miércoles, 16 de febrero de 2011

Comprometidos

[Recomiendo ver la película enlazada aquí antes de leer el texto. Incluso si no hay intención de leer el texto.]

No suelo ver películas ya comenzadas: no quiero renunciar a los principios.

En aquella, los protagonistas eran Will Smith y Stockard Channing, a quienes yo asociaba respectivamente a la teleserie El príncipe de Bel Air y al largometraje Grease (unas credenciales poco prometedoras). El personaje que interpretaba Will Smith peroraba sobre la incomunicación y la violencia implícitas en El guardián entre el centeno, sobre el poder de la imaginación. Sus tres oyentes lo escuchaban, embelesados. Renunciando a mis principios, la vi hasta el final: de eso hace ya bastantes años.

Hace unos días, releyendo la novela de Salinger, recordé la película y me apeteció verla de nuevo. Pese a sus irregularidades, Seis grados de separación es una obra conmovedora y ejemplar. Son muchos los temas que aborda: la incomunicación entre padres e hijos, la falla entre clases sociales, los declives de la identidad, la necesidad de un hogar. Pero no pretendo urdir una crítica exhaustiva, sino una meditación (una invitación).

A lo largo de la película, Paul seduce a varios matrimonios pertenecientes a la alta burguesía neoyorkina, a dos jovencitos bohemios, a un brillante licenciado en Harvard. No es sólo su atractivo físico ni su aguda inteligencia, ni siquiera su talento para descubrir el punto débil, los deseos del otro (el arte del amor y de la guerra); Paul irradia carisma: posee el don -improbable- de generar ilusiones ("Tan henchido de vida / que fortalecerá la vida con solo existir", dos versos de Ben Jonson que bien podrían ilustrarlo).

Es carismático aquel cuya irradiación hace germinar -con entusiasmo- ese yo embrionario que podemos ser (y que tememos no llegar a ser). Es carismático quien se conforma en un modelo ejemplar para nosotros; no necesariamente para imitarlo en sus maneras: sí para querernos herederos de su gracia. Es carismático quien nos inspira; o acaso aquel a quien nosotros inspiramos, aquel a quien querríamos pedir (se lo pedimos siempre de corazón y con el pensamiento): hazte mi inspiración, conviértete en mi aire. El carismático, como el rilkeano torso de Apolo arcaico, nos susurra: "Debes cambiar tu vida".

Cuando el matrimonio Flanders pregunta a Elisabeth por qué su novio y ella se dejaron conquistar, ella contesta: "Nos descubrió un mundo nuevo. Eso es lo que todo el mundo quiere, ¿no?". El método de Paul: la palabra, esa arma de seducción masiva. Paul habla, fabula, inventa un mundo para sus oyentes: así es como los inspira. (Debo parafrasearme) Es una figura cordialmente movilizadora pues consigue persuadir a sus oyentes -sometidos a la inercia de la identidad y a la pereza de su imaginación- de que, durante el tiempo que dura su discurso, esas insuficiencias han podido ser si no burladas, sí cuestionadas. Acaso trascendidas.

"La imaginación", sostiene Paul, "es el pasaporte de toda creación para transportarnos al mundo real. Otra manera de denominar aquello que nos pertenece más íntimamente." Para acceder a ello, es preciso quebrar la identidad en que nos hemos petrificado. En la película, la seguridad muelle del orden frente a la angustia salvífica del caos están representadas en el lienzo doble de Kandinsky. Paul viene a quebrar la ordenada inercia de Flan y Ouisa, ejerciendo sobre ellos una violencia caótica tan amenazadora como fértil (desórdenes que ordenan). Sin embargo, no se trata de elegir una de esas dos facetas (no se puede: se precisan). Paul también desea un orden, una norma, una ley. "Él quería ser nosotros", dice Ouisa. El inspirador también desea ser inspirado. Necesita al seducido, su predisposición a convertirse en hogar (hazme tu inspiración. Conviérteme en tu aire). "El Kandinsky está pintado por ambos lados": son sus últimas palabras.

Y sin embargo... El hogar es esa encrucijada donde las exiliadas líneas paralelas no se encuentran. Si para Paul la palabra y el ejemplo fundan el territorio de la promesa, Flan los convierte en pasto para la anécdota. Su imaginación no responde al torso de Apolo; es como la estatua del husky en Central Park: un salvavidas petrificado. Ouisa, en cambio, se redime al comprometerse; al mantenerse fiel a su inspiración, aunque el inspirador haya desaparecido (nadie desaparece mientras el corazón recuerda. Y recordar proviene de recordis, pasar de nuevo por el corazón). "Nosotros lo convertimos en una anécdota", se lamenta. "Pero fue una experiencia. Yo no voy a convertirlo en una anécdota. ¿Cómo podemos evitar que eso nos ocurra? ¿Cómo podemos acoplarlo a nuestras vidas sin convertirlo en una anécdota? ¿Cómo conservar la experiencia?". Para Alessandro Baricco: La experiencia es un paso fuerte de la vida cotidiana: un lugar donde la percepción de lo real cuaja en piedra miliar, en recuerdo y en relato. Es el momento en que el ser humano toma posesión de su reino. Por un momento es dueño y no siervo. Adquirir experiencia de algo significa salvarse. No está dicho que siempre sea posible.

"¿Crees que podrías responder por la mayor parte de tu vida?". Al convertir nuestra existencia en una anécdota o en una historia (inspiradora e inspirada) nos hacemos responsables de nuestra autobiografía, merecedores de nuestro relato. De nuestra condena o de nuestra salvación.

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Hace años, recién inaugurado el tercer milenio, le contaba a una amiga -seduciéndola o acaso codiciando su mirada seducida ("Alguien me sigue mirando. Aún se preocupa por mí. Eso es lo que me parece tan maravilloso. Ojos en mis ojos.")- cómo las utopías han sido sustituidas por los propósitos de fin de año. No los ridiculizo: hay algo admirable en estos humildes compromisos: no fumar, ponerse a dieta, aprender inglés, hacer deporte... Desechadas las esperanzas en un más allá redentor, en la revolución mesiánica, sólo nos queda la autotrascendencia: la conquista de ese yo mejor que nos hemos prometido ser. Pero no es algo que podamos hacer solos. Necesitamos a los otros y los otros nos precisan. Su aliento, nuestro aliento; su ejemplo y nuestro ejemplo. Una ejemplaridad que nos convence de que "cada ser humano es una nueva puerta abriéndose a otros mundos". También nosotros mismos. Hacernos entre todos responsables del legado -mantener abierto el ámbito de la promesa- es estar com-prometidos.

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A veces, mis parejas me preguntaron si tenía miedo al compromiso. Me habría gustado responderles (ya no recuerdo si lo hice de palabra; confío haberles respondido con los hechos) que precisamente temo la convivencia sin promesa (dos promesas que, mutuas, se sostienen: no hay otro compromiso). Me gustaría haberles respondido que el amor, el compromiso, precisan la imaginación, la inspirada profecía autocumplida (sólo quien se hace creíble en lo inverosímil, tangible en lo improbable, puede aspirar a ser amado). Me gustaría que hoy supieran que he sido -he deseado ser- un heredero digno de ese compromiso: pues no hay herencia digna sino aquella que asume una deuda de amor.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

me has convencido, la veré, y después releeré este post.

Anónimo dijo...

vista la peli, releido el post. ahora lo entiendo mejor. me agradezco seguir tus consejos cinematográficos. te agradezco la meditación y la invitación que has hecho aquí.

Francisco Sianes dijo...

Y yo me alegro de que -en este blog que ha adelgadazado (esa delgadez que deja al descubierto la carne magra, nutritiva y musculada) hasta convertirse casi en un diálogo entre tú y yo- hayamos coincidido precisamente en esta entrada, amiga.

Un abrazo cómplice.