miércoles, 5 de septiembre de 2007

París, 2 de abril

En la mítica librería Shakespeare no conocen a George Steiner. Pregunto al dependiente por uno de sus libros. Desconcertado, consulta a una compañera que se vuelve hacia mí para decirme: "¿Es autor de ficción?" La ficción, pienso, son las humanidades.

Quizá para resarcirlo mentalmente, compro la edición francesa de Presencias reales en la plaza de la Sorbona. Pero la realidad nos desaconseja ser enfáticos en nuestras desilusiones y, a veces, nos ofrece compensaciones secretas: encuentro el tributo a las humanidades en los Jardines de Luxemburgo. Jóvenes, adultos y ancianos leen, estudian, escriben en sus cuadernos y portátiles mientras toman el sol. Muchos de ellos leen con un lápiz en la mano -me acuerdo, sonriendo, del ignorado Steiner: un intelectual es, sencillamente, alguien que lee con lápiz-. El ocio sereno y silencioso de estos jardines me hace sentir una modesta alegría.



Me siento en un banco al pie del Sagrado Corazón, en Montmartre, para observar a los visitantes que ascienden penosamente la escalinata, resoplando con las manos en la cintura como morsas enloquecidas y exhaustas.

A mi lado, dos jóvenes norteamericanas pijas (vestidas con un estilo estudiado y vaquero -minifaldas y camisas repujadas, botas de piel-, maquilladas y peinadas de forma convencionalmente esmerada) comen pizza, beben cerveza y fuman Marlboro con voraz promiscuidad. Me parece estar asistiendo a la puesta en escena de un telefilme estudiantil. ¿Son sus vidas tan previsibles como aparentan? ¿Cómo es el relato que se cuentan a sí mismas mientras visitan la ciudad? ¿Qué historias contarán cuando vuelvan a casa? Me recuerdan algo: allá donde viajamos, llevamos nuestra cultura a cuestas. ¿Es más rico, más pertinente, más enriquecedor el propio relato que yo me cuento mientras escribo estas notas?

Se levantan y una de ellas se acerca a dos parisinos de mediana edad para que les tomen una foto. El más orondo coge la cámara con una sonrisita coqueta y las acecha hasta que se colocan al pie de la escalinata. Una de ellas le pide que espere: lleva un jersey en la cintura y no quiere que aparezca en la foto. Con pocos escrúpulos, lo lanza al suelo; luego anima a su compañera (que precisa de pocos estímulos) a adoptar una postura de pin-up; y finalmente, con un gracioso gesto de la mano que abarca la escalinata, la iglesia, el cielo, la propia espesura y la tonalidad de la tarde, le indica a su fotógrafo: "Every". Luego se acerca sonriendo para que le devuelva su cámara y se agacha para recoger el jersey, momento que el avispado fotógrafo aprovecha para buscar la perspectiva más abarcadora de su entrepierna; vuelve con su amiga, le dedica al encantado fotógrafo un "Thank you!" agudo y, como quien emprende una gesta imposible con generosidad de ánimo, comienza a subir la blanca escalinata. Los dos parisinos intercambian miraditas procaces y se quedan un rato mirándoles el culo. Ellas, previsiblemente, llegarán arriba agotadas.

Ya en la iglesia, un joven en camiseta de mangas cortas escucha la misa. Sus gestos, mezcla de misticismo y desvarío, contrastan con la quieta desesperación de una anciana que reza de rodillas a su espalda. Un sacerdote negro oficia, mientras el coro de monjas entona cantos de liturgia. Contemplo las estatuas iluminadas por la luz de las vidrieras: monjas inertes que transmiten una devoción no menos profunda que las que ahora cantan durante el oficio y que, para la medida del tiempo de la piedra, habrán muerto en un instante. Sólo quedará de ellas el símbolo petrificado de estas monjas que me miran, con sus ojos ciegos, desde un tiempo en el que ya no hay tiempo: el mismo del que me hablan las gargantas vivas que se apagan con el fin del canto. Todo es, a la vez, elocuente e inútil en este solemne templo. La monumentalidad intenta honrar y convocar una espiritualidad para la que basta un solo ser humano traspasado por la fe. Pienso en el joven y en la anciana que ahora -distintos, angustiados, repentinamente unidos al estrecharse la mano- se dan la paz.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

"(...) La monumentalidad intenta honrar y convocar una espiritualidad para la que basta un solo ser humano traspasado por la fe.(...)"

Y yo diría: "para la que basta un solo ser humano traspasado por la BELLEZA..."


El último párrafo de tu artículo me ha recordado algo que me sucede a menudo cuando estoy en una iglesia o una catedral (también en un museo o en cualquier otra parte donde observe de cerca algo bello creado por el hombre, pero me ocurre más en ambientes solemnes). En la quietud de estos lugares suelo retroceder en el tiempo para imaginarme con detalle al artista: ora ideando el proyecto con el ceño fruncido por la concentración, ora trabajando minuciosamente en la obra que siglos después mi mirada contempla. Si en esta obra hay representada alguna figura humana, visualizo también a la/s persona/s que sirvieron de modelo, y la/s supongo posando, mirando fijamente a un punto, tratando de no moverse pese al cansancio por haber mantenido durante largo rato la postura. Me acuerdo también de todos aquellos otros seres humamos que observaron en el pasado esa creación y de todos los otros futuros que han de contemplarla algún día, muchos de los cuales, tal vez, piensen las mismas cosas que en ese momento yo pienso.

Entonces no puedo evitar imaginarme después a todos muertos: al artista, con sus hábiles manos reposando sobre su quieto pecho en algún lugar del tiempo; a los modelos, a los que ya no les cuesta ningún trabajo evitar moverse; y a todos los observadores sucesivos en la historia que por ese mismo sitio pasamos y que, por unos instantes, estuvimos unidos con el espíritu del artista y, de alguna extraña forma, lo estuvimos también entre nosotros a través de ese momento de comunión con la obra y con nuestro destino común: el polvo.

Quizá esto suene un tanto tétrico o morboso pero es durante esas reflexiones cuando me sumerjo profundamente en la esencia de la obra que presencio: una talla, un retablo, un dulce canto litúrgico... y al sentir esa magnificencia inmortal sobre la levedad del momento, me conmuevo doblemente.

Es entonces también cuando comprendo que la muerte no hace sino otorgar belleza a las cosas y que la belleza, a su vez, a modo de recompensa, parece querer despojar a la muerte de su velo de horror para que las personas como yo dejen durante unos instantes de tenerle miedo.

Y así es como en momentos y lugares como éstos, y sin tener la más mínima fe en Dios, siento que algo divino me traspasa y le encuentro cierto sentido a la vida.

Y , claro, como es de suponer, con tanta visualización y demás gaitas, me dan las tantas dentro de la iglesia...

Saludos místicos.

Francisco Sianes dijo...

gautier,

Voy a hacerle una confesión: la última vez que traté de forzar una "experiencia mística" en una catedral me quedé profundamente dormido. Hasta que una señora tuvo a bien recordarme que era la hora del cierre.

Saludos abochornados.

Anónimo dijo...

Vaya por Dios... ¿"Semicapón" también en lo espiritual? En ese caso no fuerce el éxtasis que es peor. A mí me resulta fácil porque mi alma es "multiextática", como
la de Santa Teresa, y asciende en seguida. Pero si a la suya le cuesta, no desespere: usted siga practicando y ya verá como un día también se le eleva.

Suerte