lunes, 3 de septiembre de 2007

Una vida de fregona

Salgo poco de noche. O debería decir mejor que frecuento poco "la noche". No es que sienta el ambiente especialmente frívolo o vacuo, tampoco es que no sepa manejar el código nocturno de gestos, silencios y miradas; pero, en el fondo, toda va a trasmano para mí. Demasiada ansiedad, demasiadas expectativas insatisfechas (quizá imposibles de satisfacer); una alegría y una vivacidad demasiado ruidosas, demasiado teatrales para ser auténticas; demasiada premeditación. No es mi mundo.

Pero, hace unos días, me dejé arrastrar por una amiga a un local de moda. Acababan las vacaciones y ella insistía en que había que apurarlas. Supongo que mi amiga adivinaba en mis ojos entrecerrados y poco alentadores que mi idea de apurar las vacaciones tenía poco que ver con la suya; pero a veces me cuesta decir "No". Así que tomé aire, me levanté de mi cómodo sillón, miré con aprensión el libro que acababa de dejar sobre la mesita y la acompañé sin protestas.

No quiero parecer pusilánime; pero me sentí inquieto desde que entré en el local. Intentaba disimular para no aguarle la fiesta a mi amiga, hasta que descubrí que mi inquietud no era más que una reacción física: la música estaba tan alta que me hacía retumbar (literalmente) la caja torácica. Pensé en rogarle a alguna de las camareras que bajara un poco el volumen; pero reflexioné que lo tomaría por una gracieta, un capricho de lunático o un coqueteo a la desesperada. Así que me aseguré visualmente de que mi amiga estaba ya rodeada por una bandada de buitres y busqué (inverosímilmente) un lugar tranquilo. Para ello tuve que rozarme sin decoro contra varios chicos y chicas, que recibieron mis magreos (lo juro) involuntarios con absoluta desafección o con miradas invitadoras que me aseguré de no secundar.

Al fin encontré un asiento libre; pero entonces me di cuenta de que no tenía nada para beber. Así que di media vuelta y me lancé a la pista de baile. Esta nueva tanda de roces y magreos (lo juro) involuntarios sí que despertó la suspicacia de alguna que otra bailarina y de sus admiradores, que me observaban con una mezcla de condescendencia y envidia por mi (supuesto) atrevimiento. Consciente de la facilidad con que se incendian los ánimos en estas circunstancias, me escabullí lo más rápido que pude hacia la barra, en la que permanecí durante interminables minutos hasta que comprendí que allí nadie respetaba el turno de llegada. Esta situación candorosa y desconcertante la disculpa quizá el hecho de que llevo años viviendo solo: eventualidad que obliga a hacer visitas periódicas a la pescadería, la frutería y otros locales no tan de moda, donde el respeto a tales normas civilizadas (excepción hecha de alguna ama de casa impaciente, descarada y talludita) es ley. El caso es que cuando una camarera reparó en mi aspecto desorientado, se acercó con esa desgarradora sonrisa de barra que está presente en los labios pero no en los ojos y me preguntó (o así lo interpreté yo, porque no podía oírla):

- ¿Qué vas a tomar?
- Un café con leche, por favor.
- ¿Cómo?
- ¡UN CAFÉ CON LECHE! (Tuvo que entenderme: tengo un buen torrente de voz; de hecho, una chica a mi lado -concienzudamente estrábica- dio un respingo y me miró con un ojo asustado y otro enloquecido)
- ¿¡QUÉ!? (Ella tampoco era muda...)
- ¿Servís cafés? Allí veo una máquina...
- Ah... ¡que quieres tomar un café!
- Sí, con leche.
- ¿A estás horas?
- Sí, mami: ¿me lo llevas a la cama?
- Ahora te lo traigo. (Risita ambigua)

Trajinó un buen rato, rezongando ante la máquina, mientras las otras compañeras observaban sus torpes movimientos (presumiblemente, no hacía el turno de tarde) con estupefacción y rencor (debían de pensar que se escaqueaba).

- Tu café... con leche. (Más risitas)

Consideré que no merecía la pena seguirle el vacile a aquella chica: mis juegos de palabras lácteos no son precisamente sutiles y no quería arriesgarme a recibir una respuesta airada (o incluso una bofetada). Así que me largué. Para llegar de nuevo a mi asiento, tuve que volver a atravesar, con la taza entre las manos, la masa de cuerpos que se contorsionaban apretada y espasmódicamente frente a mí; con la dificultad añadida de que el café salpicaba ligeramente cada vez que los altavoces expulsaban una nota singularmente potente (casi todas). Lo más angustioso del asunto es que hacía un calor de espanto y que todo el mundo parecía sudar de forma descontrolada y atroz. Yo intentaba llevar la taza en alto para evitar que las gotas de sudor cayeran dentro, al tiempo que hacía virtuosos equilibrismos para no volcar el café sobre los bailarines. Felizmente, no hubo que lamentar contratiempos (si por tal cosa descartamos la mirada ya decididamente inquieta de ellas, ya declaradamente amenazante de ellos). Llegué a mi asiento, que seguía libre, y (sofocado y exhausto) me senté con mi café.

Cuento todo esto porque, mientras estaba allí (hundiéndome inadvertida pero irremisiblemente en un sillón verde pistacho de última generación) pude observar con cierta calma a la gente que bailaba o conversaba (o hacía que conversaba. Imposible que oyeran nada). Puede que yo estuviera predispuesto a ver así las cosas; pero se hablaban no como lo harían dos personas que se gustan, sino como dos actores que interpretaran a personajes que se gustan. Más que una verdadera pasión, aquello parecía un rito o simulacro ineludible para alcanzar la presa. Incluso cuando se miraban a los ojos o se besaban o se metían mano parecían extrañamente ausentes. Parecían estar revisando mentalmente qué pasos debían dar. No había duda: muchas de estas parejas repentinas acabarían follando esa noche; pero daba la impresión de que, mentalmente, lo habían hecho ya: lo que seguía era sólo la confirmación de algo que ya se daba por pasado. Tal vez por olvidado.

Entonces recordé una escena de un libro (Ampliación del campo de batalla) que había leído no hacía mucho. El narrador (en una situación muy parecida a la que yo estaba viviendo en las verdosas arenas movedizas del sillón) observa a una chica en una discoteca. Y se dice:

Esa niña era una maravilla, estaba íntimamente convencido; pero no era grave, ya me había masturbado. Desde el punto de vista amoroso Véronique pertenecía, como todos nosotros, a una generación sacrificada. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna. Véronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos. En realidad, las sucesivas experiencias sexuales acumuladas en el curso de la adolescencia minan y destruyen con toda rapidez cualquier posibilidad de proyección novelesca; poco a poco, y de hecho bastante deprisa, se vuelve uno tan capaz de amar como una fregona vieja. Y desde ese momento uno lleva, claro, una vida de fregona; al envejecer se vuelve menos seductor, y por tanto amargado. Uno envidia a los jóvenes, y por tanto los odia. Este odio, condenado a ser inconfesable, se envenena y se vuelve cada vez más ardiente; luego se mitiga y se extingue, como se extingue todo. Y sólo quedan la amargura y el asco, la enfermedad y esperar la muerte.

Pensando en todo esto, no me percaté de que la pareja que yo estaba observando había desaparecido de mi campo de visión. Un poco desubicado, sin duda incómodo, me llevé la taza a los labios; pero el café ya estaba frío y (mis escrúpulos no me permitían reconocérmelo) algo salado. En estas circunstancias me encontró mi amiga: zozobrando en el sillón de diseño y aferrado a una taza de café con leche y sudor. Debía de transmitir yo una absoluta impresión de desamparo, porque se acercó a mí y me dijo piadosamente:

- Fran... pero ¿qué haces aquí sentado solo, hombre?
- (Largo silencio. Mirada suplicante) Deseo salir de aquí.
- Anda, sí: vámonos a casa...

La novela de Houellebecq cuenta, precisamente, lo que nos sucede durante esos largos silencios

en los que tu absoluta soledad, la sensación de vacuidad universal, el presentimiento de que tu vida se acerca a un desastre doloroso y definitivo, se conjugan para hundirte en un estado de verdadero sufrimiento. Y, sin embargo, todavía no tienes ganas de morir.

Salí de allí acompañado por mi amiga; pero esta vez no me rocé con nadie ni a nadie magreé. El local empezaba a quedarse vacío y la música arreciaba con más fuerza que nunca. Ya fuera, durante el camino a casa, en la ducha, incluso acostado en la oscuridad y el silencio de la cama, imaginaba a esas parejas en camas menos oscuras y menos silenciosas que la mía, cumpliendo un trámite que certificaría hasta qué extremo, con qué naturalidad y entereza, han aprendido a ser incapaces de amar.

12 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Bonsoir!

Imposible que pienses asi.
¿Tan dolido estás y tan mayor te consideras para pensar que los demas son incapaces de amar?

No estas enseñando con el ejemplo:
Debemos enseñar -no, eso es demasiado arrogante: debemos dar el ejemplo.

Claro que, por increible que parezca, me gusta el articulo. Tu seriedad provocaria carcajadas entre los jóvenes, querido amigo.

Saludos de un amante que espera, recapacites.

Francisco Sianes dijo...

Pues parece que el tono irónico que pretendí imprimir al artículo ha sido ensordecido por la retumbante música discotequera...

No hombre no: ni soy tan mayor, ni estoy especialmente dolido. En cuanto a la seriedad... Por tremebundos que resulten los artículos aquí publicados, no olvides que la escritura no deja de ser una máscara. Ya decía Gabriel Ferrater que no se puede hablar de la felicidad sin poner cara de tonto.

Un cordial saludo.

Anónimo dijo...

Ay... pero cómo se adentra en esa jungla, alma de cántaro, si lo que a usted le pega es perderse por unos jardines románticos, jajaja.

La verdad es que me hace mucha gracia su artículo porque eliminando lo de los magreos y cambiando el café con leche por un té, me estoy viendo a mi misma cuando frecuentaba esos ambientes. Y lo digo en pretérito porque hace tiempo que no acudo a ellos pese a que mis amigas (con sorprendente tenacidad) aún continúan con la matraca de que las acompañe cada fin de semana al garito de turno. Sé que su instancia es por puro interés aunque el discursito que me suelten suene a altruismo fraternal: "Venga, mujer, vente... te conviene salir más de marcha, además... si no vienes no vas a conocer a ningún tipo interesante...". Entonces ya si que me entra la risa. Me dan ganas de contestar: "Sí, claro, son taaantos los tipos interesantes que habéis conocido vosotras en todos estos años de cetrería nocturna...". Pero me callo y contesto cordialmente con cualquier evasiva : "Que no, que no, si ya sabéis que yo soy diurna..." (por lo menos de la puerta de mi casa para afuera).

Y es que todo va en función de los elementos que a cada uno le cautiven en el tema erótico-festivo. Mis amigas, por ejemplo, en lo primero que se fijan es en que el tío tenga un buen culo, un buen pectoral, se mueva de forma sexy y su mirada penetrante de machoman sugiera precisamente eso, una buena penetración, que diga algo así como: "Cuando te pille vas a flipar, nena". Por eso entiendo que para ellas la discoteca sea el paraíso multicolor del frenesí pero para mí, en cambio, que me seducen otras cosas, es un territorio baldío.

En cuanto al punto serio, no comparto la idea de que las sucesivas experiencias sexuales destruyen la capacidad de amar, aunque creo que sí merman la de apasionarse. Sin embago, estoy totalmente de acuerdo con que el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales pues creo que en toda su magnitud sólo puede desarrollarse en los pocos individuos que poseen talento para ello y que, lamentablemente, en estos tiempos que corren, lo tienen un poco crudo.

Total, que pese al riesgo que ello supone, de momento, prefiero la tranquila vida de fregona.

Pero si le parece, señor, le invito a pasear por los jardines de Aranjuez antes de que nos entren las ganas de morir.

Buenos días.

Anónimo dijo...

No me pesa decir que yo, sí "frecuento la noche". No debe considerarse realmente malo ni desagradable salir de vez en cuando y "magrear", o simplemente, "dejar que te magreen", dos o tres preciosas chicas. Y no es porque necesite, especialmente, saciar mis apetitos sexuales con excesiva continuidad; es en esencia, las ganas de sentir que, aun a mi edad (y viendo en garitos a jóvenes que parecen salidos de revistas de moda)puedo sentirme deseado por una mujer.

Sobretodo desde que, dejándo de salir, comencé a sentir deseos por chicas a las que le doblaba -estirando poco- la edad.

Sin embargo, tengo que admitir que estoy en desacuerdo con la idea de que las excesivas experiencias sexuales destruyen la capacidad de amar. Yo diría que ayudan a aumentarla. Cuando pasas años estando con una mujer diferente cada noche, te das cuenta de que,al final, todas han sido el simple erotismo salvaje de una noche de pasión;y de que, sólo con una, disfrutaste lo bastante como para quedarte una noche entera, pensando en ella en la soledad de una cama. Y eso te hace volcarte aun mas en tu pareja.

Te aseguro que todos y cada uno de los jóvenes que estaban aquella noche en la discoteca tienen un amor platónico, y se sienten enamorados de alguna persona. Es sólo que, la sociedad de hoy en día ve con ojos de fiera que, por ejemplo, una chica guapa se sienta atraida por el chico mas horroroso, pero a la vez, mas inteligente de la discoteca. O que, por otro lado, el exuberante bailarin, "el del buen culo", se fije en la tonta de las gafitas que esta sentada en la barra. Y todo, gracias a la inmadurez de nuestros adolescentes. Sólo algunos de ellos llegaran a madurar -según algunas condiciones mentalmente especiales- y convertirse en amantes desesperados(no ya, sexualmente), que como bien dijo "la amante de Madrid" tiene un futuro más negro que el hollín en los tiempos que corren.

"Cambiar o morir".

Saludos hombre de bien.

Anónimo dijo...

No debe considerarse realmente malo ni desagradable salir de vez en cuando y "magrear", o simplemente, "dejar que te magreen"

En mi caso sólo critico lo agobiante de esos ambientes tan estridentes en los que, por mucha posibilidad de seducción que exista, a mí las únicas ganas que se me despiertan son las de salir pitando. Pero en absoluto considero algo malo o desagradable el tema del "magreo" pues ya sea por saciar un instinto básico, por una necesidad de intimidad, por vanidad o cualquier otro motivo, es algo que a todos nos gusta (y quien diga lo contrario que tire la primera piedra y de paso visite al sexólogo), la poderosa fuerza que dirige nuestra genética, por lo que, tenga o no tenga que ver con el amor, tal como dijo Sterne y más tarde subrayó Schopenhauer, la voluptosidad es un asunto muy serio.


Así que, hála, ámense los unos a los otros, o magréense, lo que prefieran, que la vida son dos días.

Un saludo.

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Le he entendido en su agobio y desubicación, perfectamente.

A mí me pasa lo mismo, exactamente igual, con el agravante de que en esos trayectos intra-humanos de allá al baño voy, allá a refugiarme donde no me estallen los oídos voy, tengo que soportar que alguno, más bribón que otros y luciéndose delante de aquéllos, quiera dar dos pasos de baile conmigo metiendo su pierna entre las mías y agarrándome por la cintura, no se quede con las ganas de comprobar qué clase de ropa interior llevo. Y lo que es peor, diciéndolo (llevas tanga).

El que te ofrece un Marlboro como cerrando un trato, el que te viene con un mojito como abriéndote la llave de su corazón, el que te sonríe desde el otro lado de la barra y es imbécil, lo sabes, es imbécil; el que se restriega, y se restriega y se restriega de más y la música es ensordecedora y le miras que le afilarías la yugular y sabe que le aborreces, y te saca la lengua.

Mire, yo tampoco puedo. Y me resisto a que me lleven, pero me acaban engañando —cuando consiguen sacarme— y durante todo el tiempo, todo, alterno la cara de cabreo voy a matar a alguien, con la del conejo cuando está a punto de ser atropellado, :-)

Lo mío son otras velocidades. Muy parecidas a las que suyas, por lo que cuenta.

Es siempre un placer leerle. Mi querido amigo Nonwriter tiene la culpa.

Un saludo.

Francisco Sianes dijo...

Pablo,

"No debe considerarse realmente malo ni desagradable salir de vez en cuando y "magrear", o simplemente, "dejar que te magreen", dos o tres preciosas chicas"

"Cuando pasas años estando con una mujer diferente cada noche"

¿Dos o tres bellezas A LA VEZ? ¿AÑOS con una diferente CADA NOCHE? ¡Pero tú tienes un harén!

Me temo que yo no tengo energía para tanto. O quizá el lánguido placer de los libros me ha dejado semicapón.

Un saludo muy cordial.

Amante madrileña,

De acuerdo con el matiz: la promiscuidad sexual agosta la ilusión por la conquista. De ahí que no sea raro que el "conquistador" acabe convertido en un cínico sexual (si es que no lo fue siempre").

¿Pasear por Aranjuez antes de que se me entren ganas de morir? Lamento decirle entonces que nunca pasearemos por allí. Semicapón y todo, tengo un extraño apego por esta cosa menuda, la vida.

Un cariñoso saludo.

¡Faustine de Morel!

Del mítico Pabellón de Reposo. ¿Cómo iba a imaginar yo, lector silencioso, que acabaría apareciendo usted por aquí tanto tiempo después?

A Scaramouche lo tengo localizado; pero, ¿qué fue de Opi, Brian, Fusa, Simpson, Gregorovius y los demás?

En cuanto a sus experiencias nocturnas: ¿con las manos en la cintura y una pierna entre las tuyas distinguen tanga de bragas? O los hombres de hoy son unos virtuosos o yo soy un completo incapaz...

En cuanto a los ritmos, digo lo que Pessoa:

"Mojemos leves
nuestras dos manos
en calmos ríos
para aprender
también la calma"

(Por favor, sin dobles sentidos)

Un abrazo.

Anónimo dijo...

¿Le conozco/me conoce del Pabellón? :-)

Esto es un pañuelo.

Todos los que nombra siguen, con mayor o menor frecuencia, en el mismo sitio. Gregorovius tiene un fabuloso blog llamado El festín de la araña, que le invito a leer (lo tiene enlazado en Una casa en el aire).

Y sobre el tema de braga/tanga, cómo se nota que no va usted de pulpo, porque le digo yo que cuando uno de ellos te agarra te sabe decir, segundos después, hasta el índice de grasa corporal.

:-)

Anónimo dijo...

Sr. Fran cisco,

Pretendía rebatir su afirmación sobre la promiscuidad sexual pero viendo que usted parece dominar bastante el tema prefiero callar.

En lo tocante al paseito, bien sabe que mi invitación se refería a ANTES de que nos entraran las ganas de sucumbir, no a JUSTO ANTES de tirarnos desde un puente, cosa que dudo me apetezca hacer alguna vez pues, aunque no lo crea, yo también siento cierto apego por esa vida tan exigua de la que hablaba y no quisiera abandonar este mundo sin haberla disfrutado al máximo, ya ve qué cosas. En fin, que muy astuta su salida tangencial pero a mí no me la cuela (y disculpe la polisemia). Así pues, quédese tranquilo que ya me voy al "paseo" yo solita...

Antes de irme, eso sí, me gustaría dejarle un regalo como muestra de mi aprecio. Siendo, como dice, "semicapón", había pensado darle otro medio para que fuera usted capón entero, sin embargo, finalmente, LE DEJO el siguiente consejo:

"No abuse de su Pessoa del alma
y ponga ya la manita a secar
que de tanta agua y tanta calma
como un garbanzo se le va a quedar"



Saludos definitivos.

Francisco Sianes dijo...

Examante madrileña,

?

Faustine de Morel,

La conozco de leerla en el Pabellón. Usted a mí no. Yo -genio y figura- observaba los toros desde la barrera.

En cuanto a mi grado de pulpez: prefiero comprobar inequívocamente o preguntar. Que preguntando se llega a Roma.

Francisco Sianes dijo...

(Aquí dice que he suprimido una entrada: cosa que no he hecho jamás. En todo caso, ha debido de ser un error. Si verdaderamente he borrado el comentario de algún lector, ruego que me disculpe. No ha sido deliberadamente.)