martes, 17 de febrero de 2009

La biblioteca está en llamas (5)

Algunos cuadros de la guardia, inmóviles en el torrente de la derrota, como rocas en un curso de agua, se mantuvieron hasta la noche. Llegada la noche, acompañada de la muerte, esperaron esta soble sombra e, impertérritos, se dejaron envolver por ella. Cada regimiento, aislado de los demás, y no teniendo lazo alguno con el ejército deshecho por todas partes, moría por su cuenta. Habían tomado posiciones para llevar a cabo esta última acción, unos sobre las alturas de Rossomme, otros en la llanura de Mont-Saint-Jean. Allí, abandonados, vencidos, terribles, estos cuadros sombríos agonizaban formidablemente. Ulm, Wagram, Iena, Friedland, morían en ellos.

A la hora del crepúsculo, hacia las nueve de la noche, sólo quedaba uno en la parte baja de la meseta de Mont-Saint-Jean. En este valle funesto, al pie de aquella pendiente que habían subido los coraceros, inundada ahora por las masas inglesas, bajo los fuegos convergentes de proyectiles, este cuadro seguía luchando. Estaba mandado por un oscuro oficial, llamado Cambronne. A cada descarga, el cuadro disminuía, y respondía. Repicaba a la metralleta con la fusilería, estrechándose continuamente sus cuatro muros. A lo lejos, los fugitivos, al detenerse para tomar aliento, escuchaban en las tinieblas aquel trueno sombrío que iba decreciendo por instantes.

Cuando esta legión no era ya más que un puñado de hombres, cuando su bandera no era más que un harapo, cuando sus fusiles agotados de balas no fueron más que bastones, cuando el montón de cadáveres fue mayor que el grupo vivo, hubo entre los vencedores una especie de terror sagrado en derredor de aquellos sublimes moribundos, y la artillería inglesa, tomando aliento, guardó silencio. Fue una especie de tregua. Aquellos combatientes tenían a su alrededor, como un hormiguero de espectros, siluetas de hombres a caballo, el perfil negro de los cañones, el cielo blanco, visto a través de las ruedas y de las cureñas; la colosal calavera que los héroes entreven siempre entre el humo en el fondo de la batalla, avanzaba hacia ellos y los miraba. Pudieron oír, en la sombra crepuscular, que se cargaban las piezas; las mechas encendidas, semejantes a ojos de tigre en la oscuridad, formaron un círculo en torno a sus cabezas; todos los botafuegos de las baterías inglesas se acercaron a los cañones, y entonces, conmovido, teniendo el instante supremo suspendido encima de aquellos hombres, un general inglés, Colville según unos, Maitland según otros, les gritó:

- ¡Rendíos, valerosos franceses!

Cambronne respondió:

-Merde!

1 comentario:

Francisco Sianes dijo...

(Victor Hugo. "Los miserables". Al cabo de Waterloo)