lunes, 24 de marzo de 2008

Aristóteles contemplando el busto de Homero

George Steiner ha escrito Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento que, pese a ser pertinentemente refutadas por Jorge Wagensberg en El gozo intelectual, recogen un dictamen ancestral y perturbador: pensar no es vivir. El hábito del pensamiento nos aparta -el sintagma es de Joyce- del "corazón salvaje de la vida".

Decía Pessoa que todo pensamiento nace de una sensación contrariada. Esta perplejidad pessoana quiere ser una puesta en claro del carácter consolador del pensamiento. Como el amante despechado que anestesia su contrariedad entre abrazos mercenarios, el pensamiento se convierte en el refugio del deseo cuando éste se estrella contra la realidad amurallada. "Defensa frente a las ofensas de la vida", el pensamiento es una distracción ante los reclamos del dolor y de la muerte: ese juguete que cuelga del cabezal de un lecho donde agoniza un niño mortalmente enfermo.

Pero hay algo más.

Ha planeado siempre sobre el pensamiento no utilitario la sombra constante y ominosa de la sospecha. Innumerables son las voces que han establecido -y que establecerán- un hiato entre el pensamiento y la "auténtica vida". Todo pensamiento debería recordarnos la ruina de una sonrisa. Se entrega al pensamiento quien encuentra su voluntad derrumbada ante la sombra, el jugador que se ha resignado a convertirse en juguete del azar, cuyo nombre es el destino: Cada vez que tenemos una idea -sentencia Cioran-, algo se pudre en nosotros. La historia de las ideas es la historia del rencor de los solitarios. El pensador, lejos de la imagen heroica que de él labrara Rodin, actúa como el mendigo que contara y recontara ensimismado y rencoroso la miserable calderilla de la vida.

Y sin embargo, recuerdo hoy este cuadro:



Homero, Aristóteles, Alejandro. Nombres que aun hoy desafían al polvo. Rembrandt los reúne en su cuadro Aristóteles contemplando el busto de Homero. Sobre un fondo velado, que sólo se entreabre para mostrar unos libros, el viejo filósofo posa su mano derecha sobre el busto del poeta y apoya su izquierda sobre un cordón dorado del que pende la efigie de su discípulo Alejandro. Encuentro en esta obra una meditación sobre la naturaleza del pensamiento. Una apología y un homenaje.

Aristóteles contempla con una serenidad que mezcla admiración y melancolía el rostro ciego del aedo. Sus manos son el puente que une al poeta y al guerrero. Su función es hacer inteligible a Alejandro, insuflar en el joven el élan homérico. El filósofo, el pensador, no es más que un mediador, un sirviente de esos héroes transfiguradores de la vida. Su territorio son las sombras. Su destino, el polvo que azotará las efigies inmortales que acarician sus manos.

Y sin embargo, sostiene Tanizaki, la belleza nace a veces de la conversión de la necesidad en virtud. Así como los japoneses, obligados por el pragmatismo a convivir en sus hogares con la sombra, aprendieron a encontrarle o inventarle su belleza, el hombre, necesitado del pensamiento para sobrevivir, ha aprendido a convertir el medio en fin y su menesterosidad en trayecto hacia la gracia. Las altas torres del pensamiento también deben edificarse sobre la sombra, como el rostro de Aristóteles corona iluminado su oscurísima pechera. ¿Despreciaremos también el agua porque a ella nos empuje la sed? ¿Rehuiremos el retorno a Ítaca porque nos arrastre a ella la dolorosa huella en la memoria? Porque la acción es ciega si antes no ha sido templada en la forja de la reflexión. El mundo humano es mudo hasta que el pensamiento lo aferra con su garra o lo despierta con su caricia. ¿Cómo desdeñar la suerte de Aristóteles, la amorosa delicadeza de sus manos?

Pero hay algo más.

A medida que el tiempo se acorta ante mí y el panorama de la vida deja de ser un horizonte ilimitado, empiezo a comprender que la vida que se entrega al pensamiento encuentra al fin la mirada de Aristóteles. Y hay algo -lo sé- infinitamente humilde y compasivo en esa mirada. La convicción inabrogable de que la acción, por brillante y grandiosa que se presente, nunca deja de ser parcial y es siempre injusta, de que no hay caricia sin dolor ni generosidad sin herida.

Y Aristóteles y Rembrandt saben -lo sé- que hubo un tiempo para llorar a Darío y un tiempo para cortar el laberíntico nudo en Gordión; un tiempo para contemplar el alba bajo el árbol del Iluminado en la tierra del Ganges incesante y un tiempo para contemplar el ocaso donde los infinitos granos de arena, como los infinitos muertos que fueron y serán, se confunden al pie de pináculos oscuros en la mortaja que extiende la noche. Que habrá un tiempo para aquello que la presunción de los hombres enaltece como victoria y un tiempo para aquello que su orgullo desprecia como derrota. Y al final de tanta agitación, de tanta felicidad y tanta pena, la conciencia de que nada al fin importa, nada queda; que las tempestades de la ira y la pasión permanecen sólo mientras la tormenta de la sangre arrecia; y que todo al cabo se confunde y pasa, y adónde se marchó el dolor y de dónde volverá la dicha. O sólo quedan las palabras imborrables que desafían al tiempo y no pasan o regresan:

Por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento.

"Nunca estamos en casa", se lamentaba Montaigne por nuestra incapacidad para habitar el presente. Pero sin el recuerdo del pasado y el horizonte del futuro, el presente es ciego, inhabitable y cerrada nuestra casa. Pensar es la fidelidad al legado que nos ha conformado y "un mecenazgo a favor del futuro". El pensamiento es el latido de la vida y en su sístole y diástole perseveramos en el polvo ardiente que somos.

Contemplo una última vez a Aristóteles. La penumbra de su casa y la promesa de los libros, al fondo; la claridad, el agradecimiento, allí donde entrelaza su mirada con la mirada del poeta. Con su mano tendida hacia las cosas, el pensamiento traza un puente entre el corazón y el mundo. Ondea como una bandera allí donde no ha triunfado aún el deseo de desaparecer y abandonar la casa que es -hoy lo sé- mi casa.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Vuelve usted con las pilas puestas... Bello texto y certera síntesis: el pensamiento como puente entre el corazón y el mundo. A mí el librito de Steiner -ahora recuerdo que me lo regaló un compositor contemporáneo del sur que sentía devoción por el parisino- no acabó de convencerme, con toda esa palabrería sofista en contra de la vitalidad de la "res cogitans" :-) Vivir y escribir suelen entenderse también como un oxímoron irreparable. No hay demasiados motivos, en verdad, para la dicha, pero hay quien se esfuerza en echarnos paletadas de tierra encima sin ninguna contemplación...
Besos.

Anónimo dijo...

Acaríciame aunque me duela.
Mirémonos, conquistemos oriente.

Anónimo dijo...

La mano de la acción apoyada en el ingenio; la mano del corazón, en la acción. Y en medio, para terminar de conformar la inteligencia en el hombre, la reflexión de Aristóleles y su axioma: "In media virtus est". Porque el brillo del pensamiento precisa tanto de la dinámica luz como de la reposada sombra.

La cuestión es quién domina a quién. El hombre al pensamiento o el pensamiento al hombre. Me temo que lo segundo. Tal vez nuestro destino, si es que realmente tenemos alguno, sea lograr algún día esa conquista. O quizá, simplemente, llegar a comprender que jamás alcanzaremos ese dominio y que ahí precisamente radica nuestra gloria. No sé.

Lo que sí tengo claro es que a mí me domina un deseo irrefrenable de aplaudirle cuando escribe artículos como éste.*

Un abrazo y bienvenido.

*: En otros, le daría collejas.

Francisco Sianes dijo...

Ana,

A Steiner siempre le ha puesto la tentación apocalíptica. No lo culpo: el Apocalipsis comenzó en el Génesis. Pero, a pesar de todo (creo que apenas reparamos ya en la monstruosidad de esta fórmula), no sé vivir en la oscuridad profética: sí en el realismo trágico. "El realismo trágico preserva el convencimiento de que siempre se mejora gracias a un esfuerzo; de que nada dura para siempre; de que si lo malo del mundo supera a lo bueno, es sólo por un ligerísimo margen". Parafraseo a Flannery O´Connor: la gente sin esperanza no mira nada largo tiempo, porque le falta valor. El camino a la desesperación es el negarse a tener cualquier clase de experiencia y el hábito del pensamiento es, por supuesto, un modo de adquirir experiencia.

Y, parafraseando de nuevo, que la veo de ánimo otoñal, recuerde que el retorno desde el realismo apocalíptico al realismo trágico exige atreverse a dar el paso de estar inmovilizado por la oscuridad a que ésta te sostenga.

Un abrazo,amiga.

***

Anómimo,

Espero que no salga por aquí ningún Bartleby, con su enervante: "Prefiero no hacerlo".

Un cordial saludo y bienvenido o bienvenida (si procede).

***

Inés,

No hay hombre y pensamiento; nuestra humanidad es el pensamiento. De ahí que esté más lejos de nosotros un catatónico que una cafetera que pudiera lamentarse con un: "¡Qué deprimente es todo!"

Por lo demás, mi naturaleza es tan perversa que casi disfruto más de las collejas que de los aplausos. Aunque nunca reprimiría sus "deseos irrefrenables" de acariciarme el lomo.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Sin duda no estoy interesada en Bartleby, sino en el lugar que ocupa junto a la ventana.

Gracias por la bienvenida y
saludos de los que más le gusten.

Francisco Sianes dijo...

En vano entonces buscará o pedirá que allí la lleven, inevitable anónima, sólo encontrará ese asiento cuando -sencillamente- usted misma decida sentarse a su luz sin condiciones.

Los saludos que prefiero son los que usted desee darme.

Anónimo dijo...

Francisco,

No me ha entendido, pero dejaré la aclaración para otro momento: lo de la caricia en el lomito me ha dejado sin palabras.

Reciba SM* en su lugar esta enérgica e "irrefrenable" colleja.

*(¿o es S&M?)

Francisco Sianes dijo...

Usted siempre apegada a la vía purgativa, mística Inés...

Contróleme esa agresividad, que sólo en determinados ámbitos trae cositas buenas.

Yo diría que BDSM; pero no crea: como toda religión, es una práctica que exige dosis similares e ingentes de actuación, entusiasmo y perseverancia. Y yo estoy, ay de mí, asténico perdido.

Anónimo dijo...

Y yo que le había dado la collejita pensando que le iba a gustar...

En fin, que no hay manera de contentarle...

Volveré a mis oraciones. :(

Francisco Sianes dijo...

Rece por mí: nunca se sabe...

Anónimo dijo...

No, hijo, no: usted ya no tiene remedio.