentan las notas al pie, a medida que los glosarios se hacen más elementales (...) la poesía pierde su impacto directo. Se desplaza de un foco de visión inmediato a un territorio de conocimientos especializados. (...) El mundo de la mitología clásica, de la referencia histórica, de la alusión a las Escrituras, en que se basa lo esencial de la literatura (...), se aleja cada vez más de nuestro alcance natural.

Nos hemos convertido en el heredero necio e indolente que dilapida la cuantiosa herencia familiar. Somos traidores de nuestro legado, huérfanos voluntarios de la pasada grandeza. La cadena familiar, nuestro vínculo de sangre con los clásicos, se ha roto.

Tomemos el segundo supuesto, la visión de gloria y esperanza del genio nacional. De sueño decimonónico que fuera, el nacionalismo se ha convertido hoy en una pesadilla. Con dos guerras mundiales casi ha aniquilado la cultura de occidente. Es muy posible que acabe por llevarnos a nuestra destrucción, como ratas enloquecidas.

En este caso, se trata de una traición sincrónica, dialéctica, a la familiaridad. Los alemanes son hermanos de los franceses, los italianos, los españoles; pero sabemos que el mito de la hermandad –particularmente en la tradición judaica- es trágicamente agónico. El mito de la sangre deviene en mito sangriento. Así ha sido desde la fuente remota e inagotable del Antiguo Testamento. Siempre hay un hermano elegido: el verdadero continuador de la dinastía, cuya singularidad declara imperfecta la herencia de los hermanos, a los que con aterradora frecuencia hay que destruir.

Como las flores del mal que con su belleza disimulan su carga de veneno, como las serpientes que con su cascabeleo embrujan a la víctima que acechan, las políticas culturales nacionalistas han demostrado cumplidamente que el primer adjetivo es un engañoso adorno que hermosea la afilada hoja asesina del segundo. El humanismo tribal fue el delicado velo que ocultaba y embellecía el monstruoso rostro del nacionalismo caníbal y segregador. Aún lo es hoy.

¿Qué hacer?

No digo que debamos abandonar nuestra herencia clásica; no podemos hacerlo. Pero me pregunto si no debemos aceptar su supervivencia limitada y dificultosa en nuestra cultura, y si esa aceptación no debe llevarnos a preguntar si existen otras coordenadas culturales que afecten con más apremio el entorno actual de nuestra vida, la manera como pensamos y como sentimos y como tratamos de encontrar el camino. Esto es, muy sencillamente, una petición en favor de los estudios comparativos modernos.

Es el abandono de la cueva de la sangre, la diáspora -siguiendo el dictado del daimon judaico- en busca del espíritu.

Puede que Monsieur Etiemble, en París, tenga razón cuando dice que la familiaridad con una novela china o con un poema persa es casi indispensable para la cultura literaria contemporánea. Ignorar a Melville o a Rimbaud, a Dostoievski o a Kafka, no haber leído a Thomas Mann o El doctor Zivago de Pasternak es una descalificación tan grave dentro de la idea de cultura viva que debemos preguntar, ya que no contestar, la pregunta de si el estudio detenido de una sola literatura tiene algún sentido.

Nuestro espíritu, nuestro nuevo hogar deben ser políglotas.

Para la supervivencia actual de la sensibilidad, ¿no resulta tan importante conocer a fondo otro idioma vivo como lo era conocer a fondo los clásicos y las Escrituras? (...) El señor Etiemble alega que las sensibilidad de Europa occidental y de los países anglosajones, la manera como en occidente pensamos y sentimos e imaginamos el mundo actual, seguirá siendo en gran parte artificial y peligrosamente obsoleta si no nos esforzamos por aprender un idioma importante fuera de nuestro ámbito -por ejemplo, el ruso, el hindú o el chino.

Es el definitivo mentís a la idea del humanismo nacionalista. En la cultura, como en política, el chovinismo y el aislamiento son opciones suicidas. Y no sólo el aislamiento de otras culturas humanísticas, también de la cultura científica. Es imprescindible el retorno del uomo universale.

El estudiante de literatura puede acceder hoy, y puede ejercer en él su responsabilidad, a un terreno riquísimo, a mitad de camino entre las ciencias y las artes, un terreno que limita por igual con la poesía, la sociología, la psicología, la lógica e incluso las matemáticas. Me refiero al campo de la lingüística y de la teoría de la comunicación (...): cuestiones que van al corazón mismo de de nuestras preocupaciones poéticas y críticas.

Steiner parece confiar en que sólo el universalismo del saber calmará la tempestad de sangre a que nos aboca el enajenado aislamiento, hostil a las "contaminaciones", de las tradiciones culturales nacionalistas. Hoy, aunque nos empeñenos, nada humano puede sernos ajeno. Fatalmente, habitamos la aldea global. La tempestad, sin embargo, no ha arreciado. Hemos salido de la tribu; seguimos manchados de sangre.

He eludido responder a la última pregunta que plantea Steiner. Ha sido formulada retóricamente demasiadas veces. Hoy debemos atrevernos a formularla con toda seriedad. ¿Es posible seguir manteniendo la interesada ficción de que las humanidades “humanizan”? Se teme que la posibilidad de no hallar una respuesta enteramente positiva es, sencillamente, demasiado monstruosa. Sostengo que no es así. Ante estas preguntas, es cierto, las respuestas salen siempre derrotadas. Pero por provisionales, por precarias y frágiles que sean, necesitamos -hoy más que nunca- esas respuestas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Con tan largos textos, que no hay quien se los lea, espere pacientemente algún comentario. Sentado, claro, que por muy joven que sea, no hay cuerpo que aguante tanto.

Idea dijo...

Estimado, yo creo que si, que humanizan, o deberían, o deberíamos intentarlo. Ya habrá tiempo para trabajar sobre las excepciones.

Ale dijo...

pues esto sólo es el prólogo querido andoba