Querido hermano,
Me conmovió leer el texto que dedicaste a la muerte de la abuela Conchita y el tío (titi) Manuel. Como tú mismo escribes, con ellos ha desaparecido por completo la generación que precede a la de nuestros padres. Todos mis abuelos paternos y maternos, así como sus hermanos, ya murieron. Es como si se hubieran terminado de podar las ramas más altas de nuestro torcido árbol genealógico. Pero, junto con la emoción, sentí también una desazón que, en un primer momento, fui incapaz de precisar. Es lo que querría hacer ahora. Los hermanos son a veces el espejo que refleja más fielmente nuestro rostro; nos obligan a ver -sin el autoengaño y la esquivez con los que nos miramos siempre- lo que no queremos ser, lo que desearíamos ser y lo que, fatalmente, somos. Me gustaría ser capaz de comprender (de comprenderte y comprenderme) a partir de tu texto. Porque es un malestar que exige -así lo siento- ser comprendido.
Tu artículo me transmite, como casi todo lo que escribes, una profunda impresión de melancolía y de nostalgia. La nostalgia es una emoción, una actitud ética y una postura estética. La primera no depende de la voluntad: cae sobre nosotros. La segunda y la tercera son elecciones; y no siempre es fácil distinguirlas (decía Cervantes que toda estética nace de una ética; a lo que añadiré que las metáforas del sentimiento son, al tiempo, las máscaras y los espejos más elocuentes del engañoso o engañado corazón). Pero no quiero hablar hoy de la estética de la nostalgia: sirve tan diligentemente a la literatura que casi nos invita a que abusemos de ella (no podría lanzar yo mismo la primera piedra). Quiero hablarte del sentimiento nostálgico y de la respuesta ética con que lo afrontamos. No pretendo juzgar tus emociones -nadie más necio y más desorientado que un juez del corazón ajeno-, sino poner en claro y dar espacio a mi propio malestar.
El nostálgico avanza hacia el futuro traspasando cada instante (aquí mi ojo, aquí mi lanza, aquí mi miedo) con mirada fotográfica. Y salí por la puerta absolutamente convencido de que esa sería la última vez que la vería en mi vida. Guardé esa imagen en lo más hondo de mi corazón, como un fotograma que queda prendido de mi retina, y que siempre me acompaña, escribes, hermano. Y ésa es la mirada que arroja el nostálgico sobre los vivos (y aun más sobre los muertos), condenándonos así -según el hábito del tiempo, que amarillea las fotografías hasta entregarlas al polvo- al album sepia en el que también nosotros amarilleamos, a ese lugar de la memoria del que nadie vuelve sin herida -la nostalgia es el dolor por el regreso-. El nostálgico se erige en tumba o mausoleo del pasado, como si él mismo hubiera muerto con aquellos a los que traspasó con la mirada que vuelve sin cesar a lo perdido (uno de sus ojos lanza, el otro miedo).
Te hablé aquel día de Pavese, quien decía algo no del todo parecido a esto: no lloramos tanto por la muerte de un ser querido, como porque esa muerte le revela a uno su desnudez, su miseria, su inermidad, su nada. También C.S. Lewis decía, ante la muerte de su esposa: Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Y así sucede con nuestra nostalgia, la máscara del temor y la impotencia (y no pocas veces del arrepentimiento), la conciencia dolorida de que nuestro amor no pudo detener en el pasado los adioses de quienes amábamos y que por ello sabe que el deseo es incapaz también de retener en el presente lo que amamos, así sea la propia vida. Por eso la nostalgia precipita lo que aún discurre hoy en el pasado; ese pasado que posee la cualidad más consoladora: no puede convertirse en el lugar de una nueva pérdida. En él hemos guardado aquello que no puede ya perderse, aunque sea tan sólo porque ya lo hemos perdido. Ese ayer es el reverso de un presente que el nostálgico jamás habita, pues teme edificar una vida que pueda derrumbarse entre sus manos.
Hice saber a mi madre, entre bromas, más para no preocuparme que para no preocuparla, "mamá, ahora ya sabéis que vosotros sois los próximos", bromeé con ella. Pero lo que me sorprendió fue su respuesta, "sí hijo, así es, los próximos somos nosotros". No sé si lo dijo con tristeza, con resignación, o con consuelo. Lo que me sorprendió fue su naturalidad, lo que me sorprendió fue constatar que ella, aunque sólo fuera inconscientemente, también lo había pensado. No sé, imagino que mis padres deberán sentirse de alguna manera un poco más desolados. Perder el referente generacional, aunque de forma inconsciente, tiene que suponer una carga de responsabilidad nueva. Espero sólo que sepan llevarla hasta el final de sus días con la misma dignidad con que la llevaron aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados.
Así concluyes tu homenaje, hermano. Y yo siento que no quiero mirar a nuestros padres -o a cualquiera- como si fueran la vanguardia que se apuesta ante la sombra. No porque esa forma de mirarlos me entristezca, ni siquiera porque me resulte cómoda o la entienda como cobardía, sino porque es inadecuado que cargue nadie con una responsabilidad que a nadie corresponde ni podría asumir, aunque quisiera. Tenerlos como llamas que resisten en la noche o como pioneros que anticipan nuestros pasos nos conduce a ignorar que son seres tan frágiles y provisorios como nosotros y a convertirlos en símbolo o en parapeto contra nuestro miedo; y no a mirarlos frente a frente, que es la forma en que merece ser mirado todo hombre (los ojos francos que no son ya lanzas y que no se tienen miedo).
Pero es ese final, en el que te despides de "aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados" -unas últimas palabras que me saben a epitafio-, lo que radicalmente me conmueve y me subleva. Me conmueve porque me entristece la constatación de tu pérdida, que es también la mía. Me subleva porque etiquetarlos como antepasados es un gesto que no acepta mi temperamento. Me imagino diciendo esas palabras -o sintiéndolas- y es como si con ellas sepultara en un pasado ajeno al aire de mi vida a aquellos que he querido. Los vivos y los muertos están siempre presentes cuando avanzan codo a codo con nosotros y no a nuestras espaldas. El pasado es la morada que el nostálgico comparte con los muertos y yo deseo sólo que los míos tengan siempre casa en el presente.
La nostalgia es lo contrario del amor, hermano. El amor exige vida, tiene hambre de presente, prevalece. La nostalgia corteja lo perdido, teme el hoy, resguarda y se resguarda. El temor al carácter ingobernable del presente da horizonte a lo perdido y nos cobija en lejanías; pero es un consuelo que pagamos siempre al precio de la vida. Estamos todos en primera línea ante la muerte y, con la conciencia de arrostar en compañía ese peligro, nos sostenemos firmes entre todos. No frente a esa muerte que no es nada o sólo el cese de lo que hemos sido, sino ante la verdadera muerte, que sucede siempre en vida y que no es sino la suma del dolor y los adioses que nos acobardan. Desnudos y desprotegidos ante nuestro miedo, es el deseo de sentirnos vivos, pese al riesgo, y de sentir vivos también a los que aguantan firmes y a los que cayeron, la mano que sostiene en alto nuestro escudo y nos ampara y nos protege a todos, a los vivos y a los muertos. Y, unidos codo a codo, aguardamos esa lanza que al final nos atraviese uno a uno y nos separe (pero no habrá separación al fin, porque -te lo recuerdo- también la lanza quiebra ante el alzado escudo). La muerte nunca roba nada que no podamos recobrar, cuando es más poderoso el agradecimiento y nuestro amor por lo que fue que el miedo.
Te quiere, tu hermano.
Me conmovió leer el texto que dedicaste a la muerte de la abuela Conchita y el tío (titi) Manuel. Como tú mismo escribes, con ellos ha desaparecido por completo la generación que precede a la de nuestros padres. Todos mis abuelos paternos y maternos, así como sus hermanos, ya murieron. Es como si se hubieran terminado de podar las ramas más altas de nuestro torcido árbol genealógico. Pero, junto con la emoción, sentí también una desazón que, en un primer momento, fui incapaz de precisar. Es lo que querría hacer ahora. Los hermanos son a veces el espejo que refleja más fielmente nuestro rostro; nos obligan a ver -sin el autoengaño y la esquivez con los que nos miramos siempre- lo que no queremos ser, lo que desearíamos ser y lo que, fatalmente, somos. Me gustaría ser capaz de comprender (de comprenderte y comprenderme) a partir de tu texto. Porque es un malestar que exige -así lo siento- ser comprendido.
Tu artículo me transmite, como casi todo lo que escribes, una profunda impresión de melancolía y de nostalgia. La nostalgia es una emoción, una actitud ética y una postura estética. La primera no depende de la voluntad: cae sobre nosotros. La segunda y la tercera son elecciones; y no siempre es fácil distinguirlas (decía Cervantes que toda estética nace de una ética; a lo que añadiré que las metáforas del sentimiento son, al tiempo, las máscaras y los espejos más elocuentes del engañoso o engañado corazón). Pero no quiero hablar hoy de la estética de la nostalgia: sirve tan diligentemente a la literatura que casi nos invita a que abusemos de ella (no podría lanzar yo mismo la primera piedra). Quiero hablarte del sentimiento nostálgico y de la respuesta ética con que lo afrontamos. No pretendo juzgar tus emociones -nadie más necio y más desorientado que un juez del corazón ajeno-, sino poner en claro y dar espacio a mi propio malestar.
El nostálgico avanza hacia el futuro traspasando cada instante (aquí mi ojo, aquí mi lanza, aquí mi miedo) con mirada fotográfica. Y salí por la puerta absolutamente convencido de que esa sería la última vez que la vería en mi vida. Guardé esa imagen en lo más hondo de mi corazón, como un fotograma que queda prendido de mi retina, y que siempre me acompaña, escribes, hermano. Y ésa es la mirada que arroja el nostálgico sobre los vivos (y aun más sobre los muertos), condenándonos así -según el hábito del tiempo, que amarillea las fotografías hasta entregarlas al polvo- al album sepia en el que también nosotros amarilleamos, a ese lugar de la memoria del que nadie vuelve sin herida -la nostalgia es el dolor por el regreso-. El nostálgico se erige en tumba o mausoleo del pasado, como si él mismo hubiera muerto con aquellos a los que traspasó con la mirada que vuelve sin cesar a lo perdido (uno de sus ojos lanza, el otro miedo).
Te hablé aquel día de Pavese, quien decía algo no del todo parecido a esto: no lloramos tanto por la muerte de un ser querido, como porque esa muerte le revela a uno su desnudez, su miseria, su inermidad, su nada. También C.S. Lewis decía, ante la muerte de su esposa: Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Y así sucede con nuestra nostalgia, la máscara del temor y la impotencia (y no pocas veces del arrepentimiento), la conciencia dolorida de que nuestro amor no pudo detener en el pasado los adioses de quienes amábamos y que por ello sabe que el deseo es incapaz también de retener en el presente lo que amamos, así sea la propia vida. Por eso la nostalgia precipita lo que aún discurre hoy en el pasado; ese pasado que posee la cualidad más consoladora: no puede convertirse en el lugar de una nueva pérdida. En él hemos guardado aquello que no puede ya perderse, aunque sea tan sólo porque ya lo hemos perdido. Ese ayer es el reverso de un presente que el nostálgico jamás habita, pues teme edificar una vida que pueda derrumbarse entre sus manos.
Hice saber a mi madre, entre bromas, más para no preocuparme que para no preocuparla, "mamá, ahora ya sabéis que vosotros sois los próximos", bromeé con ella. Pero lo que me sorprendió fue su respuesta, "sí hijo, así es, los próximos somos nosotros". No sé si lo dijo con tristeza, con resignación, o con consuelo. Lo que me sorprendió fue su naturalidad, lo que me sorprendió fue constatar que ella, aunque sólo fuera inconscientemente, también lo había pensado. No sé, imagino que mis padres deberán sentirse de alguna manera un poco más desolados. Perder el referente generacional, aunque de forma inconsciente, tiene que suponer una carga de responsabilidad nueva. Espero sólo que sepan llevarla hasta el final de sus días con la misma dignidad con que la llevaron aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados.
Así concluyes tu homenaje, hermano. Y yo siento que no quiero mirar a nuestros padres -o a cualquiera- como si fueran la vanguardia que se apuesta ante la sombra. No porque esa forma de mirarlos me entristezca, ni siquiera porque me resulte cómoda o la entienda como cobardía, sino porque es inadecuado que cargue nadie con una responsabilidad que a nadie corresponde ni podría asumir, aunque quisiera. Tenerlos como llamas que resisten en la noche o como pioneros que anticipan nuestros pasos nos conduce a ignorar que son seres tan frágiles y provisorios como nosotros y a convertirlos en símbolo o en parapeto contra nuestro miedo; y no a mirarlos frente a frente, que es la forma en que merece ser mirado todo hombre (los ojos francos que no son ya lanzas y que no se tienen miedo).
Pero es ese final, en el que te despides de "aquellos a los que, desde hoy, puedo llamar ya mis antepasados" -unas últimas palabras que me saben a epitafio-, lo que radicalmente me conmueve y me subleva. Me conmueve porque me entristece la constatación de tu pérdida, que es también la mía. Me subleva porque etiquetarlos como antepasados es un gesto que no acepta mi temperamento. Me imagino diciendo esas palabras -o sintiéndolas- y es como si con ellas sepultara en un pasado ajeno al aire de mi vida a aquellos que he querido. Los vivos y los muertos están siempre presentes cuando avanzan codo a codo con nosotros y no a nuestras espaldas. El pasado es la morada que el nostálgico comparte con los muertos y yo deseo sólo que los míos tengan siempre casa en el presente.
La nostalgia es lo contrario del amor, hermano. El amor exige vida, tiene hambre de presente, prevalece. La nostalgia corteja lo perdido, teme el hoy, resguarda y se resguarda. El temor al carácter ingobernable del presente da horizonte a lo perdido y nos cobija en lejanías; pero es un consuelo que pagamos siempre al precio de la vida. Estamos todos en primera línea ante la muerte y, con la conciencia de arrostar en compañía ese peligro, nos sostenemos firmes entre todos. No frente a esa muerte que no es nada o sólo el cese de lo que hemos sido, sino ante la verdadera muerte, que sucede siempre en vida y que no es sino la suma del dolor y los adioses que nos acobardan. Desnudos y desprotegidos ante nuestro miedo, es el deseo de sentirnos vivos, pese al riesgo, y de sentir vivos también a los que aguantan firmes y a los que cayeron, la mano que sostiene en alto nuestro escudo y nos ampara y nos protege a todos, a los vivos y a los muertos. Y, unidos codo a codo, aguardamos esa lanza que al final nos atraviese uno a uno y nos separe (pero no habrá separación al fin, porque -te lo recuerdo- también la lanza quiebra ante el alzado escudo). La muerte nunca roba nada que no podamos recobrar, cuando es más poderoso el agradecimiento y nuestro amor por lo que fue que el miedo.
Te quiere, tu hermano.
6 comentarios:
Francisco, con independencia de la calidad y la ternura de "carta a mi hermano" que se parece a un grito de vida rescatando un espacio para todo cuanto fue y ya no será, no sé si tu afirmación de que la nostalgia es lo contrario del amor, es cierta, o al menos una sentencia definitva que no admite otras posibildades, porque la nostalgia es posible, en tanto los sentimientos, el amor, la soledad, el deseo, el desamparo, o lo que fuera sigan siendo hoy en nosotros. La nostalgia es la caricia que nos recuerda que no hay lugar para el olvido. Algo así, creo. Besos I
Me pregunto si puede haber un amor más vivo que la nostalgia de sentirlo, como dice a letra del tango:
Quiero emborrachar mi corazon
para olvidar un loco amor
que mas que amor es un sufrir...
Y aqui vengo para eso,
a borrar antiguos besos
en los besos de otras bocas.
Si su amor fue flor de un dia,
por que causa es siempre mia
esta cruel preocupacion.
Quiero, por los dos, mi copa alzar
para olvidar mi obstinacion,
y mas la vuelvo a recordar.
Nostalgias
de escuchar su risa loca
y sentir junto a mi boca
como un fuego su respiracion...
Angustias
de sentirme abandonado
y sentir que otro a su lado
pronto, pronto le hablara de amor...
Hermano,
yo no quiero rebajarme
ni pedirle ni rogarle
ni decirle que no puedo mas vivir.
Desde mi triste soledad
vere caer las rosas muertas
de mi juventud.
Gime, bandoneon, tu tango gris
quizas a ti te hiera igual
algun amor sentimental...
Llora mi alma de fantoche
sola y triste en esta noche,
noche negra y sin estrellas.
Si las copas traen consuelo,
aqui estoy con mi desvelo
para ahogarlo de una vez.
Quiero emborrachar al corazon
para despues poder brindar
por los fracasos del amor.
Queridísimo hermano,
ante todo, quiero agradecerte esas hermosísimas palabras que has escrito. Desde hoy puedo asegurarte que se convertirán en el enésimo lugar común que comparta contigo, y en la siempre-penúltima-cita que haré de tus emotivas líneas.
He necesitado leerlo, luego releerlo, continuar por analizarlo línea a línea, para luego leerlo otra vez de corrido, para entender la profundidad de todo lo que me dices y te dices, pues esta entrada tiene mucho más de íntimo de lo que pueda parecer. Comparto contigo que la nostalgia pende de un inestable hilo a cuyos lados están, como bien dices, una actitud ética y una postura estética. Ya te recordé en mi espacio virtual que "todo lo que se escribe y vale la pena leer en estos días, está orientado hacia la nostalgia", que decía... Pero en mi caso, y créeme cuando digo desgraciadamente, tiene mucho de lo primero y casi nada de lo segundo. Por eso tus palabras me llegan con tanta fuerza, como esa ayuda o empujoncito a dar un paso más hacia adelante, y por eso las recibo con tanto cariño.
Es verdad que lo que late en el fondo de todo corazón nostálgico es el temor a "edificar una vida que pueda derrumbarse entre sus manos". Es la sentencia más acertada de todo lo que dices, y sin duda con la que me siento más (tristemente) identificado. Congelar el pasado y encomendarnos a él puede llevarnos, efectivamente, a escapar de las garras del dolor, pues lo inmutable no arriesga. Pero el coste de esa inmutabilidad, de esa estabilidad falsamente comprada, es -como bien dices-, renunciar a lo que de vivo tiene la vida.
No quisiera que te quedaras con esa imagen de mí, pues sabes que en el fondo no es así. Tengo demasiada vida rezumándome por los poros para que fuera así sin interponer recurso o remedio. Pero como sabes, querido hermano (y esta frase la entenderás solamente tú), poco sería de nosotros sin esa "bendita barrica". Todo lo que queda en el pasado se tiñe de unos olores especiales, quizá por el sabor que le da aquello que no puede ser maleado, quizá porque de los muertos no podemos esperar acciones más altas de las que ya nos regalaron en vida, o más pueriles que reduzcan a la nada la imagen mitificada que tenemos de ellos. No es que con mis palabras, "sepultara en un pasado ajeno al aire de mi vida a aquellos que he querido". Es sólo que les rindo un postrero homenaje, ahora que por desgracia ya no pueden sentirlo.
Decía Galeano que en una tribu americana, cuando alguien se mostraba moribundo, todos la rodeaban y la lloraban ante su lecho aún con vida. Un viajero se preguntaba si tanta tristeza no hacía más mal que bien al postrado, y estos le decían que no, que ésta era la manera de derramar las lágrimas de amor que por ella sentían, cuando esta persona aún podía gozárselas. Qué modo tan distinto de abrazar la muerte, tanto por los que quedan como por los que emprenden el último viaje, y qué lejano nos queda. Pero tú bien sabes que la distancia, que las distancias, nos permiten mostrar aquellas partes de nuestro parcelado ser que difícilmente brotan en su estado natural. La carta que escribí a papá y mamá desde Italia, o las palabras que nos dedicamos a través de estos lugares comunes, son quizá el mejor ejemplo de ello.
Pero bueno, no quisiera derivar la conversación. Prefiero quedarme con tus hermosas palabras: "La nostalgia es lo contrario del amor, hermano. El amor exige vida, tiene hambre de presente, prevalece. La nostalgia corteja lo perdido, teme el hoy, resguarda y se resguarda." Estoy de acuerdo con Idea de que decir que la nostalgia es lo contrario del amor es una afirmación que sería incapaz de pronunciar, pero soy igualmente incapaz de ponerla en entredicho. Vivir en la nostalgia, habitar sólo su polvo y su quietud, llevan sin duda a la muerte del amor. Pero no menos veces es lo que nos ayuda a acariciar a nuestros seres amados en el recuerdo. Como dijo tu tocayo varios siglos atrás, todo dependerá del color del cristal con que se mire.
Permíteme pues estos deslices más saudáticos que nostálgicos de vez en cuando, sin temer que tu hermano pueda estar metiendo solamente los pies en el mar de la vida. Y créeme cuando te digo que me zambullo en él con todo mi cuerpo.
Muchas gracias de nuevo por tus palabras, y sigue escribiendo así desde dentro del corazón, pues aunque no lo creas tus palabras en más de una ocasión son esa tabla que encuentro a la deriva cuando este ya-no-tan-joven hermano tuyo naufraga en las aguas de la vida.
Te abrazo.
Idea,
La nostalgia no quiere hacer presente lo que (dice que) ama: se postra ante el mausoleo del pasado. Es el deseo (el amor) quien impide que algo -incluso lo "irrecuperable"- huya del ahora.
Besos sin nostalgia.
***
Hermano,
Espero que estés disfrutando de esos baños marítimos. Eso sí: cuidadito con las medusas. :)
Un abrazo.
Repitamos con Luis Alberto de Cuenca aquello de "la nostalgia es un burdo pasatiempo". Hermosas reflexiones, Fran.
Querido David,
La experiencia -esa maestra selectiva y balbuceante- nos enseña a sortear las incitaciones envenenadas de la nostalgia.
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