lunes, 7 de enero de 2008

"La refutación de todos mis anatemas"

Uno de mis primeros recuerdos vinculados con la música es ya muy lejano; pero la memoria ignora la cronología y sabe remontar los veneros del tiempo. Una amiga soprano nos había visitado: a mí me admiraba cómo su voz pausada, aparentemente frágil, casi susurrante, se encendía y llegaba a alcanzar proporciones cataclísmicas cuando cantaba (más de una vez la empujé a que quebrara una copa con sus altísimos agudos -siempre en vano, para tranquilidad de mi cuidadosa madre-). Nos contaba cómo, en unos ensayos para la representación de la octava sinfonía de Mahler, los miembros del primerizo coro al que pertenecía eran incapaces de terminar el Veni Creator: a la mayoría se le formaba un nudo en la garganta; a muchos se les saltaban las lágrimas; algunos incluso enmudecían y lloraban. Imposible cantar. El director, comprensivo -acaso también conmovido-, les recordaba que un músico debe aprender a embridar el entusiasmo o está perdido.

Innumerables son las imprudencias -las injusticias- que cometemos y cometeremos espoleados por la euforia. Incontables los amantes que comprometieron y comprometerán su largo futuro por un instante de vértigo. Qué difícil -qué inhumano- controlar la emoción, mantener la cabeza fría cuando el éxtasis tienta y asoma.

Tantas veces ha sido la música acicate del caos, la violencia, la barbarie. Y sin embargo:

Todo parece miserable e inútil cuando la música enmudece. Se comprende así que pueda ser odiada y se sientan tentaciones de considerar su absoluto como un fraude. Porque cuando se la ama demasiado hay que reaccionar contra ella como sea. Nadie percibió su peligro mejor que Tolstoi, pues sabía que podía dominarlo completamente. De ahí que comenzara a execrarla por miedo de convertirse en su juguete.

Juguete de la música: he ahí una definición del hombre. Y sin embargo:

Una pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida. Sólo la música puede crear una complicidad indestructible entre dos seres.

Las gargantas que enmudecen y arden ante lo que aman dicen siempre más de lo que callan.


2 comentarios:

Gaëlle dijo...

Silencios, Suspiros y Calderones


Muy emotivo tu artículo. Me ha recordado mi trabajo diario de hormiga y en particular una clase cuando era muy pequeña (unos 7 u ocho años). Me extiendo un poco, si me lo permites, sobre el tema del silencio (abusando de mi pluma deficiente pero sincera y sin pretensiones)

***
La clase

Profesor: Este Mi tiene un calderón
Servidora: ¿y qué es un calderón?
Profesor: Significa que en esta nota te puedes parar cuanto tiempo quieras.
Servidora (asombrada): ¿Y lo decido yo?
Profesor: ¡Sí!
Servidora: pero....mmm...¿cuanto tiempo?
Profesor (risas): ....mucho

Todavia me rio pero tardé en comprender (y realizar como intérprete) que la música es tiempo y espacio; necesita tanto de los silencios y vacíos como de los sonidos y formas.

Un poco más tarde en mi aprendizaje, un profesor querido- creo que fue el que más me enseñó- me sentenció que mis frases no respiraban. En el momento, me quedé pensando: "de acuerdo; mi mente (medio) lo entiende; mi oído puede que también pero....¿cómo lo hago?".

Como soy transparente, se dio cuenta de mi desconcierto y me preguntó: "¿Algún método para que respiren las frases?". Al ver que me quedaba callada, me ayudó: "Vamos a centrarnos en el inicio de esta obra, en las dos primeras frases. Imagínate que entre cada una, (y dibujó de manera inequívoca el arco para separar cada frase musical) hay una coma; encima de esta coma, vamos a añadir un calderón. (¡Allí estaba mi querido calderón!). Entonces siguiendo las indicaciones, me tomé una pequeña respiración entre cada frase. Pero se enfadó: "¡No! no es suficiente." Y me hizo repetir las dos frases ayudándome a ensanchar cada vez el espacio entre las dos. Me daba vertigo pararme tanto porque de repente, se creaba: silencio. Cuando las dos frases estuvieron separadas por un abismo, me paró en seco: "¡...nos hemos pasado! tiene que ser un poco menos".

Salí de esta clase con la impresión de haber podido mirar detrás de una cortina y entrever un tesoro. La cortina, me la había levantado él y esta misma noche, intenté reconstruir las sensaciones de la clase con la incertidumbre de ser capaz de levantarla por mi misma. Fue una desilusión: un espejismo escurridizo. No oía tan nitidamente el silencio.

Después de tantas clases y tantas horas solitarias de búsqueda, un día entendí el concepto en su plenitud y lo guardé religiosamente en mi mente y en mi oído. Quería tocar muchas notas, rellenar el silencio y no veía, no oía, no entendía que estas mismas notas necesitan sus "suspiros" para apreciarlas. (Curioso como en francés, el silencio de negra es un suspiro, el de corchea medio suspiro, el de semicorchea un cuarto de suspiro). Me daba miedo el silencio; era como abrir las puertas de un mundo desconocido, nuevo.

Hará un mes, una alumna me preguntó: ¿Cuánto tiempo me espero en este calderón?

Francisco Sianes dijo...

Cada texto, Gaëlle Solal, encuentra -agradecido- los lectores que lo merecen.

Me emociona saberte merecedora de los míos y me emociona aun más saberme yo merecedor de los tuyos.

Un abrazo y un abrazo.