En el irrecuperable pasado, los profesores de instituto habían sido esos alumnos respetuosos, aplicados y estudiosos, algo indolentes, amantes de la tranquilidad y los placeres serenos que llegaron a sus puestos de trabajo con la convicción de arribar a un puerto benigno donde la mercancía de sus conocimientos sería recibida con ilusión; llegaban también -justo es recordarlo- con la mirada puesta en el apetecible horizonte de unas largas vacaciones donde gastar los beneficios honradamente conseguidos.
Pero esta singladura sólo era posible en un orbe donde el conocimiento aún era respetado.
A la sombra, los maestros esperaban su turno: en otro tiempo habían sido esos alumnos con escasas luces, rencorosos con los "empollones", astutamente trepas y con una ambición política desmesurada que comprendieron pronto que su poder no es el saber y planificaron hacerse con el poder a secas. Con la perseverancia del vengativo, se hicieron con las antiguas fortalezas políticas (las directivas y los cargos sindicales y políticos) y levantaron otras nuevas (APAS, departamentos de orientación y pedagogía). Manejando los hilos del "politiqueo", ocuparon también las facultades "blandas" (quién ignora que el acceso a la docencia universitaria es cualquier cosa menos meritocrático).
¡Lo que les esperaba a los profesores! Atenazados por la cuádruple pinza del rencor maestril, sindical, psicopedagógico y universitario, habían quedado vendidos en tierra de nadie. ¿Reaccionaron? Claro que no. Ellos estaban hechos de otra pasta: detestaban la sangre, fajarse en la batalla cuerpo a cuerpo: ¡ellos eran ilustrados! ¿Acaso no se disolverían las sombras cuando la sociedad se estrellara contra los muros del corazón de la tiniebla? Pero los profesores habían subestimado la fuerza del rencor que tantos padres y maestros (Iagos escondidos tras sus máscaras de directivos, pedagogos y políticos) habían acumulado contra ellos durante décadas. Los más viles no tardaron en repetir el beso infame de Iscariote. Casi todos acabaron cediendo, ignorantes de que la cesión ante los airados nunca calma el rencor: sólo lo enardece. Hoy se sienten incapaces de recuperar el terreno perdido: se han rendido.
Pero esta singladura sólo era posible en un orbe donde el conocimiento aún era respetado.
A la sombra, los maestros esperaban su turno: en otro tiempo habían sido esos alumnos con escasas luces, rencorosos con los "empollones", astutamente trepas y con una ambición política desmesurada que comprendieron pronto que su poder no es el saber y planificaron hacerse con el poder a secas. Con la perseverancia del vengativo, se hicieron con las antiguas fortalezas políticas (las directivas y los cargos sindicales y políticos) y levantaron otras nuevas (APAS, departamentos de orientación y pedagogía). Manejando los hilos del "politiqueo", ocuparon también las facultades "blandas" (quién ignora que el acceso a la docencia universitaria es cualquier cosa menos meritocrático).
¡Lo que les esperaba a los profesores! Atenazados por la cuádruple pinza del rencor maestril, sindical, psicopedagógico y universitario, habían quedado vendidos en tierra de nadie. ¿Reaccionaron? Claro que no. Ellos estaban hechos de otra pasta: detestaban la sangre, fajarse en la batalla cuerpo a cuerpo: ¡ellos eran ilustrados! ¿Acaso no se disolverían las sombras cuando la sociedad se estrellara contra los muros del corazón de la tiniebla? Pero los profesores habían subestimado la fuerza del rencor que tantos padres y maestros (Iagos escondidos tras sus máscaras de directivos, pedagogos y políticos) habían acumulado contra ellos durante décadas. Los más viles no tardaron en repetir el beso infame de Iscariote. Casi todos acabaron cediendo, ignorantes de que la cesión ante los airados nunca calma el rencor: sólo lo enardece. Hoy se sienten incapaces de recuperar el terreno perdido: se han rendido.
Sólo unos cuantos -se dice que son trescientos- resisten aún. Irreductibles, estragados, mantienen firmes sus mermadas filas, conscientes de la derrota "pero nunca en doma". A veces, una ligera brisa hace crujir y ondear sus parcheados estandartes. Entonces sus mandíbulas y puños apretados se relajan un instante y ríen juntos. En esos momentos luminosos, incluso la victoria parece posible.
Ni ellos mismos saben cuánto depende de que ese último batallón no rompa filas jamás.
13 comentarios:
Entre todos tus escritos (mira que son buenos) este me ha gustado especialmente.
Gracias Francisco
Te ganaste dos cervezas seguidas. Recuperando las excepciones, absolutamente raras, ese colectivo debería ser apartado de la sociedad, confinado en algún lugar remoto donde no puedan acercarse a ningún niño, tal vez sustituir a los leprosos en las leproserías... Abrazos.
Gracias a ti por dejarte ver en esta trinchera, amigo Mateo.
***
Sir John,
No me emborrache, que disparato.
Claro que hay excepciones entre los maestros. Y muchos "traidores" entre los profesores (esos a los que tanto gusta liberarse y ocupar los puestos de responsabilidad en los centros). No hablo tanto de cuerpos docentes como de categorías psicológicas; aunque es cierto que el cuerpo de los maestros es, en general, para echarle de comer aparte.
Un fuerte abrazo.
Querido Francisco:
Como caído del cielo su texto.
Del frente de batalla llego esta noche magullado y exhausto. He de decirle que el batallón es cada vez más escaso, insignificante e ignorado. Son muchos los que, por mala fe, se han pasado al enemigo. Pero son todavía más los que, por inopia o estulticia, lloran como chiquillos cada vez que sienten las balas de la responsabilidad silbar sobre sus cabezas. Es entonces cuando, movidos por la cobardía más infame, se esconden bajo los cadáveres y aguardan la madrugada.
Éstos -los necios, los silenciosos- son los que nos hacen más daño.
Pero, ¿qué le ha pasado, Aquiles? Porque yo también vengo esta tarde calentito...
Cuánta razón tiene, querido amigo. ¿No decía Luther King aquello de que no es lo más terrible el mal sino la connivencia y la cobardía ante las sombras?
¡Nuestro Señor Todopoderoso nos proteja de los timoratos!
Lo siento, y no es por desanimar, pero creo que la batalla está perdida... Los timoratos, como los ultracuerpos, nos han invadido...
Un beso.
Pues sí, Ana. Me conozco ya suficientemente bien el paño como para no darme cuenta de que la guerra está perdida.
Aunque es cierto que aún pueden ganarse algunas batallas. Usted, que habla siempre de victorias, sabe mejor que nadie que ninguna es despreciable.
En cualquier caso, no me veo jubilándome como profesor de instituto. Tal y como está la cosa, y tal y como es mi carácter, no llegaría cuerdo a los cuarenta.
A ver si me ofrece usted algún trabajo, querida amiga, aunque sea de chacho. O de preceptor de sus presuntos churumbeles. Bueno... bien pensado, de preceptor no. ¡Mire cómo acabó Julien Sorel!
Un beso desorientado.
Si le apetece ocuparse como pluriescriba de una revista de cultura... :-) Pero le avanzo que esto también puede tener peligrosas consecuencias.
Beso.
Si eso implica escribir trabajos bajo su supervisión y llamarla "jefa", ni lo dude. Ahora: ¿no sentiría la tentación de emplearme como chico del café, verdad?
Para eso hay que hacer méritos :-)
Usted dirá, "jefa"...
Gracias por el texto.
He llegado al blog por intrincados senderos pero lo frecuentaré a partir de ahora.
Moriremos con las botas puestas.
Consuela saber que aun quedamos trescientos, y que nos dejaremos la piel enseñando Ciencia y no mandangas de pedagogos. Me encantó tu blog, compañero, y te invito cordialmente al mío. No pasarán.
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