Recorro el Louvre, donde cuatro vigilantes controlan y dispersan sin miramientos las manadas de turistas que -reconociéndola, pero sin verla- se abalanzan sobre la Monna Lisa y donde las paredes multiplican las miradas de modelos retratados hace ya siglos; y, ante la ansiedad de los turistas y la calma de los lienzos, siento una vez más lo que en tantos museos he sentido; sólo que hoy tengo en la memoria palabras para ese sentimiento: "Los dormidos y los muertos no son sino como pinturas", dijo nuestro Shakespeare, y yo a veces pienso que las personas todas son sólo eso, como pinturas, dormidos presentes y futuros muertos.
Fuera, sin embargo, unos jóvenes negros patinan en la Plaza del Palais Royal. Sus cuerpos elásticos y poderosos, sus movimientos dinámicos, aparentemente despreocupados y velocísimos transmiten la paralizante intensidad de vida de las panteras. Con aprensión, comparo su potencia física con la mía: su acuerdo con el propio cuerpo, su vida sexual que presumo salvaje, imperativa. Y he de reconocerme que pertenezco más a la vida en suspenso de los retratados del Louvre que a la de estos jóvenes que juegan a perseguirse ante espectadores silenciosos. No pesa el corazón de los veloces; pero el mío sí.
En el metro, observo a la muchacha que está sentada frente a mí. Es guapa y displicente; sus gestos -incluso su sonrisa- son económicos y severos. Parece haber comprendido que no es necesario malgastar más energía para representar cabalmente el papel de sí misma que se ha acostumbrado a asumir. Un poco más allá, otra chica llora en su asiento; enfrente, una tercera chica la mira con timidez. Puedo imaginar lo que piensa: ¿debe decicarle alguna palabra, algún gesto de preocupación o consuelo? ¿Lo recibirá con agradecimiento o con la incomodidad y el recelo que provoca una intromisión no deseada? La veo dudar durante un tiempo; pero acaba levantándose con el gesto triste y aliviado de quien sabe que no está en sus manos acertar. En las ciudades, todos hemos aprendido a ser extraños bajo nuestras miradas huidizas, nuestros walkmans encendidos y nuestros libros abiertos. Y siento que no son menos distantes que los cuadros del Louvre ni menos ajenas que los negros del Palais Royal estas tres chicas parisinas tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida.
Camino por las Tullerías a través de la tarde y veo a lo lejos un pequeño estanque rodeado de sillas vacías que miran al atardecer. Me acerco en silencio y, con parsimonia, me siento en una de ellas y contemplo París. La ciudad que ha sobrevivido a las invasiones de los bárbaros y al exhibicionismo de las guías turísticas, que se muestra luminosa e impasible, airosa, indestructible en su serena grandeza. Aquí conviven, bajo la difuminada luz de la tarde, la iglesia de Saint Eustache, que ofrece sus dorados arbotantes con la discreta seguridad de una modesta y hermosa muchacha segura de deslumbrar; la Madelaine, con su ominosa y tensa geometría al acecho; el museo del Louvre, en cuyo interior el hombre del guante esconde su esquiva mirada a la espalda del misterio desalojado de la Gioconda; el obelisco, en torno al que se extiende la infinita plaza de las Tullerías, que la mirada no puede abarcar; la Torre Eiffel, que trenza sus miembros oscuros frente al ocaso en lontananza; el Sena que acogió, a flor de agua, el cadáver tranquilo de Paul Celan; los jóvenes que patinan como animales veloces; las muchachas hermosas que sonríen con arrogancia y las no tan hermosas que lloran con pudor; y el viajero que, sentado en una de las sillas del crepúsculo, traza en su cuaderno el mapa sentimental de la ciudad que contempla hasta la noche, cuando al fin se levanta para volver a casa y ser, en la oscuridad del sueño, uno más de los dormidos presentes y futuros muertos.
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