Había en otros tiempos... ¿ha observado cómo aromatizan e invaden el cuarto las glicinas bañadas por el sol de esta pared? Lo hacen como si (liberadas por luz) se movieran con avance secreto, rozando y pasando de uno a otro átomo los mil ingredientes de esta penumbra. Ésa es la esencia del recuerdo: sensación, gusto, olfato. No se trata del entendimiento, del pensar. La memoria no existe; el cerebro recuerda lo que los músculos se esfuerzan por hablar, ni más ni menos, y la resultante es por lo general falsa, merecedora apenas del nombre de sueño... ¡Ah sí, el dolor se aleja, se desvanece, lo sabemos muy bien..., pero pregunte usted a los lagrimales que han olvidado llorar! Hubo en otros tiempos un estío de glicinas. Todo estaba impregnado de glicinas (y yo tenía catorce años entonces), como si todas las primaveras futuras se hubieran condensado en una sola en un verano: la primavera y el verano que pertenecen a toda mujer que ha respirado en este mundo, deudora de todas las primaveras traicionadas que, desde tiempos irrevocables, quedaron detenidas para volver un día a reflorecer. Era una vendimia de glicinas, pues el año de vendimia consiste en esa dulce conjunción de raíces, flores y ansias, horas y tiempo; yo (que tenía catorce años) no insistiré en la floración, puesto que ningún hombre podía mirarme aún (ni lo haría jamás) con algún detenimiento, no como a una niña, sino como a algo menos que una niña; no sólo más niña que mujer, sino menos que cualquier especie de carne femenina. Tampoco hablaré de hojas... yo, hoja amargamente pálida, raquítica y frustrada, temerosa de cualquier derecho al verde luminoso que podía haber iniciado los tiernos juegos infantiles de novios de un día, o detenido el vuelo de las voraces avispas masculinas de una pasión futura. Pero insisto y reclamo la raíz y las ansias, ¿no he heredado acaso de todas las Evas solitarias que han nacido después de la Serpiente? Sí, lo afirmo, yo crisálida frustrada de una ciega simiente perfecta: pues ¿quién podrá decir que una raíz nudosa y olvidada no florecerá un día en un capullo redondo y concentrado, más pleno y concentrado y embriagador porque esa misma raíz abandonada no estaba muerta sino dormida?
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1 comentario:
William Faulkner, vaciándose en una monstruosidad paradigmática en "¡Absalom, Absalom!".
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