Hay tardes enteras que ha pasado hojeando -sin apenas leer, por el entrañable placer de acariciarlos, olerlos, tenerlos cerca- los manoseados volúmenes de sus estanterías. Rara es la semana que ha dejado pasar sin escribir a mano una carta a un antiguo maestro, al que un día temió y hoy aprecia. Alguna vez, algún vecino curioso podría descubrirlo en ensimismada contemplación tras la ventana; podría acaso pensar que alguna melancolía lo aturde o acosa: él sólo escucha una música lejana o el calmado discurrir de sus ritmos interiores. Nunca un café se alargó como aquel que compartía con ella las soleadas e infinitas mañanas de domingo, a la sombra del árbol que plantara su abuelo. Nadie encontrará con más facilidad una excusa para interrumpir sus paseos por la playa en penumbra, tal como los interrumpía con ella, ahora que ella le falta. Jamás un latido ha durado tanto. Sin duda, observadores imparciales que nada saben ni quieren saber de él dictaminarían, con justicia, que ha perdido el tiempo. Él, si tuviera el valor de contestar, sin exigirles comprensión y con no menos justicia, sostendría que ha ganado una vida.
8 comentarios:
el del remolino de pelo en la coronilla... ¿es francisco sianes? o siendo más rigurosa: ¿era?
a la pregunta bajo la foto, no sé/ no contesto.
No, yo soy/era la segunda empezando por la derecha. Luego se me rizó el pelo.
Y la respuesta al pie de foto, ¿no serás tú? :-)
Besos.
jaja
Siempre he pensado que el amor crece en un salón de baile...
Besos al compás, querido.
pues a mí me gusta el niño del centro... y mucho!
Y muere en un salón de pasos perdidos, querida Ana.
(Habrá que bailar mientras suena la música...)
Menos cuentos, Angelita: ¡a ti te gusto yo!
también, también
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