miércoles, 11 de junio de 2008
Jano
Olímpico
Eva
martes, 10 de junio de 2008
Ruego
Excusa
(Concedámosle, al menos, ese mérito)
lunes, 9 de junio de 2008
Aliento
Oteadores
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista, debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar, muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde les conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «¿Qué se me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matadero?», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes en colaborar, y luego se negaban escuchar y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero incluso los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla, no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizás cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o de la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada, y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada, y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. «Algunas mujeres de este pueblo se han reunido a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla», decía, por ejemplo, uno de los oteadores más apreciado por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizás así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: «Yo vi a los judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones». Así parecía redimirse una parte del dolor aunque sólo fuera de un modo muy ideal.
En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.
El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.
Mientras el oteador era capaz de mantener la veracidad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas, y nadie podía demostrar el triunfo de la una sobre la otra.
Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie le necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados.
Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movido por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón, era la fuerza que soportaba al vigía, y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
Blogs avant la lettre
· Aforismos de Lichtenberg.Estos cuatro autores han llenado de felicidad mis horas de lectura. Sus cuatro manos fueron guiadas por la intuición, la jubilosa estética de la pasión y del capricho. Confío en que sus ojos sean fieles a esas manos.
· Libro del desasosiego de Fernando Pessoa.
· Juan de Mairena de Antonio Machado.
· Vendrán más años malos y nos harán más ciegos de Rafael Sánchez Ferlosio.
Operación modestia
el grado cero de la egolatría:
comenzó a recordar
los grandes hitos de su biografía.
domingo, 8 de junio de 2008
Sal
Misantropía
Hoy has quedado atravesado en el espejo.
Profeta
Anónimos
Sólo para sevillanos
sábado, 7 de junio de 2008
Depredadores
Carta a una conocida

Todo pasa más tarde o más temprano, pero casi siempre es pronto. El hombre es esa sed de eternidad nunca saciada y, sin embargo, se encuentra cada vez más fatigado de lo eterno.
Anoche, en la presentación del libro de un amigo, volví a cruzarme con una antigua amante (pero no fue sólo una amante: ése es el nombre con que hoy la rebajo ante la pérdida). Siguiendo trayectorias divergentes que trazaban el pudor y acaso el miedo, apenas nos miramos a los ojos y, desde luego, procuramos no tenernos frente a frente. Yo, sin embargo, la observaba conversar con otros –y ella sin duda me observaba hablar a mí–, reconociendo cada uno de sus gestos, sus sonrisas, las brasas de su ser que constituyeron mi fiebre. Apenas avanzada la noche, ya no estaba: volvió pronto a su casa. Mi vanidad me hizo pensar que fue por mí. Una amiga común se me acercó para contarme que ella había venido. Le contesté que lo sabía. Me preguntó si nos habíamos saludado. Le respondí que no. Mi amiga me miró en silencio y no hizo más preguntas.
Y ahora estoy en casa y te recuerdo. Estuviste tan presente entre mis cosas (y entre mis cosas hay una que palpita a setenta pulsaciones por minuto) que hoy reconozco la distancia por las huellas de tu ausencia. De ti sólo me quedan esos rastros y el recuerdo (y tu recuerdo sólo perdura en mi memoria con trazas de irrealidad). Hoy veo de nuevo, sobre mi mesa, el hueco de tus fotografías (en las que ya no me sonríes aunque sigues sonriendo) y es incapaz el recuerdo de colmar ese vacío. Y siento una vez más que me he acostumbrado demasiado fácilmente a olvidarte, pese a que a veces -desde un cajón, entre las páginas de un libro- asome tu mirada (que antes era limpia y expectante y ahora es de desilusión y de reproche) y con ella también asoma el yo que fui a tu lado, que al tiempo me es cercano y pegajoso como las miasmas en que abrevan los heraldos implacables de la muerte.
Extraño no desear ya los antiguos deseos. Y me es también extraño que el deseo de tus entrañas se me haya vuelto ajeno. Qué difícil no recordar ayer, en tu presencia, el cuerpo ante cuyo tacto ardía; y, sin embargo, qué difícil también olvidar el rechazo, el desagrado que irrumpe ante la cercanía de lo que un día fue amado y hoy no amamos: nuestros cuerpos ya tan desgastados por el roce de lo cotidiano, las palabras ajadas que sabremos que diremos, los deseos parcheados que el viento y la tormenta de la sangre ya no azotan. Tan natural era mi nombre entre tus labios (acéchame la espalda, disuelve mis desdichas, amanéceme de noche), tan luminoso tu nombre entre los míos (y mírame de frente, avienta mis cenizas, aclárame quién soy) y hoy secan nuestra boca y se atraviesan en nuestras gargantas. Amurallados en lo que ya fuimos antes de encontrarnos, sólo quedó el sordo desconcierto o acaso sólo fue la indiferencia. Y traicionamos nuestro estatuto de seres únicos e irrevocables para el otro, por ser al fin no más que otra cosa entre las cosas. Pero cómo culparnos de elegir la derrota o el infierno.
Vivimos y al vivir vamos abriendo cientos de caminos que antes o después quedan cubiertos de maleza; pero avanzamos de tal forma que no sabemos si habremos de volver a la senda aciaga o si nos quedará vedada para siempre aquella que conduce al cuerpo amado, a nuestro hogar. Vivimos y al vivir tejemos y nos tejen en el tapiz que constituye nuestra historia, sin saber (o sin querer saberlo) que sólo es el relato de un idiota lleno de estruendo y furia y sin sentido. Vivimos y al vivir pasamos como el río de Heráclito; un río que persevera entre los claros días y las oscuras noches, jugando un ajedrez cada vez más intrincado y caudaloso, pero también más lento y fatigado, ya casi lago dulce o mar salado antes del fin de la partida. Y entonces todo pasa, nada vuelve, todo acaba, nada queda. O así nos engañamos. Porque en verdad sabemos, amor mío, que nada nunca acaba del todo, como nada está afianzado nunca. Nada de lo que pasó ha pasado enteramente y nada de lo que hoy está pasando pasará del todo. Pero a ese carácter virtual y provisorio no acabamos de adaptarnos. La noche de ayer es hoy la prueba. Sólo sentimos que todo es cada vez más tenue, más pálido y más leve -todo tan suelto aleteando en el espacio-, hasta que comprendemos que podemos dejarlo todo al fin al lado, incluso el propio nombre y el ajeno, como un juguete roto. Y también sabemos (y es un saber que hemos adquirido al precio de la vida) que todo es mudable y recusable y puede darse por mentira o por engaño; y aquello que quemaba en la garganta y que fue dicho con el corazón (que es algo que palpita a setenta pulsaciones por minuto): acéchame la espalda, disuelve mis desdichas, amanéceme de noche y mírame de frente, avienta mis cenizas, aclárame quién soy hoy sólo es letra muerta y entrañas profanadas, testamentos traicionados y discurso del polvo. Sabemos y sabemos. Qué poca eternidad cobijan las promesas.
jueves, 5 de junio de 2008
martes, 3 de junio de 2008
lunes, 2 de junio de 2008
Credo (para días difíciles)
E.M. Cioran, Silogismos de la amargura.
domingo, 1 de junio de 2008
Una manta
Me cuentas, P., que te sientes desdichada, que llevas meses pensando en dejar tu trabajo y a tu novio; pero no te ves capaz de dar el paso. Es un círculo vicioso, me escribes. Y me pides consejo. Y yo sólo acierto, amiga, a contarte lo que he escrito arriba. No está en mis manos -ni en manos de nadie- procurarte esa manta. Sólo de ti depende contravenir los designios del frío.
viernes, 23 de mayo de 2008
Envidia de los dioses
Raíces
jueves, 22 de mayo de 2008
Humanidades e inhumanidad (Prólogo)
Las respuestas de Steiner a estas preguntas son a un tiempo esclarecedoras y provisorias.
El primer supuesto que hace siquiera posible la filología es la familiaridad con la cultura clásica. Hablo de familiaridad en el sentido histórico de continuidad: somos los herederos encargados de su transmisión. Pero también en un sentido profundamente carnal; no somos albaceas casuales de ese legado: somos hijos de la cultura clásica. Nos vincula a ella una filiación y un compromiso de sangre. Sólo en este sentido se hace justicia a la etimología de la palabra filología: estamos ligados a la palabra de los clásicos por un vínculo de amor familiar.
No es así extraño que, para los grandes filólogos decimonónicos:
El estudio crítico, textual, histórico de la literatura griega y latina no sólo suministró antecedentes y justificaciones para un estudio similar de las lenguas vulgares: también proveyó de las bases para la implantación de esos estudios. (...) La idea de que un individuo pudiera estudiar o editar honradamente un texto sin tener una formación clásica habría parecido algo reprobable o inverosímil.
Como lo proclamaban francamente Herder, los hermanos Grimm y toda la dinastía de profesores y críticos alemanes, el estudio del propio pasado literario resultaba vital para afirmar la identidad nacional. Taine y los positivistas históricos añadieron a esta opinión la teoría de que el genio racial específico de un pueblo, de nuestro propio pueblo, se conoce mediante el estudio de su literatura.
El tercer supuesto. En la trasmisión de las humanidades:
yace una especie de optimismo racional y moral. En sus métodos filológicos e históricos el estudio de la literatura refleja una enorme esperanza, un positivismo grande, un ideal de parecerse a la ciencia (...) Se suponía que el estudio de la literatura implicaba casi necesariamente una fuerza moral. Parecía evidente que no sólo habría de enriquecer el gusto o el estilo sino también la sensibilidad moral; que cultivaría la facultad de juicio y actuaría contra la barbarie. (...) Henry Sidgwick (...) ve en la literatura -creo que ésta es la frase clave- "el origen de una cultura verdaderamente humanizadora". Y esta gran ambición se prolonga desde la idea de Mathew Arnold de la poesía como sustitutivo del dogma religioso hasta la definición del doctor Leavis del estudio de la literatura (...) como "humanidad básica".
Como he intentado demostrar, estos tres supuestos constituyen una poética de la familiaridad. Hijos de la cultura clásica, el cultivo de su tradición literaria (la religación con el ayer y el mañana) nos hace accesible nuestro yo más profundo, nos revela que ese yo está necesariamente vinculado con el pasado, que está firmemente hermanado en el presente y que, si somos fieles a nuestra herencia ancestral, dejará un legado de perfectibilidad progresiva para el futuro.
Sin embargo, Steiner se pregunta:
¿Son válidos aún estos supuestos -la formación clásica, la conciencia nacional, la esperanza racional moralizante?-, esas costumbres y tradiciones de la sensibilidad?
En lo que respecta a los clásicos nuestra situación ha cambiado radicalmente. (...) Las referencias clásicas [en la época del Renacimiento y el Neoclasicismo] le eran en gran parte conocidos a una gran parte de la audiencia (...) eran parte reconocible para cualquiera que hubiera tenido un poco de educación elemental (...) ¿Pero hoy? (...) El asunto no es trivial. A medida que aumentan las notas al pie, a medida que los glosarios se hacen más elementales (...) la poesía pierde su impacto directo. Se desplaza de un foco de visión inmediato a un territorio de conocimientos especializados. (...) El mundo de la mitología clásica, de la referencia histórica, de la alusión a las Escrituras, en que se basa lo esencial de la literatura (...), se aleja cada vez más de nuestro alcance natural.
Tomemos el segundo supuesto, la visión de gloria y esperanza del genio nacional. De sueño decimonónico que fuera, el nacionalismo se ha convertido hoy en una pesadilla. Con dos guerras mundiales casi ha aniquilado la cultura de occidente. Es muy posible que acabe por llevarnos a nuestra destrucción, como ratas enloquecidas.
Como las flores del mal que con su belleza disimulan su carga de veneno, como las serpientes que con su cascabeleo embrujan a la víctima que acechan, las políticas culturales nacionalistas han demostrado cumplidamente que el primer adjetivo es un engañoso adorno que hermosea la afilada hoja asesina del segundo. El humanismo tribal fue el delicado velo que ocultaba y embellecía el monstruoso rostro del nacionalismo caníbal y segregador. Aún lo es hoy.
¿Qué hacer?
No digo que debamos abandonar nuestra herencia clásica; no podemos hacerlo. Pero me pregunto si no debemos aceptar su supervivencia limitada y dificultosa en nuestra cultura, y si esa aceptación no debe llevarnos a preguntar si existen otras coordenadas culturales que afecten con más apremio el entorno actual de nuestra vida, la manera como pensamos y como sentimos y como tratamos de encontrar el camino. Esto es, muy sencillamente, una petición en favor de los estudios comparativos modernos.
Puede que Monsieur Etiemble, en París, tenga razón cuando dice que la familiaridad con una novela china o con un poema persa es casi indispensable para la cultura literaria contemporánea. Ignorar a Melville o a Rimbaud, a Dostoievski o a Kafka, no haber leído a Thomas Mann o El doctor Zivago de Pasternak es una descalificación tan grave dentro de la idea de cultura viva que debemos preguntar, ya que no contestar, la pregunta de si el estudio detenido de una sola literatura tiene algún sentido.
Para la supervivencia actual de la sensibilidad, ¿no resulta tan importante conocer a fondo otro idioma vivo como lo era conocer a fondo los clásicos y las Escrituras? (...) El señor Etiemble alega que las sensibilidad de Europa occidental y de los países anglosajones, la manera como en occidente pensamos y sentimos e imaginamos el mundo actual, seguirá siendo en gran parte artificial y peligrosamente obsoleta si no nos esforzamos por aprender un idioma importante fuera de nuestro ámbito -por ejemplo, el ruso, el hindú o el chino.
El estudiante de literatura puede acceder hoy, y puede ejercer en él su responsabilidad, a un terreno riquísimo, a mitad de camino entre las ciencias y las artes, un terreno que limita por igual con la poesía, la sociología, la psicología, la lógica e incluso las matemáticas. Me refiero al campo de la lingüística y de la teoría de la comunicación (...): cuestiones que van al corazón mismo de de nuestras preocupaciones poéticas y críticas.
He eludido responder a la última pregunta que plantea Steiner. Ha sido formulada retóricamente demasiadas veces. Hoy debemos atrevernos a formularla con toda seriedad. ¿Es posible seguir manteniendo la interesada ficción de que las humanidades “humanizan”? Se teme que la posibilidad de no hallar una respuesta enteramente positiva es, sencillamente, demasiado monstruosa. Sostengo que no es así. Ante estas preguntas, es cierto, las respuestas salen siempre derrotadas. Pero por provisionales, por precarias y frágiles que sean, necesitamos -hoy más que nunca- esas respuestas.
Humanidades e inhumanidad (Diálogo)
Si la relación de los estudios y la conciencia literarios con el conjunto de los conocimientos y medios expresivos de nuestra sociedad se ha alterado radicalmente, otro tanto, con seguridad, le ha acontecido al confiado vínculo que unía la literatura con los valores de la civilización. Este es, me parece, el punto clave. El hecho, sencillo pero desconsolador, es que tenemos muy pocas pruebas de que los estudios literarios hagan mayor cosa por enriquecer o estabilizar las cualidades morales, de que humanicen. No hay demostración alguna de que los estudios literarios hagan, efectivamente, más humano a un hombre. Y algo peor: ciertos indicios señalan todo lo contrario.
Cuando la barbarie llegó a la Europa del siglo XX, en más de una universidad la Facultad de Filosofía y Letras opuso muy poca resistencia moral, y no se trató de un incidente trivial y aislado. En un número inquietante de casos la imaginación literaria dio una bienvenida servil o extática a la animalidad política. En ocasiones, esa animalidad fue apoyada y cultivada por individuos educados en la cultura del humanismo tradicional. El conocimiento de Goethe, el fervor por la poesía de Rilke no servían para contener la crueldad personal e institucionalizada. Los valores literarios y la inhumanidad más detestable pueden coexistir dentro de la misma comunidad, dentro de la misma sensibilidad individual, y no nos salgamos por la tangente diciendo: "el hombre que hizo esas cosas decía que leía a Rilke. Pero no lo leía bien". Me temo que se trata de una evasión. Podía leerlo perfectamente.
En Italia, durante 30 años de dominación de los Borgia, hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor y fraternidad y quinientos años de democracia y paz ¿Y qué nos ofrecieron? El reloj de cuco.
Las relaciones entre la democracia, entre los ideales de libertad, igualdad y fraternidad y la eminencia estética, como sugiere Welles en El tercer hombre -y el propio Steiner en casi todas sus obras- son, de hecho, incómodamente problemáticas. Pero es un tema que analizaré en otro artículo. Quiero centrarme ahora en esta pregunta. ¿Por qué la sensibilidad artística es con tanta frecuencia ensimismada, hermética, antisocial? Incluiré dos largas citas de Steiner, tomadas de varios artículos. La clarividencia, la terrible lucidez de la argumentación disculpan la extensión y hacen superfluo cualquier comentario:
A diferencia de Matthew Arnold y del doctor Leavis, me siento incapaz de afirmar con seguridad que las humanidades humanizan. De hecho, quisiera ir más allá: se puede pensar al menos que la concentración de la conciencia en un texto escrito que constituye la sustancia de nuestros conocimientos y de nuestros esfuerzos, pueda amortiguar la brusquedad y prontitud de nuestras reacciones morales efectivas. Como estamos preparados para dar credibilidad psicológica o moral a lo imaginario, al personaje de teatro o de novela, a la condición espiritual que nos produce un poema, es posible que nos resulte más difícil identificarnos con el mundo real, tomar a pecho el mundo de la experiencia fáctica; "a pecho" es una expresión interesante.
En cualquier ser humano la capacidad de reflejo imaginativo, de riesgos morales no es ilimitada; al contrario, puede ser absorbida por las ficciones, y así el grito del poema podrá resonar con más violencia, con más urgencia que el grito que nos llega de la calle. La muerte novelística nos podrá conmover más poderosamente que la muerte en el cuarto de al lado. Así, puede existir un vínculo oculto, traicionero, entre el cultivo de la reacción estética y el potencial de inhumanidad personal.
La influencia de lo imaginario, de las "ficciones supremas", como dice Wallace Stevens, sobre la conciencia humana es hipnótica. Lo imaginario, la abstracción conceptualizada puede invadir la morada de nuestra sensibilidad hasta el punto de obsesionarla.
Después de haber pasado horas, días, semanas leyendo, aprendiendo de memoria explicando, a nosotros mismos o a otros, una oda trascendente de Horacio, un canto del Inferno, los actos tercero y cuarto del Rey Lear, las páginas sobre la muerte de Bergotte en la novela de Proust, volvemos a nuestro estrecho universo doméstico. Pero seguimos poseídos. En la calle, un grito lejano. Apenas lo oímos. Atestigua un desorden, una realidad contingente, vulgarmente transitoria, sin ninguna relación con nuestra conciencia de poseídos. ¿Qué es ese grito en la calle en comparación con el grito de Lear por Cordelia, o el que lanza un Acab a su demonio blanco?En un mundo de monotonía aseptizada, precondicionada, miles, centenares de miles de seres humanos mueren cada día en nuestras pantallas de televisión. La destrucción de unas remotas estatuas por fanáticos afganos enfurecidos, la mutilación de una obra maestra en un museo nos llegan a lo más hondo del alma.
El sabio, el verdadero lector, el que hace libros está saturado de la terrible intensidad de la ficción, está formado para responder al más alto grado de identificación con lo textual, con lo ficticio. Esta formación, esta manera de centrarse en las antenas nerviosas y en los órganos de la empatía -cuyo alcance nunca es ilimitado-, puede mutilarlo, aislarlo de lo que Freud llamaba el "principio de la realidad".
Es en este sentido paradójico como el culto y la práctica de las humanidades, del bibliófago y del sabio pueden perfectamente deshumanizar. Debido a ellas, nos es quizá más difícil responder activamente a las intensas realidades de las circunstancias políticas y sociales, comprometernos plenamente. ¿Qué estamos haciendo entonces al estudiar y enseñar literatura?
Antes de seguir enseñando debemos preguntarnos: ¿son humanas las humanidades? y si lo son ¿por qué se esfumaron al caer las tinieblas? (...) Creo que la gran literatura está llena de la gracia secular que el hombre ha obtenido en su experiencia y con gran parte de la verdad comprobada de que dispone. Pero más que nunca debo atender escrupulosamente a quienes refutan, a quienes ponen en duda la pertinencia de mis palabras. En suma, a cada instante debo estar listo para contestarles, y a contestarme a mí mismo, la pregunta: ¿Qué quiero hacer? ¿En qué se ha fracasado? ¿Existe siquiera la posibilidad de triunfo?
Si no hacemos que nuestros estudios humanistas sean responsables, si no distinguimos en nuestra distribución del tiempo y el interés entre lo que tiene primordialmente una significación histórica o particular y lo que no es sino influjo de la vida cotidiana, entonces las ciencias harán valer sus demandas. La ciencia puede ser neutral. En esto consiste tanto su esplendor como su limitación, y es una limitación que en última instancia convierte a la ciencia en algo casi "trivial". La ciencia no puede ponerse a decirnos cómo se implantó la barbarie en la moderna condición humana. No puede enseñarnos a salvar las cosas que nos importan por más que haya contribuido a ponerlas en peligro. Un gran descubrimiento en física o en bioquímica puede ser neutral. Un humanismo neutral es una pedantería o un preludio de lo inhumano.
Enseñar literatura como si se tratara de un oficio superficial, un programa profesional, es peor que enseñarla mal (...) Como dijo Kierkegaard: "No vale la pena recordar un pasado que no puede convertirse en presente".
Es un asunto de seriedad y de equilibrio emocional la convicción de que la enseñanza de la literatura, en el caso de que sea posible, es un oficio sumamente complejo y peligroso, puesto que se sabe que se tiene entre las manos lo que hay de más vivo en otro ser humano.
Leer la gran literatura como si ésta no fuera un apremio, ser capaz de contemplar impertérritos el discurrir del día tras haber leído el Canto LXXXI de Pound, equivale más o menos a hacer fichas para el catálogo de una biblioteca. A los veinte años, Kafka escribía en una carta: "Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos más felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos tener son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro".
(Dejemos ahora que Harold Bloom concluya, bellamente)
En definitiva leemos –algo en lo que concuerdan Bacon, Johnson y Emerson- para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus universitario, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda, los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. No se puede mejorar de forma directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo por menos que sentirme escéptico ante la tradicional esperanza de la sociedad, que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común. (...) Con frecuencia, aunque no siempre nos demos cuenta, leemos en busca de una mente más original que la nuestra. (...) Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, ni para creer, ni para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee (...), la única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo que llamamos «enamorarse».