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El colibrí

Variaciones y fuga de Francisco Sianes
El horror que en mí provoca Internet se funda, por cómico que parezca, en algo que es una carga perpetua en mi vida: cada nuevo día trae su pila de obras maestras que yo no he pedido: poemas, cuentos, obras de teatro, novelas, ya en manuscrito, ya en galeradas o encuadernadas. No puedo responder, y a estas alturas es probable que no lo hiciera aunque pudiera. Millones de nuevos escritores, en todas las lenguas, publicarán en la red: ¿quién distinguirá entre ellos? ¿Quién los diferenciará? ¿Cómo podemos hablar del futuro de las formas literarias cuando flotarán en el enorme y amorfo océano de Internet? Nadie tendrá fuerza necesaria para afirmar que una mente, un talento individual sobresale de ese océano de muerte, el mar universal de un caos que regresa. (...) En Internet, todo el conocimiento está a nuestro alcance; sólo falta la sabiduría. Entonces, ¿tenemos que ver allí una nueva especie de libro de caballerías en el que todo se sabe y nadie es sabio?
No creo que la era de la información y de la realidad virtual marque el inicio de una nueva conciencia o de una nueva perspectiva en lo que en Occidente queda de cultura digna de ese nombre. Algo todavía queda, sin duda, y quedará; una vez que hemos aprendido a leer a fondo, leer es algo que difícilmente muere. Los lectores solitarios surgen por todas partes. Como escribió Emerson: "la Musa, atónita, descubre que tiene miles de su lado".
A veces le doy vueltas a la idea de convertirme en nigromante, a la manera de Próspero, y despertar a mi ídolo, el doctor Samuel Johnson, el más grande de todos los críticos literarios, del sueño de la muerte. Johnson, horrorizado ya en sus días por la muchedumbre que se apiñaba en Grub Street, daría la espalda al caos que se nos viene encima, se encogería expresivamente de hombros y volvería a Homero y a Shakespeare [3].
Nadie puede profetizar el advenimiento de otro escritor de la altura que con toda razón otorgamos a Kafka, Proust, Joyce y Beckett. Hasta que vuelvan a aparecer entre nosotros autores de esa fecundidad y originalidad, seremos incapaces de decir si las nuevas formas literarias engendrarán titanes o si la inquietante e intensa energía de un gran espíritu creará una forma nueva, una manera de narrar que tal vez ahora no reconocemos como tal. (...) Sugiero aquí que, hoy más que nunca, necesitamos regresar a la idea de genio individual, a la forma del escritor más que al escritor en la forma. La imaginación literaria y las formas narrativas no existirán fuera de sus encarnaciones en posibles escritores y posibles obras. El futuro de la narrativa es, por fuerza, el futuro de los escritores que, en sus cruciales combates con el pasado, repetirán la lucha de Homero.En contra de McLuhan, declara: Sin embargo, no debemos sobrestimar la influencia de la tecnología en el genio literario, que sigue sus propias leyes, desafiando a menudo las sobre- determinaciones del historicismo.
El medio no es el mensaje. No obstante, aunque el imperio tecnológico no acabará con el genio literario, las presiones que éste ejercen sobre la actividad de la escritura son tan poderosas que han condenado a la narrativa "tradicional". Las nuevas tecnologías influirán decisivamente en el genio futuro, ya que -para confirmarse como tal- deberá escribir contra el mundo que éstas habilitan. Los nuevos narradores de genio serán aquellos que obtengan sus fuerzas de las limitaciones que les imponga el medio tecnológico. El arte del futuro será elíptico o no será. Merece la pena reproducir por extenso la reflexión de Bloom:
¿Dónde encontrar la sabiduría si hemos de desterrarla de la literatura? En narrativa, las discontinuidades casi siempre han marcado esa forma que llamamos romance; tal vez los del siglo XXI tomen la discontinuidad como punto de partida y de llegada. Pero si la discontinuidad absoluta puede seguir siendo narrativa es una cuestión ya zanjada por el fracaso de todos esos métodos, desde Dadá a Burroughs, que nos han dejado un par de aforismos y poco más. ¿Dónde, entonces, encontrará sus modelos la futura forma? (...) Tal como insiste Alistair Fowles en Kinds of Literature (1982), el término narrativa es dudoso como distinción de género. En el sentido en que ahora lo empleamos, tiende a ser un término literario engañoso, pues con él abarcamos toda la novela occidental, desde Henry Fielding y Laurence Sterne hasta Marcel Proust y el primer Samuel Beckett. Y esta forma, aunque no muerta, está muriéndose; se ahogará en el oceánico Internet. (...)
Sin embargo, Homero, que sigue siendo el mayor contador de historias -junto con el escritor Y, el Yahvista-, funda su arte precisamente en no contar todo lo que ha oído. Allí, en la transición entre memoria oral y escrita, nos cautiva la autoridad de historias contadas sólo en parte. Para mí, ésta es una pista sobre el futuro de la narrativa en el momento en que entramos en la era de la información total. Si aparecen entre nosotros nuevos talentos en el arte de contar historias, evitarán lo enciclopédico, algo que todavía es un mérito peligroso en Thomas Pynchon. El arte narrativo será una elipsis. (...)
La literatura sapiencial es casi siempre elíptica; los buenos proverbios evitan declarar sus valores. ¿Dónde encontrar la sabiduría? En las narraciones elípticas del futuro que se parecerán más a Lewis Carrol que a Flaubert y Joyce, espero ver el consejo indirecto y sabio que sólo la literatura puede brindar. Thoreau dijo que no era ni un ápice mejor que sus vecinos; sólo leía libros mejores. Las dificultades de lo enciclopédico -de Finnegans Wake y En busca del tiempo perdido- no convienen a la era de la información. (...)
En mi opinión, el futuro pertenece, en parte, a una especie de literatura sapiencial elíptica, tal vez un verdadero regreso a Lewis Carrol y a visionarios afines de un mundo especular. Al mirar en un espejo, no vemos la realidad virtual. Vemos, en cambio, nuestra realidad, aunque muchas cosas queden fuera. La sabiduría determinará cuánto hay que omitir en esos torsos caros y elitistas que constituirán nuestra mejor narrativa en el futuro próximo.
El cielo no se vino abajo en la época de T.S. Eliot, ni con la moda de los profetas postmodernistas de París, y tampoco ha caído el cielo sobre nosotros durante lo que he llamado los días del resentimiento, de esa corrección política que ya decae.
Escribid y publicad malditos (...), sed dueños de vuestro trabajo, divulgadlo, vendedlo o regalarlo si queréis, regodearos con vuestro nombre oliendo a tinta. Que no os importe que os lean tres o cuato o cinco. Basta que os lean. Sed libres, haceros artistas. "Regodearos con vuestro nombre oliendo a tinta".
Sin embargo, para el lector, la búsqueda de lo Sublime siempre exigirá abandonar los placeres fáciles por otros más difíciles.
Philip Roth: Leer a los clásicos es demasiado difícil, por lo que la culpa la tienen los clásicos. Hoy el alumno hace valer su incapacidad como un privilegio. Si no puedo aprender una cosa es porque hay algo erróneo en ella, y especialmente en el mal profesor que quiere enseñarla. Ya no hay criterios, señor Zuckerman, sino sólo opiniones.
Lo que sucede es que debemos vivir con los vivos.
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas, que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadoras,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.
La soledad del samurái sólo es comparable a la de un tigre en la jungla.
En el cuadro, un hombre joven mira a su izquierda apoyado en uno de sus brazos; pero no descansa: nada en su rostro indica pasividad ni quietud. La nobleza de sus rasgos (la nariz recta y elegante; el mentón suavemente marcado; la frente límpida y amplia) y la fuerza de sus gigantescas y delicadas manos... todo en él transmite resolución, firmeza y valor. Pero es el contraste de los ojos y los labios lo que capta nuestra mirada. Los ojos verdes, inmensos, penetrantemente abiertos y los labios sensuales, bien perfilados y sellados. Esa mirada confiesa lo que los labios intentan decorosamente callar.
Al parecer, el cuadro formaba parte de un díptico: el hombre del guante debía contemplar a su esposa -de ahí el anillo que el modelo ostenta con decoro-. Prefiero pensar que esos ojos inaccesibles son una cortesía de Tiziano, que tuvo la delicadeza de ahorrar al espectador una confrontación directa con su modelo: es difícil no sentirse innoble ante la pureza de esa mirada.
Este retrato, como todos los retratos dignos de ese nombre, nos confronta con la apoteosis de la individualidad: hace palpables los pliegues del yo. Un yo que irrumpía en el Renacimiento con el ímpetu de una fuerza enterrada durante un milenio. El cuadro de Tiziano parece estar a punto de revelarnos algo. Ante él, casi desciframos el susurro de una confidencia que nos será finalmente negada. Sentimos que el pintor ha entreabierto unas puertas que se cierran de golpe -como los discretos labios de su modelo- cuando estamos a punto de entrever lo que hay detrás.
Vuelvo al joven del cuadro. Una de sus manos está cubierta por un guante; la otra está desnuda. No se trata sólo -como explican los rutinarios iconógrafos- de una convención para indicarnos la noble condición social del modelo. Es un eco del contraste entre sus labios cerrados y su mirada abierta. Todo en él está a la vez oculto y revelado.
Siento ahora, al describirlo, lo mismo que sentí frente al original. El joven del guante no mira al espectador ni a su invisible esposa: se contempla a sí mismo. Parece admirarse en un espejo sin llegar a comprenderse del todo. Este hombre es un enigma para el espectador y para sí mismo. Pero el espectador acaba comprendiendo que el misterio de este joven (como el misterio del yo, como el misterio del mundo) es inaccesible porque no existe. No hay tal misterio. El yo, el mundo, no necesitan ser interrogados: nos basta con contemplarlos bajo la acogedora luz que inunda el lienzo de Tiziano. El arte es la experiencia que convierte la mirada errante en epifanía.
¡Qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros!
Resulta asombroso constatar cuán poco solemos hacer aquello que, sin embargo, consideramos útil y además sería fácil hacer. El ansia de querer saber mucho en poco tiempo impide, a menudo, investigar con precisión. Pero incluso al hombre que sabe esto le es muy difícil verificar algo con exactitud, aunque sepa que, si no verifica, tampoco alcanzará su objetivo final de aprender mucho.
Amigo mío, la vida se acorta ante mí. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardada para tu autor.