jueves, 10 de mayo de 2012

Los árboles y el bosque

Tomando un café en una terraza, presencio una de esas estampas que nos regala la primavera sevillana. Unas jovencitas pasean, ya desembarazadas de los igualadores ropajes invernales, alborotando la tarde con sus risas. Las contemplo yo, a lo lejos, con sedentariedad no exenta de lujuria; y quiere la fortuna que se vayan acercando a la terraza y acaben sentándose a mi vera. Mas hete aquí que, contemplado de cerca,  aquel feliz grupito no es sino una adición de femeniles medianías que mi calenturienta y quijotesca observación ha trastocado en fantástico serrallo. ¿Cómo he podido urdir semejante delirio? Comprendo que en mi evaluación de aquel grupo de calamidades he restringido mi atención al caudaloso pecho de esta, al culito respingón de aquella, al melenón de aquella otra y al cimbreante contoneo de caderas de la de más allá, marginando los defectos que hubieran puesto freno y desautorizado a mi deseo. Así hacemos, aventuro, cada vez que movilizamos nuestros prejuicios y nuestros intereses para juzgar a cualquier conjunto o colectivo: sean los políticos, los inmigrantes, las mujeres, el manoseado "ser humano" o el mismísimo Universo, alternativa o simultáneamente responsables de todas las grandezas y todas las miserias. El bosque nos permite no mirar los árboles. El juicio individual y ponderado es, por tanto, una escuela de ecuanimidad y precisión frente a la hybris: la única manera de hacer justicia a cualquier sujeto, incluido el colectivo que formamos cada uno de nosotros mismos (que tantos hombres somos y seremos y hemos sido).

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