Me destroza ese gesto final de Mastroianni. Lo he visto, lo he visto hace no mucho, el 5 de septiembre... también en una playa. El terror, la reincidencia. Y el animal marino, como un puente imposible hacia... qué. Un beso con dolor.
Pero a él no le llega el mensaje: demasiada distancia entre los dos, demasiado "ruido" alrededor.
La chica podría acercarse hasta donde está el hombre, pero sabe que, en realidad, él finge no entenderla porque prefiere dejarse llevar por esa "corriente" que le arrastra.
Y ella, que le comprende, como comprende ese inevitable adiós, se despide de él con una sonrisa.
Los sentimientos. Siempre hay que dar una oportunidad a la comunicación. Y la comunicación, entre extraños, necesita palabras. No es excusa el ruido del mar para no entender. No debiera ser difícil cruzar ese charquito. ¡Qué orgullo el de la chica que rescata su pieza cuando intentaban arrebatársela! ¿Tan necesario era verla peligrar para que la valorases? ¿Por qué te jactas de tu triunfo de ese modo tan descarado? ¿Acaso no sabes que unos pasos más allá te encontrarás abandonada y sola? ¿Serás tan comprensiva como tu derrotada rival?
La película. ¿Por qué han de ser guapos los actores?, ¿por qué delgados?, ¿por qué sus caras han de ser simétricas? ¿Acaso en los intentos de acercamiento reales no somos demasiado gordos, demasiado bajos, o altos, o faltos de simetría? Al menos, en la chica protagonista, su sonrisa aún mantiene personalidad, aún no ha pasado por el suplicio y la humillación de la ortodoncia. Y eso me hace amarla...un poco.
Seamos, por una vez, afirmativos. ¿Alguien duda que esa maravillosa chica vaya a encontrar a un tipo que se deje de pamplinas y cruce el charco a toda prisa? A mí una mujer me sonríe así y caigo a sus pies sin remisión. Para el descabello, vamos.
Un abrazo.
***
Amigo Insipiente,
Esa morena tiene redaños para meter en "verea" a don Marcello y al que se le ponga por delante. Esa morena cruza el charco y se lo lleva de la oreja si hace falta (y mejor si no la hace).
Cruce usted el charco que lo separa de las butacas; pero procure que no sea una sala de adolescentes (y adultos) palomitófagos. ¿Por qué esa compulsión alimenticia en los cines? Es de locos. Es algo pauloviano: comienzan las (enloquecedoras y estentóreas -yo me tapo los oídos-) tonadas de los previos y hete aquí el desenrolle de envoltorios, el abrir de bolsas y el crujir de dientes. Por no hablar del mareante tufillo a grasas y a esos perversos estimulantes del sabor que impiden de todo punto dejar de zampar patatas y otros aperitivos hasta acabar la bolsa.
Pues fíjese, querido Francisco, lo que son los reflejos paulovianos:
Cuando yo iba al cine, de pequeño, en mi pueblo, era porque mi maestro (Don Manuel) de vez en cuando rifaba en la clase unas entradas gratis. A veces me tocaba una...
¿Le hablo de D. Manuel? Era bajito, borrachín. Para el día de su Santo era costumbre, entonces, regalarle algo al maestro. Él, por si acaso, lo recordaba unos días antes. Los alumnos, y nuestros padres, que nunca hemos sido tontos - al igual que hoy tampoco lo son ni unos ni otros (a pesar de la logse y su quimera de parto: la loe)-, le regalábamos botellas de vino, de coñac, de aguardiente del de la botella verde -el zalamea seco-. D. Manuel tenía, en el aula de clase, un cuartucho para los castigos. Pero no lo usaba para ese fin porque lo tenía lleno de garrafas rebosantes de jugoso néctar. Y también tenía una pequeña pelota, con la que jugábamos en la hora de "permanencia", esa hora, de cinco a seis de la tarde, en que se supone que recibíamos clases particulares que nuestros padres pagaban (creo que doscientas cincuenta pesetas al mes).
Yo amaba a D. Manuel, pues lo sentía mi segundo padre. Murió cirrótico. Hay muchísimas cosas más para contar de él, pero no es el momento.
Gracias a las entradas gratis de D. Manuel, vi en "Cinemascope" las películas "Espartaco" y "Odisea del espacio 2001". Ambas me impresionaron. Con el tiempo, sin embargo, sigo impactado por la segunda, emocionado cada vez que la evoco, y la primera casi la he olvidado.
Entonces la pantalla del único cine que había en mi pueblo era enorme: tenías que mover la cabeza a uno y otro lado para seguir la acción.
Las Pipas. Tres cosas formaban el ritual de ir al cine. Primero, comprar el cartucho de pipas, con el consiguiente cric cric de millones de ellas devoradas acorde a la intensidad de la secuencia cinematográfica del momento. Cuando acababa la película tenías, literalmente, los pies enterrados.
La segunda era el intermedio, en el cual se encendían las luces y ello te obligaba a entrecerrar los ojos. Cuando te habías adaptado, te ponías de rodillas sobre el asiento y echabas un vistazo en derredor para ver a la gente, que se levantaba para ir al puesto a reponer existencias. Como siempre tardaban más de la cuenta en poner el segundo rollo, venían los correspondientes silbidos y pitos de impaciencia.
La tercera era el aplauso de alivio cuando el protagonista salía victorioso de un delicado trance.
"Todo tiempo pasado fue mejor" (así lo siente el que lo ha vivido). Alguien dijo que, con el tiempo, nuestro cerebro tiene un mecanismo de defensa consistente en eliminar los recuerdos de lo malo vivido, y mantener a salvo los momentos buenos, pues de otro modo sería tanto el acúmulo de maldad en nuestras neuronas que sería incompatible con la vida).
A mí me producen un sereno placer estos recuerdos.
En mi antiguo pueblo de montaña no había (ni hay) cine; en el pueblo de montaña en que vivo hoy (creo que) tampoco. Sólo he conocido el cine de las ciudades y los (más arcaicos y parecidos al que usted evoca) cines de verano.
Soy un gran aficionado al cine; pero visto en casa. Durante mi etapa de universitario me dedicaba a ligar (o a intentarlo) en las bibliotecas, a leer en las cafeterías y a ver una o dos películas todas las noches -había algunas excepciones, que el decoro calla-. Mi afición sobrevive con dificultad a los años sesenta.
No soy persona de añorar el pasado ni de anhelar el futuro. Así que voy a limitarme al presente y le cuento que la última vez que fui a un cine de verano (en la Alameda de Hércules, en Sevilla), pasaban creo quela segunda parte de "El señor de los anillos" (acompañaba a mis pequeñas primas -calculado hecho que provocó el enternecido acercamiento de una espectacular morenaza; nada como pasear con un perrito o un bebé para provocar suspiros-): los chavales veían la película tumbados en el suelo, vociferaban ante el más mínimo incidente y zampaban golosinas de penetrante olor y estridentes colores. Los orcos que aparecían en la película se me antojaban civilizados al lado de estos aguerridos mozos. Pero la morenaza me contaba no sé qué y yo estaba feliz en medio de aquel desatemplado griterío...
Como no sé muy bien qué enseñanza extraer de esta descoyuntada anécdota, aquí lo dejo.
Ay, Francisco, pero la cuestión no estriba en encontrar voluntarios que crucen el charco, sino en que lo cruce el que ella espera. Pero sí, seamos, por una vez, afirmativos: Habrá que querer lo que se tiene cuando no se puede tener lo que se quiere.
Hay tardes enteras que ha pasado hojeando -sin apenas leer, por el entrañable placer de acariciarlos, olerlos, tenerlos cerca- los manoseados volúmenes de sus estanterías. Rara es la semana que ha dejado pasar sin escribir a mano una carta a un antiguo maestro, al que un día temió y hoy aprecia. Alguna vez, algún vecino curioso podría descubrirlo en ensimismada contemplación tras la ventana; podría acaso pensar que alguna melancolía lo aturde o acosa: él sólo escucha una música lejana o el calmado discurrir de sus ritmos interiores. Nunca un café se alargó como aquel que compartía con ella las soleadas e infinitas mañanas de domingo, a la sombra del árbol que plantara su abuelo. Nadie encontrará con más facilidad una excusa para interrumpir sus paseos por la playa en penumbra, tal como los interrumpía con ella, ahora que ella le falta. Jamás un latido ha durado tanto. Sin duda, observadores imparciales que nada saben ni quieren saber de él dictaminarían, con justicia, que ha perdido el tiempo. Él, si tuviera el valor de contestar, sin exigirles comprensión y con no menos justicia, sostendría que ha ganado una vida.
10 comentarios:
Me destroza ese gesto final de Mastroianni. Lo he visto, lo he visto hace no mucho, el 5 de septiembre... también en una playa. El terror, la reincidencia. Y el animal marino, como un puente imposible hacia... qué.
Un beso con dolor.
Existe siempre un momento, antes de la despedida, en que la persona amada ya no está con nosotros.
Parafraseo a Flaubert, pero hablo por todos. Por ti y por mí.
Un abrazo, Ana.
"Ven conmigo..."
Pero a él no le llega el mensaje: demasiada distancia entre los dos, demasiado "ruido" alrededor.
La chica podría acercarse hasta donde está el hombre, pero sabe que, en realidad, él finge no entenderla porque prefiere dejarse llevar por esa "corriente" que le arrastra.
Y ella, que le comprende, como comprende ese inevitable adiós, se despide de él con una sonrisa.
Un precioso final.
Los sentimientos.
Siempre hay que dar una oportunidad a la comunicación. Y la comunicación, entre extraños, necesita palabras. No es excusa el ruido del mar para no entender. No debiera ser difícil cruzar ese charquito.
¡Qué orgullo el de la chica que rescata su pieza cuando intentaban arrebatársela! ¿Tan necesario era verla peligrar para que la valorases? ¿Por qué te jactas de tu triunfo de ese modo tan descarado? ¿Acaso no sabes que unos pasos más allá te encontrarás abandonada y sola? ¿Serás tan comprensiva como tu derrotada rival?
La película.
¿Por qué han de ser guapos los actores?, ¿por qué delgados?, ¿por qué sus caras han de ser simétricas? ¿Acaso en los intentos de acercamiento reales no somos demasiado gordos, demasiado bajos, o altos, o faltos de simetría?
Al menos, en la chica protagonista, su sonrisa aún mantiene personalidad, aún no ha pasado por el suplicio y la humillación de la ortodoncia. Y eso me hace amarla...un poco.
Me gusta poco el cine.
Xania,
Seamos, por una vez, afirmativos. ¿Alguien duda que esa maravillosa chica vaya a encontrar a un tipo que se deje de pamplinas y cruce el charco a toda prisa? A mí una mujer me sonríe así y caigo a sus pies sin remisión. Para el descabello, vamos.
Un abrazo.
***
Amigo Insipiente,
Esa morena tiene redaños para meter en "verea" a don Marcello y al que se le ponga por delante. Esa morena cruza el charco y se lo lleva de la oreja si hace falta (y mejor si no la hace).
Cruce usted el charco que lo separa de las butacas; pero procure que no sea una sala de adolescentes (y adultos) palomitófagos. ¿Por qué esa compulsión alimenticia en los cines? Es de locos. Es algo pauloviano: comienzan las (enloquecedoras y estentóreas -yo me tapo los oídos-) tonadas de los previos y hete aquí el desenrolle de envoltorios, el abrir de bolsas y el crujir de dientes. Por no hablar del mareante tufillo a grasas y a esos perversos estimulantes del sabor que impiden de todo punto dejar de zampar patatas y otros aperitivos hasta acabar la bolsa.
En fin: que tampoco voy yo mucho al cine...
Pues fíjese, querido Francisco, lo que son los reflejos paulovianos:
Cuando yo iba al cine, de pequeño, en mi pueblo, era porque mi maestro (Don Manuel) de vez en cuando rifaba en la clase unas entradas gratis. A veces me tocaba una...
¿Le hablo de D. Manuel? Era bajito, borrachín. Para el día de su Santo era costumbre, entonces, regalarle algo al maestro. Él, por si acaso, lo recordaba unos días antes. Los alumnos, y nuestros padres, que nunca hemos sido tontos - al igual que hoy tampoco lo son ni unos ni otros (a pesar de la logse y su quimera de parto: la loe)-, le regalábamos botellas de vino, de coñac, de aguardiente del de la botella verde -el zalamea seco-.
D. Manuel tenía, en el aula de clase, un cuartucho para los castigos. Pero no lo usaba para ese fin porque lo tenía lleno de garrafas rebosantes de jugoso néctar. Y también tenía una pequeña pelota, con la que jugábamos en la hora de "permanencia", esa hora, de cinco a seis de la tarde, en que se supone que recibíamos clases particulares que nuestros padres pagaban (creo que doscientas cincuenta pesetas al mes).
Yo amaba a D. Manuel, pues lo sentía mi segundo padre. Murió cirrótico. Hay muchísimas cosas más para contar de él, pero no es el momento.
Gracias a las entradas gratis de D. Manuel, vi en "Cinemascope" las películas "Espartaco" y "Odisea del espacio 2001". Ambas me impresionaron. Con el tiempo, sin embargo, sigo impactado por la segunda, emocionado cada vez que la evoco, y la primera casi la he olvidado.
Entonces la pantalla del único cine que había en mi pueblo era enorme: tenías que mover la cabeza a uno y otro lado para seguir la acción.
Las Pipas.
Tres cosas formaban el ritual de ir al cine. Primero, comprar el cartucho de pipas, con el consiguiente cric cric de millones de ellas devoradas acorde a la intensidad de la secuencia cinematográfica del momento. Cuando acababa la película tenías, literalmente, los pies enterrados.
La segunda era el intermedio, en el cual se encendían las luces y ello te obligaba a entrecerrar los ojos. Cuando te habías adaptado, te ponías de rodillas sobre el asiento y echabas un vistazo en derredor para ver a la gente, que se levantaba para ir al puesto a reponer existencias. Como siempre tardaban más de la cuenta en poner el segundo rollo, venían los correspondientes silbidos y pitos de impaciencia.
La tercera era el aplauso de alivio cuando el protagonista salía victorioso de un delicado trance.
"Todo tiempo pasado fue mejor" (así lo siente el que lo ha vivido). Alguien dijo que, con el tiempo, nuestro cerebro tiene un mecanismo de defensa consistente en eliminar los recuerdos de lo malo vivido, y mantener a salvo los momentos buenos, pues de otro modo sería tanto el acúmulo de maldad en nuestras neuronas que sería incompatible con la vida).
A mí me producen un sereno placer estos recuerdos.
Querido amigo,
En mi antiguo pueblo de montaña no había (ni hay) cine; en el pueblo de montaña en que vivo hoy (creo que) tampoco. Sólo he conocido el cine de las ciudades y los (más arcaicos y parecidos al que usted evoca) cines de verano.
Soy un gran aficionado al cine; pero visto en casa. Durante mi etapa de universitario me dedicaba a ligar (o a intentarlo) en las bibliotecas, a leer en las cafeterías y a ver una o dos películas todas las noches -había algunas excepciones, que el decoro calla-. Mi afición sobrevive con dificultad a los años sesenta.
No soy persona de añorar el pasado ni de anhelar el futuro. Así que voy a limitarme al presente y le cuento que la última vez que fui a un cine de verano (en la Alameda de Hércules, en Sevilla), pasaban creo quela segunda parte de "El señor de los anillos" (acompañaba a mis pequeñas primas -calculado hecho que provocó el enternecido acercamiento de una espectacular morenaza; nada como pasear con un perrito o un bebé para provocar suspiros-): los chavales veían la película tumbados en el suelo, vociferaban ante el más mínimo incidente y zampaban golosinas de penetrante olor y estridentes colores. Los orcos que aparecían en la película se me antojaban civilizados al lado de estos aguerridos mozos. Pero la morenaza me contaba no sé qué y yo estaba feliz en medio de aquel desatemplado griterío...
Como no sé muy bien qué enseñanza extraer de esta descoyuntada anécdota, aquí lo dejo.
Ay, Francisco, pero la cuestión no estriba en encontrar voluntarios que crucen el charco, sino en que lo cruce el que ella espera. Pero sí, seamos, por una vez, afirmativos: Habrá que querer lo que se tiene cuando no se puede tener lo que se quiere.
Y ya te dejo que me voy... al cine. :-)
Otro abrazo para ti.
Xania,
Siempre se puede querer algo mejor de lo que se tiene y de lo que se ha querido.
Y si tampoco ese algo (alguien) nos corresponde, ahí están los amigos: mucho más valiosos que los amantes.
Un beso.
Por una vez, y sin que sirva de precedente: Totalmente de acuerdo.
Besos.
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