Lo que siempre me ha gustado del hombre es que, siendo capaz de construir Louvres, pirámides eternas y basílicas de San Pedro, pueda contemplar fascinado la celdilla de un panal de abejas o la concha de un caracol.
Confesaré que siento debilidad por este pianista. Hay algo acuático en su arte: no un océano en calma, sino un mar antártico atravesado por gigantescos bloques de hielo brillantes, afilados. O es quizá como esas grutas erizadas de estalagmitas y estalactitas formadas por el moroso e incesante goteo del agua. Imágenes que no dan idea del absoluto control de las dinámicas, la riqueza de la coloratura, la sobriedad y la precisión del pedal, el dominio a vista de águila del conjunto y los detalles más recónditos de la obra. Matemática y arte: un geómetra de la poesía pianística.
En perfecta consonancia con su música, su mera presencia física resulta ya impactante: un cuerpo y un rostro anfractuosos, sombríos, cortantes, rotundos. Gestos al tiempo poderosos y contenidos: con algo de la violencia y la belleza muda, concentrada y al acecho de los felinos. Al verlo, al escucharlo, resulta imposible no pensar en la terribilità de las tempestades de Miguel Ángel: corporeidades delicadas y grandiosas que parecen compendiar en sus miembros retorcidos y en sus multicolores atavíos toda la fuerza de la creación. Sokolov tiene, en suma, personalidad y encanto: atributos ante los que la admiración puede permitirse prescindir de justificaciones.
En esta ocasión, interpretaba en Sevilla las sonatas sonatas KV 280 y KV 332 de Mozart y los Preludios op. 28 de Chopin (a los que generosamente añadió ocho "propinas"). La interpretación, magistral, fue una muestra más de la polivalencia del artista ruso.
Pero no quiero centrarme en los aspectos musicales del recital. Es el público lo que me interesa.
Incontables son las penalidades que un aficionado al teatro o la música [habrá otra ocasión para hablar de las heroicas penalidades del cinéfilo] debe padecer para disfrutar de su afición (un disfrute que, como se verá, no puede ser sino masoquista).
Empecemos por los olores. En la víspera de un concierto, parece apoderarse del público un perverso frenesí escanciador. ¿Qué desvarío mental lleva a pensar a los asistentes de un concierto que deben perfumarse como si fueran a encontrarse en una cochiquera? La aritmética de los olores no engaña: sumen los efluvios de dos millares de asistentes progresivamente caldeados y sudorosos. El resultado: una sala de conciertos convertida en perfumada y mareante pocilga.
No debemos olvidar los comentarios de los descansos (pueden escucharse incluso durante la propia ejecución de las obras). ¿Por qué esa costumbre no ya de intercambiar sino de gritar, para que bien se escuchen, juicios estéticos -por lo demás, absolutamente prescindibles y banales- que resulta imposible escuchar sin condescendencia?
Mucho más sangrante es, sin embargo, el asunto de los ruiditos. Supongo que habrás advertido, lector, que basta con que se apaguen las luces y se haga el silencio en cualquier teatro o sala de conciertos para que los espectadores allí reunidos se conviertan, por razones para mí inexplicables y sin duda inquietantes, en pacientes de un pabellón de tísicos. Hete aquí las toses estentóreas y los brutales carraspeos del caballero, hete allá los licuados sorbos de nariz de la señora. Un reflejo pauloviano que transforma a individuos civilizados en irritantes generadores de flemas incontinentes y mucosidades emergentes.
Confieso que pasé buena parte de este último recital enervado por tres presuntos pianistas jovencitos que, a mi izquierda, comentaban -cual periodistas deportivos- las proezas del virtuoso.
- ¡Dadme una valeriana, que me va a dar un infarto!- rebuznaba, incansable, uno de ellos.
No menos pavorosa era la aternativa de mi derecha, donde una ancianita con el pelo brutalmente cardado secundaba con espasmódicas inclinaciones y elevaciones de cabeza los fortissimi de Sokolov. Lo aterrador del asunto es que, en las pausas entre sus contoneos, podía yo advertir cómo se le caía la moquilla por uno de sus orificios nasales. Cierto es que ella no parecía tener pudor en sorberse; pero tenía yo la inquietud de que, al no controlar del todo sus violentos bamboleos -no tenía edad la señora para tales efusiones-, me pusiera perdido en uno de sus azarosos contoneos laterales.
Inverosímilmente, esto no fue todo. A la ristra habitual de toses y expectoraciones, se añadieron en esta ocasión toda una antología de ruidos: envoltorios de caramelitos, exploraciones de bolsos, crujidos de butacas, taconeos y -agárrate, lector- tintineo de monedas desparramadas por el suelo, quizá de un aparcacoches despistado y melómano [raro me resultó que, en Sevilla, el público no se lanzara al suelo, arañándose o mordiéndose para hacerse con el modesto botín]. Teniendo en cuenta la elevada edad media del público asistente [¿por qué la inmensa mayoría de los acontecimientos culturales "clásicos" se han convertido en francachelas geriátricas?] y sus bamboleantes costumbres, fantaseé -en un momento de rencorosa ensoñación- con la posibilidad de que los molestos y extraños ruidos pudieran pertenecer a desprendimientos y caídas de postizas dentaduras y piernas ortopédicas.
Y sin embargo, ¡oh sin embargo!, las zozobras de este evento musicoexpectorativo no han logrado destruir mi convicción de que "la vida, sin música, sería un error", de que nuestros quehaceres cotidianos (los trabajos y los días del hombre, sus enfrentamientos y fidelidades, sus pasiones, sus renuncias, el odio que nos consume y el amor que nos enaltece) no son sino conmovedores intentos de "mantenernos en la vida cuando la música ha cesado"; la convicción de que la música, en suma, es capaz de amansar incluso a fieras como quien ahora al fin calla y con ella al fin os deja.
11 comentarios:
"Tintineo de monedas desparramadas por el suelo"... llevo años denunciando ese ruido en el Maestranza (yo hablaba de rodamientos de bolas desparramándose pasillo abajo), pero hace tiempo que no lo escucho, casi me alegro de saber que sigue ahí.
En serio, es un ruido propio de ese teatro y, que yo sepa, único. No quiero morirme sin averiguar qué es.
Decía Susan Sontag que lo único que diferencia a los hombres españoles de los demás es que, cuando salen de los servicios públicos, todavía están subiéndose la bragueta.
Se podría decir también, Ignacio, que lo único que diferencia a los melómanos sevillanos del resto es que tienen la peligrosa costumbre de llevar la calderilla libre en los bolsillos.
Y he de confesar que es un pecadillo en el que también incurro (el de la calderilla, no el de la bragueta).
Por si les sirve de consuelo (cosa que dudo), decirles que por las latitudes madrileñas también se encuentra la especie "melómano de calderilla en bolsillo", así como una gran variedad de tísicos confabulados contra los eventos teatrales, musicales y demás.
Sobre la cuestión de la cremallera de las prendas de vestir, no me atrevo a comentar, pues no acostumbro a fijarme en tal detalle. Lo lamento.
Un abrazo. Lara
Qué curioso, vengo de otro blog donde acabo de leer algo parecido sobre los molestos ruiditos en el concierto de Sokolov; pero el que hubo en Madrid. Como ves, el público madrileño no se queda muy atrás en acompañamiento expectorativo:
http://variacionesgoldberg.blogspot.com/2008/02/msica-en-madrid.html
Un saludo y que Dios conserve la salud de esos melómanos blogueros que jamás tosen ni carraspean.
(Entonces... las misteriosas canicas que a veces se oyen rodar por el patio de butacas son las monedas ¿no?)
Yo escuché el mismo recital en Santander el pasado 15. Los asistentes (por aquí los espectadores no son tales, sino expectoradores) nos deleitaron con un selecto surtido de toses terminales y emanaciones múltiples, sin olvidar algún episodio de ronquido agudo. Lo mejor vino al rematar la faena, momento en que numerosos cuadrúpedos salieron en ruidosa estampida de la sala porque se les enfriaba la cena. Así que las propinas se quedaron en cinco, a pesar de que me habían informado previamente de que Sokolov llevaba nueve preparadas. En fin...
Besos desolados.
Mal de muchos -permítame ponerme sanchopancesco-, consuelo de tontos, Lara.
(Por cierto, ¿es usted la Lara de siempre?)
Un abrazo.
***
Distraído ya de la música por la banda tísica, fantaseé que ese rodar podía ser no de canicas sino de bolas chinas, Inés.
Pero mi bamboleante ancina me devolvía pronto a mis prosaicas aprensiones.
Sea bienvenida.
***
Acémilas, querida Ana: !acémilas!
La encuentro premiada como a Bardem. Mire que no dedicarme el premio... ¡Yo, que estaría dispuesto a vestir de etiqueta por usted! No somos nadie...
Un beso vitaminante y mineralizante.
Sí, creo que sigo siendo la misma de siempre (aunque no sé bien si eso me gusta o me disgusta). Una duda profundamente existencial a la hora de "elegir una identidad" (¿¿??) me llevó a optar por el anonimato firmado. Espero estar más atinada en esta ocasión.
Un abrazo.
Bienvenida pues tu identidad o máscara (si es que cabe distinguirlas).
Un abrazo.
No country for formal men :-)
En todo caso, esa etiqueta la presenciamos cuando usted quiera. Seguro que vale la pena.
Ana,
Nunca farolee a un farolero. ;-*
Vaya, Francisco... Creía que se refería a esas bolas chinas que se masajean con la mano para relajarse e, ingenua de mí, había imaginado que alguien extasiado escuchando a Sokolov, o quizá dormido, había dejado caer las esferas sin querer. Sin embargo, acabo de mirar por curiosidad en google para informarme un poco más sobre ellas y...¡córcholis! -la interpretación del ruso es fabulosa pero no creo que dilatara tanto los "corazones" ;) -.
Ay, como se nota que le gusta a usted... la cultura oriental.
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