Estamos en derrota, nunca en doma. Claudio Rodríguez
¿CÓMO Y POR QUÉ HEMOS LLEGADO A ESTA SITUACIÓN?
Durante los últimos veinte años (desde la fecha de promulgación de la LOGSE hasta hoy), nuestro sistema de enseñanza ha sufrido un deterioro rápido e imparable, dificultando que los alumnos puedan recibir una formación adecuada y que los docentes puedan realizar su trabajo en condiciones dignas. Es la historia de una decadencia imparable. Quizá estemos a tiempo de que no sea la crónica de una muerte anunciada.
Aunque sólo desde hace poco tiempo se ha empezado a prestar atención mediática (y frívola) a este diagnóstico, las críticas a nuestro sistema educativo no son recientes. Aun antes de su aplicación, muchos docentes advirtieron que, si no se financiaba con más generosidad, la LOGSE supondría un empeoramiento del sistema educativo: el proyecto era bueno -aseguraban-; pero podía fracasar por una desacertada aplicación. Algunos docentes (pocos) eran incluso más críticos; no se trataba de un problema de financiación: la LOGSE era perniciosa por sí misma. Estaba basada en una filosofía errada que, de ser llevada a la práctica, conduciría inevitablemente a la decadencia del sistema de enseñanza.
Los creadores y los entusiastas de la LOGSE desatendieron las tímidas advertencias de los primeros y anatemizaron las críticas de los segundos. Éstas últimas -fue su argumento- provenían de docentes anclados en un paradigma educativo obsoleto: defensores de un modelo de profesor autoritario, conservador, elitista... No habían sabido o querido adaptarse a un nuevo rol que les restaba parte del poder abusivo que habían ido acumulando durante el franquismo.
Pese a que muchos de estos profesores críticos provenían de movimientos de izquierda, casi todos acabaron atemperando o silenciando sus reservas, temerosos de ser acusados de reaccionarios y amedrentados por la presión de una mayoría social que veía en la LOGSE un modelo revolucionario que finiquitaría los últimos residuos culturales del franquismo. Si la Constitución de 1978 había supuesto el fin del anterior sistema político, la LOGSE supondría un cambio análogo: la democratización del antiguo, clasista y autoritario sistema educativo.
Sin embargo, los primeros síntomas empezaron advertirse pronto: hasta los profesores más devotos se veían obligados a reconocer que los primeros alumnos educados en el modelo LOGSE estaban peor preparados, a la misma edad, que los alumnos educados en el sistema anterior. Ante estas críticas, en principio discretas y tímidas, las administraciones encontraron varias disculpas: la primera (tópica) fue negar la realidad; el nivel no era inferior: en el nuevo sistema se valoraban otros aspectos inapreciados en el modelo antiguo. El nuevo alumno debía desarrollar un espíritu creativo y actitudes constructivas y democráticas: no ser un reproductor acrítico de conceptos aprendidos de memoria. Los profesores que defendían valores como la disciplina y el respeto, el esfuerzo por aprender, el gusto por la cultura y la excelencia intelectual fueron condenados como reaccionarios (incluso como nostálgicos del franquismo).
Convencidos o no, muchos docentes cerraron los ojos ante la realidad. Pero sólo por un tiempo. Los hechos se obstinaron en negar la verdad oficial: los nuevos alumnos no sólo demostraban adquirir menos "conceptos" que los antiguos; manifestaban, también, una actitud más pasiva hacia su formación y un comportamiento nada democrático: el ambiente en las aulas era cada vez más crispado. Los profesores, para poder realizar su trabajo en unas condiciones mínimas de orden, respeto y silencio, se vieron obligados a expulsar a alumnos de sus clases con alarmante frecuencia.
Las administraciones educativas, temerosas de que esta nueva situación se hiciera pública, abrieron un doble frente: una política de normalización y control dentro de los institutos y otra, propagandística e ideológica, orientada a convencer a los padres de que el modelo funcionaba.
Internamente, se encargó al equipo de inspectores, psicopedagos y directivas afines (con un perfecto reparto de papeles: de perfil duro y blando) la tarea de persuadir a los docentes para que asumieran que el fracaso escolar y los conflictos en el aula no eran responsabilidad de los alumnos, sino de los propios profesores: eran culpables de no motivar a sus pupilos, de no saber enseñar. Los (pocos) docentes rebeldes fueron acallados: unas veces mediante presiones “oficiosas” (críticas durante las sesiones de evaluación por exceso de suspensos, acoso psicológico para minar la autoestima profesional...); otras, mediante presiones oficiales (seguimiento de inspección, apertura de expedientes...). El temor cundió entre los profesores. La ley del silencio se impuso en los centros.
Externamente, ante las familias, los políticos presentaban la LOGSE como un avance social incuestionable: los jóvenes españoles, escolarizados obligatoriamente hasta los dieciséis años, recibían dos años más de formación académica; las nuevas conductas en clase, de hecho, no eran producto de actitudes pasivas, irrespetuosas o indisciplinadas: nacían del espíritu crítico e inconformista que la LOGSE estaba inculcando en los antiguamente enajenados estudiantes.
Mientras se socavaba la autoridad de los profesores, se otorgó a las asociaciones de padres (tradicionalmente mal avenidas con los docentes) un poder sin precedentes en la historia del sistema educativo español. Pese a que muchos padres se percataban de que el nivel de conocimientos de sus hijos descendía año tras año, la promoción obligada (apenas se podía repetir curso) y la expedición casi indiscriminada de títulos silenciaban la evidencia; de hecho, la mayoría de los padres había asumido, desde el principio, la política de la Administración educativa: lo importante era obtener un título. Que ese título certificara o no la adquisición de conocimientos era secundario.
Sin embargo, la política de ocultación comenzaba a mostrar sus fallas. El punto de inflexión lo marcaron indicadores imposibles de ocultar. Externamente, los Informes PISA situaban el nivel educativo de España en la cola de los países económicamente desarrollados. Internamente, pese a las facilidades para la obtención del título de Secundaria, el llamado fracaso escolar se hacía endémico: el número de alumnos de bachillerato disminuía al tiempo que aumentaba el número de alumnos que abandonaban, inconclusa, la Enseñanza Obligatoria. La demolición de la Formación Profesional dejaba a estos alumnos desarmados. Desconocedores de un oficio y en un estado de semianalfabetismo, debían integrarse en un mercado laboral altamente competitivo: el sistema los había convertido en mano de obra barata, sin cualificar y fácilmente manipulable.
Por otra parte, la indisciplina en las aulas había dado paso a episodios de violencia cada vez menos anecdóticos. Empezaban a ser frecuentes las agresiones a profesores por parte de alumnos y padres. Aun en esta situación, muchos profesores siguieron asumiendo (convencidos o resignados) la política de culpabilización de los delegados administrativos: inspectores, psicopedagogos y directivas fieles.
Ante la indiferencia o incluso la suspicacia social, las bajas por depresión entre el profesorado aumentaron hasta niveles inauditos. Sólo cuando los episodios de violencia salpicaron al propio alumnado, empezaron los padres a ser conscientes del problema. Los alumnos violentos no sólo impedían que los demás recibieran sus clases con normalidad: habían instaurado una auténtica oligarquía matona en infinidad de centros. Más que la preocupación por la salud del sistema educativo, la alarma de los padres y el sensacionalismo periodístico convirtieron el "acoso escolar" en un fenómeno mediático que alcanzó su culminación en la cobertura del caso Yokin, el suicidio de un chico vasco hostigado por sus compañeros.
En un desesperado intento por eximirse de su responsabilidad, algunos sectores sociales y políticos intentaron una vez más, sutil y taimadamente, convertir a los profesores (el sector minoritario y más desprotegido de la comunidad escolar) en el chivo expiatorio. En principio, culpables de autoritarismo, se les desposeyó de toda autoridad; más tarde, culpables de indiferencia, se les acusó de no ejercerla. Pero era ya una situación insostenible.
Las administraciones educativas reconocieron, si bien con matices atenuantes, la realidad que algunos profesores valientes habían venido denunciando durante años. Los cambios en la sociedad, el acceso masivo de las madres al mundo laboral, la impericia para reconducir a los estudiantes pasivos escolarizados hasta los dieciséis años, la influencia de los medios de comunicación, la inmigración... cualquier excusa era válida para no asumir el fracaso del sistema. Un sistema educativo con un nivel de gasto sin precedentes y una indigencia de resultados que, por primera vez en la historia de la democracia, había formado a promociones peor preparadas que las precedentes.
Mientras tanto, la educación concertada y privada (marginal hasta los años noventa) había crecido a la sombra del sistema logsiano. Las familias con recursos económicos, ante el deterioro de la enseñanza pública, matriculaban a sus hijos en colegios concertados y privados donde los alumnos problemáticos o de familias humildes no tenían cabida. Paradójicamente, un sistema de enseñanza “progresista” y (presuntamente) establecido para disminuir las diferencias sociales había agrandado el escalón social entre los estudiantes de clases desfavorecidas y de clases pudientes.
Ante esta realidad, muchos profesores se atrevieron a denunciar al fin los males del sistema. Y muchas familias, alarmadas, empezaron a atender a las denuncias. Esa caída de la venda social podía suponer una importante pérdida de votos. El pánico cundió entre los políticos responsables del desastre.
Hace dos años, en un desesperado intento por silenciar a los docentes, la administración formuló una nueva propuesta: el “Programa de Calidad y Mejora de los Rendimientos”. En contra de lo que indica su nombre, no se trataba de un plan para enmendar los errores y establecer una enseñanza pública donde realmente se favoreciera el aprendizaje. La propuesta consistía en pagar a los profesores por eliminar el fracaso estadístico, no el verdadero fracaso escolar. El programa no controlaba que los alumnos efectivamente aprendieran y que, por ello, obtuvieran su título: lo importante es que aprobaran y titularan, fuera como fuese. Dicho crudamente: si el porcentaje de aprobados y titulados aumentaba en un centro, los docentes cobrarían más.
La mayoría de los profesores consideró este plan como un vergonzoso intento de soborno. Pese a que en muchos centros se realizaron varias votaciones en los claustros, el 80% de los institutos rechazó el plan. Por primera vez en muchos años, los profesores secundaron masivamente una huelga contra la administración educativa. Por primera vez en veinte años, la administración educativa reconocía su fracaso.
Hasta aquí, el pasado.
Aunque sólo desde hace poco tiempo se ha empezado a prestar atención mediática (y frívola) a este diagnóstico, las críticas a nuestro sistema educativo no son recientes. Aun antes de su aplicación, muchos docentes advirtieron que, si no se financiaba con más generosidad, la LOGSE supondría un empeoramiento del sistema educativo: el proyecto era bueno -aseguraban-; pero podía fracasar por una desacertada aplicación. Algunos docentes (pocos) eran incluso más críticos; no se trataba de un problema de financiación: la LOGSE era perniciosa por sí misma. Estaba basada en una filosofía errada que, de ser llevada a la práctica, conduciría inevitablemente a la decadencia del sistema de enseñanza.
Los creadores y los entusiastas de la LOGSE desatendieron las tímidas advertencias de los primeros y anatemizaron las críticas de los segundos. Éstas últimas -fue su argumento- provenían de docentes anclados en un paradigma educativo obsoleto: defensores de un modelo de profesor autoritario, conservador, elitista... No habían sabido o querido adaptarse a un nuevo rol que les restaba parte del poder abusivo que habían ido acumulando durante el franquismo.
Pese a que muchos de estos profesores críticos provenían de movimientos de izquierda, casi todos acabaron atemperando o silenciando sus reservas, temerosos de ser acusados de reaccionarios y amedrentados por la presión de una mayoría social que veía en la LOGSE un modelo revolucionario que finiquitaría los últimos residuos culturales del franquismo. Si la Constitución de 1978 había supuesto el fin del anterior sistema político, la LOGSE supondría un cambio análogo: la democratización del antiguo, clasista y autoritario sistema educativo.
Sin embargo, los primeros síntomas empezaron advertirse pronto: hasta los profesores más devotos se veían obligados a reconocer que los primeros alumnos educados en el modelo LOGSE estaban peor preparados, a la misma edad, que los alumnos educados en el sistema anterior. Ante estas críticas, en principio discretas y tímidas, las administraciones encontraron varias disculpas: la primera (tópica) fue negar la realidad; el nivel no era inferior: en el nuevo sistema se valoraban otros aspectos inapreciados en el modelo antiguo. El nuevo alumno debía desarrollar un espíritu creativo y actitudes constructivas y democráticas: no ser un reproductor acrítico de conceptos aprendidos de memoria. Los profesores que defendían valores como la disciplina y el respeto, el esfuerzo por aprender, el gusto por la cultura y la excelencia intelectual fueron condenados como reaccionarios (incluso como nostálgicos del franquismo).
Convencidos o no, muchos docentes cerraron los ojos ante la realidad. Pero sólo por un tiempo. Los hechos se obstinaron en negar la verdad oficial: los nuevos alumnos no sólo demostraban adquirir menos "conceptos" que los antiguos; manifestaban, también, una actitud más pasiva hacia su formación y un comportamiento nada democrático: el ambiente en las aulas era cada vez más crispado. Los profesores, para poder realizar su trabajo en unas condiciones mínimas de orden, respeto y silencio, se vieron obligados a expulsar a alumnos de sus clases con alarmante frecuencia.
Las administraciones educativas, temerosas de que esta nueva situación se hiciera pública, abrieron un doble frente: una política de normalización y control dentro de los institutos y otra, propagandística e ideológica, orientada a convencer a los padres de que el modelo funcionaba.
Internamente, se encargó al equipo de inspectores, psicopedagos y directivas afines (con un perfecto reparto de papeles: de perfil duro y blando) la tarea de persuadir a los docentes para que asumieran que el fracaso escolar y los conflictos en el aula no eran responsabilidad de los alumnos, sino de los propios profesores: eran culpables de no motivar a sus pupilos, de no saber enseñar. Los (pocos) docentes rebeldes fueron acallados: unas veces mediante presiones “oficiosas” (críticas durante las sesiones de evaluación por exceso de suspensos, acoso psicológico para minar la autoestima profesional...); otras, mediante presiones oficiales (seguimiento de inspección, apertura de expedientes...). El temor cundió entre los profesores. La ley del silencio se impuso en los centros.
Externamente, ante las familias, los políticos presentaban la LOGSE como un avance social incuestionable: los jóvenes españoles, escolarizados obligatoriamente hasta los dieciséis años, recibían dos años más de formación académica; las nuevas conductas en clase, de hecho, no eran producto de actitudes pasivas, irrespetuosas o indisciplinadas: nacían del espíritu crítico e inconformista que la LOGSE estaba inculcando en los antiguamente enajenados estudiantes.
Mientras se socavaba la autoridad de los profesores, se otorgó a las asociaciones de padres (tradicionalmente mal avenidas con los docentes) un poder sin precedentes en la historia del sistema educativo español. Pese a que muchos padres se percataban de que el nivel de conocimientos de sus hijos descendía año tras año, la promoción obligada (apenas se podía repetir curso) y la expedición casi indiscriminada de títulos silenciaban la evidencia; de hecho, la mayoría de los padres había asumido, desde el principio, la política de la Administración educativa: lo importante era obtener un título. Que ese título certificara o no la adquisición de conocimientos era secundario.
Sin embargo, la política de ocultación comenzaba a mostrar sus fallas. El punto de inflexión lo marcaron indicadores imposibles de ocultar. Externamente, los Informes PISA situaban el nivel educativo de España en la cola de los países económicamente desarrollados. Internamente, pese a las facilidades para la obtención del título de Secundaria, el llamado fracaso escolar se hacía endémico: el número de alumnos de bachillerato disminuía al tiempo que aumentaba el número de alumnos que abandonaban, inconclusa, la Enseñanza Obligatoria. La demolición de la Formación Profesional dejaba a estos alumnos desarmados. Desconocedores de un oficio y en un estado de semianalfabetismo, debían integrarse en un mercado laboral altamente competitivo: el sistema los había convertido en mano de obra barata, sin cualificar y fácilmente manipulable.
Por otra parte, la indisciplina en las aulas había dado paso a episodios de violencia cada vez menos anecdóticos. Empezaban a ser frecuentes las agresiones a profesores por parte de alumnos y padres. Aun en esta situación, muchos profesores siguieron asumiendo (convencidos o resignados) la política de culpabilización de los delegados administrativos: inspectores, psicopedagogos y directivas fieles.
Ante la indiferencia o incluso la suspicacia social, las bajas por depresión entre el profesorado aumentaron hasta niveles inauditos. Sólo cuando los episodios de violencia salpicaron al propio alumnado, empezaron los padres a ser conscientes del problema. Los alumnos violentos no sólo impedían que los demás recibieran sus clases con normalidad: habían instaurado una auténtica oligarquía matona en infinidad de centros. Más que la preocupación por la salud del sistema educativo, la alarma de los padres y el sensacionalismo periodístico convirtieron el "acoso escolar" en un fenómeno mediático que alcanzó su culminación en la cobertura del caso Yokin, el suicidio de un chico vasco hostigado por sus compañeros.
En un desesperado intento por eximirse de su responsabilidad, algunos sectores sociales y políticos intentaron una vez más, sutil y taimadamente, convertir a los profesores (el sector minoritario y más desprotegido de la comunidad escolar) en el chivo expiatorio. En principio, culpables de autoritarismo, se les desposeyó de toda autoridad; más tarde, culpables de indiferencia, se les acusó de no ejercerla. Pero era ya una situación insostenible.
Las administraciones educativas reconocieron, si bien con matices atenuantes, la realidad que algunos profesores valientes habían venido denunciando durante años. Los cambios en la sociedad, el acceso masivo de las madres al mundo laboral, la impericia para reconducir a los estudiantes pasivos escolarizados hasta los dieciséis años, la influencia de los medios de comunicación, la inmigración... cualquier excusa era válida para no asumir el fracaso del sistema. Un sistema educativo con un nivel de gasto sin precedentes y una indigencia de resultados que, por primera vez en la historia de la democracia, había formado a promociones peor preparadas que las precedentes.
Mientras tanto, la educación concertada y privada (marginal hasta los años noventa) había crecido a la sombra del sistema logsiano. Las familias con recursos económicos, ante el deterioro de la enseñanza pública, matriculaban a sus hijos en colegios concertados y privados donde los alumnos problemáticos o de familias humildes no tenían cabida. Paradójicamente, un sistema de enseñanza “progresista” y (presuntamente) establecido para disminuir las diferencias sociales había agrandado el escalón social entre los estudiantes de clases desfavorecidas y de clases pudientes.
Ante esta realidad, muchos profesores se atrevieron a denunciar al fin los males del sistema. Y muchas familias, alarmadas, empezaron a atender a las denuncias. Esa caída de la venda social podía suponer una importante pérdida de votos. El pánico cundió entre los políticos responsables del desastre.
Hace dos años, en un desesperado intento por silenciar a los docentes, la administración formuló una nueva propuesta: el “Programa de Calidad y Mejora de los Rendimientos”. En contra de lo que indica su nombre, no se trataba de un plan para enmendar los errores y establecer una enseñanza pública donde realmente se favoreciera el aprendizaje. La propuesta consistía en pagar a los profesores por eliminar el fracaso estadístico, no el verdadero fracaso escolar. El programa no controlaba que los alumnos efectivamente aprendieran y que, por ello, obtuvieran su título: lo importante es que aprobaran y titularan, fuera como fuese. Dicho crudamente: si el porcentaje de aprobados y titulados aumentaba en un centro, los docentes cobrarían más.
La mayoría de los profesores consideró este plan como un vergonzoso intento de soborno. Pese a que en muchos centros se realizaron varias votaciones en los claustros, el 80% de los institutos rechazó el plan. Por primera vez en muchos años, los profesores secundaron masivamente una huelga contra la administración educativa. Por primera vez en veinte años, la administración educativa reconocía su fracaso.
Hasta aquí, el pasado.
2 comentarios:
¿CONOCES deseducativos.com?
Tus acertadas opiniones tienen allí su lugar.
Hola Alfonso. Sí, lo conozco. De hecho, allí escriben algunos amigos.
Un cordial saludo y bienvenido.
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